Las desapariciones se han convertido en sucesos habituales en el Estado Mexicano. Oficialmente son más de 30.000 las personas sin paradero conocido, pero se cree que en realidad son más de 50.000.  Las familias deben aprender a lidiar con la ausencia y, sobre todo, con la incerteza. Nunca hablan en pretérito, tampoco en futuro. Lo sabe bien Eileen Truax, que sufrió la desaparición de su hijo durante un tiempo, experimentando así en su piel el dolor de tantos mexicanos.


 

Desaparecer

1. Dejar de estar a la vista o en un lugar.

2. Dejar de existir.

3. Dicho de una persona o de una cosa: Pasar a estar en un lugar que se desconoce.

4. Hacer desaparecer.

 

Hace algunos meses mi hijo, quien estaba al final de sus años veintes, desapareció en la Ciudad de México. No supimos nada de él durante tres noches, un comportamiento que no era habitual en él —tal vez alguna noche, con un reporte por la mañana de «todo bien»—.

Durante esas 54 horas de no saber nada, la mente pasó de «tal vez se quedó sin batería en el teléfono», a «tal vez está dormido con una resaca enorme en el sillón de un amigo», a «voy a llamarle al amigo a, b, c», a «esto no es normal, pasó algo», a «no sabemos nada de él, está desaparecido».

«Desaparecido». La palabra que he escuchado centenares de veces en entrevistas propias y de mis colegas, en artículos, en reportajes, en documentales, en las marchas y manifestaciones, en las estadísticas de los últimos años. Personas que estaban y ya no están. Esos que son buscados por sus padres, por sus madres, por los hermanos. Esos que después de un año, o tres, o siete, están en un lugar que no sabemos cuál es, pero no por eso han dejado de existir. ¿Es que me tocará tener un hijo desaparecido? ¿De dónde sacaría yo la fuerza para seguir viviendo si así fuera?

En la hora 55, me llegó un mensaje: lo encontraron en un hospital. Y lo primero que pensé —lo primero— fue: como sea que esté, no seré una de esas madres que van caminando un país para encontrarlo.

Al darme cuenta de ello, lo segundo que pensé fue: cuánto daño nos han hecho.

 

***

 

Unas horas después de que mi hijo apareciera, en ese noviembre de 2017, se dio a conocer una lista oficial con más de 30.000 nombres de personas que se encuentran desaparecidas en México —aunque quienes han seguido este tema de cerca afirman que el número se queda corto, que llegan a 50.000—. 

Junto con la publicación de la lista, se promulgó en México una ley para fortalecer la búsqueda de estas personas, la mayor parte de ellas jóvenes, desaparecidas en la vorágine de violencia en la que se manchan las manos el crimen organizado, las autoridades cómplices, y un Estado Mexicano que ha normalizado la impunidad. Del total de los desaparecidos, más de 13.000 lo están desde el gobierno de Felipe Calderón, y casi 19.000 bajo el de Enrique Peña Nieto.

Cuando tras años de búsqueda alguien aparece, con frecuencia es en una de las cientos de fosas clandestinas que han brotado en medio de la nada en las regiones que los criminales de todo signo se disputan para traficar drogas y personas, para retener secuestrados y realizar extorsiones, para hacer de la vida en este país una ruleta rusa: un día te tocará a ti, o a alguien que conoces, o tal vez ya le tocó. 

Así que ese día, mientras abrazaba a mi hijo que estaba ahí, vivo, entero y conmigo, descubrí la imposibilidad de la felicidad plena en ese abrazo. Cada abrazo se vuelve la evidencia tangible de que tienes lo que otros ya no.

 

***

 

Conocí a Maribel Ascención en Los Ángeles, en 2012. Su hermano Andrés es uno de los 13.000 —veinte mil, dice ella— desaparecidos en México bajo el gobierno de Felipe Calderón. El día que nos vimos se cumplía un año y tres meses del secuestro y la desaparición de Andrés.

 

—Ha sido un infierno— me dijo Maribel, y la frase no sonó a cliché, sino a infierno.

 

Andrés hoy tiene 39 años, afirmó ese día su hermana, en tiempo presente. En toda nuestra conversación, nunca hubo un verbo en pretérito, pero tampoco uno en futuro. 

Eso pasa cuando una persona desaparece. Con ella desaparecen también las certezas, las posibilidades de proyectar en el tiempo, la tranquilidad. Maribel y su hermana se turnan para viajar a México con su madre. Llegan a Puebla, el estado de donde salió Andrés, y hacen un viacrucis burocrático en procuradurías y departamentos de policía. Reparten fotos por las carreteras que conectan al centro del país con Nuevo León y Tamaulipas, el último sitio del que se tuvo noticia de Andrés. En un punto entre los dos estados lo detuvo un retén militar; la última llamada que recibieron de él fue justo cuando llegó al retén.

