Estamos donde nos encontramos cuando tenemos los ojos cerrados: estamos en la oscuridad y en el vacío.

Réjean Ducharme

Me acuerdo ahora de un trayecto en un barco turístico en que un hombre detallaba las particularidades de un paisaje fluvial con la ayuda de un micrófono. Habló de una isla deshabitada, cerca de la desembocadura del río, en la que él mismo había vivido de niño, cuando allí todavía se cultivaba arroz. No había nostalgia en sus palabras, solo la emoción serena del que repite un mismo relato varias veces a lo largo de un día, pero tiene la seguridad de que es distinto cada vez porque es posible que esta sea la última; y en esas variaciones, en los pliegues de esas mínimas inflexiones de experimentado narrador oral, se aloja un fondo de verdad. El río es el Ebro en su desembocadura y la isla es la Isla de Buda. Al final comprendí que aquel hombre se esforzaba en transmitirnos la historia de aquel lugar entreverada con su peripecia personal porque sabía que dentro de unas décadas todo aquello habría desaparecido para siempre, sepultado por el ímpetu del mar. Su relato era un intento desesperado por salvar un paisaje a fuerza de inscribirlo en la memoria de los otros. Y, al mismo tiempo, era todo lo que tenía.

No había nostalgia en sus palabras, solo la emoción serena del que repite un mismo relato varias veces a lo largo de un día, pero tiene la seguridad de que es distinto cada vez porque es posible que esta sea la última; y en esas variaciones, en los pliegues de esas mínimas inflexiones de experimentado narrador oral, se aloja un fondo de verdad

Se suelen decir cosas muy grandilocuentes acerca de los viajes, igual que sucede con los libros, y esa desmesura a menudo contribuye a que esas frases no signifiquen nada en absoluto nada. La hipérbole es un fracaso del lenguaje. Yo siento que se trata de reflexionar sobre algunos lugares que me importan y en los que el recorrido físico tiene poca o ninguna importancia frente al periplo sedentario de lecturas entrecruzadas, sensaciones fugaces y persistentes ejercicios de memoria. Al mismo tiempo este pretende ser también un humilde recorrido por todas las patologías del viaje moderno. Del viaje romántico del Grand Tour al desplazamiento neutro del turismo de masas contemporáneo; pasando por la alucinación exótica, el ridículo literario o el morbo inconfesable por los escenarios del horror humano; de la ciudad de la infancia a la que uno se inventa sobre la marcha para sobrevivir a la adultez. Roma, Lisboa, Irlanda del Norte, la América Profunda, Madrid, Barcelona, Tánger o Benidorm, más que ciudades o regiones, son aquí paisajes mentales, aventuras personales que emprendí un día sin salir de mi cuarto y de cuyo recuerdo prefiero no desprenderme. Soy todos esos sitios. La escritura y la alegre concatenación de textos sobre el arte de escribir de pie es tan solo otro feliz accidente de la vida. He escrito mentalmente mientras deambulaba por ciudades y por patios de hoteles, y también por mi casa. Como ese marinero de agua dulce al que escuché con tanta atención en el Delta del Ebro, a mi manera yo también intento salvar algunos paisajes del olvido porque siento que con ellos me estoy salvando a mí mismo. Por lo general, creo que en me he ocupado de aspectos no tan transitados. Hace poco leí que Kleist consideraba mucho más meritorio encontrar motivos para el elogio en algo mediano que en algo excelso. Estoy de acuerdo. En ese sentido, como lectores deberíamos estar más interesados en una buena crónica sobre la Pompeya actual (una ciudad horrorosa) que en una poética descripción de las majestuosas ruinas de la Pomepeya antigua. Aunque todos sabemos que esto no siempre es así, pero eso es únicamente porque la realidad está mal.

Yo siento que se trata de reflexionar sobre algunos lugares que me importan y en los que el recorrido físico tiene poca o ninguna importancia frente al periplo sedentario de lecturas entrecruzadas, sensaciones fugaces y persistentes ejercicios de memoria

Quizá la mayor de todas las ficciones es la del lugar. El paso del tiempo y el temblor de nuestra propia mirada hacen que la noción de lugar sea algo mucho más inestable que lo que comúnmente creemos. Al respecto he de decir que he renunciado por completo a tratar de entender qué significa una ciudad, un desierto o una estación. Creo que es una decisión acertada. Imbuido por un espíritu contrario al de la esclavitud del significado, me digo que el verdadero sentido del viaje tal vez resida en llegar al sitio equivocado para escapar así de la estúpida pretensión de entenderlo. Todo estriba en abandonarse a la llana emoción del momento. Parece fácil, pero hay una honda sabiduría ahí. Por lo demás, a riesgo de parecer un cretino, me atrevería a decir que el viaje nada tiene que ver con la geografía. Tengo incluso una tesis al respecto: el verdadero viaje es lo que queda cuando regresamos a casa y olvidamos todos los nombres. Y eso es todo lo que puedo decir sobre el insólito arte de escribir de pie, del que no sé mucho más porque esto lo escribí sentado.


Fragmento de 

El arte de escribir de pie, de Aitor Romero (Candaya, 2023)