Las fechas especiales van dando a la familia una idea del paso del tiempo. Lo más difícil es la primera Navidad y el primer cumpleaños. Al hijo de Andrés, entonces de 10 años, aún no le habían dicho lo que había pasado con su papá. ¿Cómo hacerlo, si ni siquiera ellos lo saben? Maribel no podía hablar por el llanto que le atravesó la garganta cuando me contó que el niño quería una cartera y sus tías se la dieron; entonces pidió ayuda para imprimir una foto de su papá. Hasta la fecha, la foto viaja doblada en la cartera que el hijo de Andrés lleva consigo en el pantalón.

En su andar por oficinas y organizaciones, la familia Ascención fue encontrando a otras madres y se enteraron de que su historia no era la única. Que doña Gloria perdió a su esposo y a sus hijos que trabajaban en la policía. Que doña Irma sobrevivió a un ataque en su casa y tiene a su hijo desaparecido. Que al hijo del doctor Cantú lo acribillaron las fuerzas especiales en Monterrey. Que en el sexenio de Felipe Calderón desaparecieron a miles, y que nadie se hizo responsable por ello.

 

—¿Cómo pueden desaparecer veinte mil personas nada más así, sin que nadie sepa nada? —me dice Maribel con desesperación, mientras me entrega la foto de Andrés. Me pide que la haga circular, que tal vez alguien vio algo, sabe algo.

—No me da miedo que sepan que lo buscamos, no me da miedo ir a hablarle a un procurador, no me da miedo ir a México a buscar en cada camino. Lo único que me da miedo es que mi hermano esté muerto y que nunca lo podamos saber.

 

***

 

Tras varios meses de vivir un proceso difícil y un deterioro en su salud, mi hijo murió en mayo pasado. Nada te prepara para la muerte de un hijo. Es algo tan antinatural, que ni siquiera hay un nombre para designar a quien perdió uno: no eres viudo, no eres huérfano. Eres un padre sin hijo.

Han pasado ocho semanas y me vuelven loca las ideas; me vuelvo loca. Hay días que son más horribles que otros, hay horas de un letargo que parece eterno. Y sin embargo, a pesar del dolor que atraviesa, que atraganta, mi corazón de mamá está en paz. Repito: mi corazón de mamá está en paz. En una morgue helada vi a mi hijo, ahí, de cuerpo entero, como si estuviera dormido; tenía la expresión serena. Pude decirle unas palabras antes de darle un besito en la frente —fría—. Más tarde, ya en la funeraria, lo tomé de la mano por varios minutos; si cierro los ojos, aún recuerdo la sensación de su mano fuerte, con el hueco perfecto donde cabía la mía. Le acomodé el pelo, le canté al oído. Le dije adiós, le dije que nos veremos otra vez —y lo creí—, y conservo una cajita con sus cenizas.

Además de la oportunidad de despedirme, de llenar mis sentidos con la evidencia física de su muerte, ese día recibí la certeza que da el saber los detalles fácticos de su muerte.

Mi hijo murió el 22 de mayo de 2018. 
Mi hijo murió en México. 
Mi hijo murió por un infarto al miocardio. 
Mi hijo estaba pasando la tarde con N cuando murió. 
Mi hijo le dijo a N, un poco antes de morir, que se sentía feliz. N me dijo que se veía feliz.
Mi hijo murió rápido.
Mi hijo murió sin dolor.

La certeza no aminora el dolor, pero serena al corazón.

***

 

Hay más de 30.000 desaparecidos en México. Tres semanas después de la muerte de mi hijo, el Movimiento por Nuestros Desaparecidos de este país publicó una carta abierta para los candidatos a la presidencia rumbo a la elección del 1 de julio. En un párrafo, la carta señala:

 

«Las desapariciones en México (…) continúan produciéndose todos los días a lo largo del país. Durante mucho tiempo las familias hemos asistido a discursos vacíos, compromisos incumplidos y una negación absoluta del derecho a la justicia y a la verdad, que para nosotras pasa por la búsqueda efectiva y localización de nuestras personas queridas».

 

Recordé la frase de Maribel: lo único que me da miedo es que mi hermano esté muerto y que nunca lo podamos saber. Pensé en mi paz de mamá: cuando un hijo desaparece, ¿cómo serenas al corazón?

En medio de los círculos dantescos de mi duelo, soy plenamente consciente de que he sido una madre con suerte porque sé dónde y cómo y cuándo y por qué murió mi hijo. Todos esos padres no; ni siquiera tienen la certeza de la muerte. 

En México, a lo largo de dos sexenios, nos desaparecieron todas las certezas; tener un cadáver en los brazos para brindar un poco de paz al corazón, se ha vuelto cuestión de suerte. Esa es la magnitud del daño que nos han hecho.

 


Imagen de cabecera fragmento de cuadro (Sin Título, 1963) de Rothko, CC G. Starke