Las bicicletas son para el verano, sí. Pero las bicicletas son también para el otoño y para el invierno y para la primavera. Y lo serán para esa estación única que no llegaremos a vivir pero que sí ya imaginamos cortesía de científicos y apocalípticos y desintegrados. El sol apagándose o el sol atrayendo a los planetas a un último y ardiente abrazo, da igual.

En cualquier caso, allí estarán todos los que queden: montados en sus bicicletas, ganando el tiempo que se ha perdido irremisiblemente, pedaleando hasta el fin del mundo.

Pero eso es el futuro y la bicicleta, aunque atemporal, siempre será algo no anticuado aunque sí vintage. Algo histórico y científico como para que John Fitzgerald Kennedy le hubiese dedicado un «Nada es comparable al simple placer de montar en bicicleta», Hellen Keller un «La tolerancia es el gran don de la mente; y requiere el mismo esfuerzo que demanda el mantener el equilibrio sobre una bicicleta», John Lennon un «De niño yo tenía un sueño: mi propia bicicleta. Y cuando la conseguí debo haber sido el chico más feliz de Liverpool, tal vez del mundo. Yo vivía para esa bici. La mayoría de mis amigos la dejaban fuera, en el jardín, por la noche. Pero yo no. La primera noche la metí en la cama, conmigo», y Albert Einstein un «La vida es como andar en bicicleta. Para no caerte debes estar siempre en movimiento».

¿Hubo alguna vez alguna celebridad que no le haya dedicado ardientes y amorosas palabras a su bicicleta? Parece que no. La bicicleta es el mejor amigo del hombre. Y no ladra y no muerde y no caga y no te exige que la saques a pasear y no hay que llevarla al veterinario y, si se la trata con respeto y se la cuida con cariño, nunca se muere.

No importa su diseño cada vez más aerodinámico o su peso cada vez más liviano o esa un tanto absurda ropa y cascos como de súper-héroes de la Marvel o de la DC en la que se embuten o con los que se coronan hoy sus usuarios y adictos y a los que el escritor Joseph O’Neill ha descrito como «fantásticos guacamayos ciclísticos».

La bicicleta es clásica.

Pieza de museo que se puede tocar y hasta en la que te puedes sentar encima.

Y, buena noticia, todavía hay más bicicletas que automóviles en el mundo.

Y cada vez hay más, cada vez se fabrican más, y cada vez se venden más.

Y fue el astrónomo Carl Sagan quien bromeó en serio en cuanto a que «si las constelaciones hubiesen sido nombradas recién en el siglo XX, supongo que en lugar de figuras mitológicas veríamos bicicletas en el cielo».

La duda es si las bicicletas —robustas de montaña o esbeltas de carrera o curvilíneas de ciudad o mutantes y plegables y próximas a caber en la palma de una mano— aún superarán al número de teléfonos móviles con los que hablan y a los que miran fijo cada vez más distraídos y absortos zombies de esos que han descubierto la bicicleta como medio de transporte e instrumento de accidente de gravedad variable pero siempre doloroso. Esos que antes te esquivaban pero ahora hay que esquivar para que no se te caigan encima y te hagan caer.

Aceleración y gravedad y el movimiento se demuestra andando y la caída cayendo. Y, sí, la caída en una movediza bicicleta como el primer gran accidente de la vida. Como el iniciático gran golpe. Te puedes caer de los brazos de tus padres o de la cuna o del cambiador o de la camita con forma de cohete o del columpio. Te puedes caer corriendo. Pero no hay nada como la primera caída con/desde/por/sobre bicicleta. Porque los anteriores son accidentes e implican otros. La caída de la bicicleta es algo muy de uno. Y tiene algo de íntima épica o de herida de batalla a solas. Un amasijo de carne y metal. Un dolor cromado y rojo y apto para todo público y edad. Uno no ha vivido si no se ha caído de/con una bicicleta por lo menos una vez (aunque, seguro, nunca es una vez). «El ciclista y la bicicleta enredados en la caída parecen un insecto boca arriba», describió el siempre inspirado Ramón Gómez de la Serna (añadiendo un «Pedales de la bicicleta: maquinillas de cortar el pelo a las distancias y concluyendo con un formidable «Lo más bonito de la bicicleta es su sombra»). Geoorge Bernard Shaw, por su parte, dejó asentadas en sus journals varias «caídas homéricas». Y, en su ensayo Taming the Bicycle, Mark Twain recomienda: «Consigue una bicicleta. Nunca te arrepentirás de ello siempre y cuando vivas para contarlo».

La bicicleta hace historia y es Historia y, si hay mala suerte, puede convertirte en historia porque, sí, te puedes matar cayéndote de una bicicleta. Mientras tanto y —cruzar dedos, tocar madera— esperemos que jamás hasta entonces «caerte es al andar en bicicleta lo que el llanto es al amor», explicó el ciclista profesional belga Johan Museeuw.

Pero la bicicleta también ha ayudado —y mucho— a vivir mejor: contaminando menos (caben veinte bicicletas en el espacio necesario para aparcar un automóvil de tamaño medio), mejorando la economía de zonas pobres, «modificado como nada hasta ahora los modales y la moral», según el premio Nobel de Literatura John Galsworthy, y contribuido a la emancipación de las mujeres (como vehículo que las liberaba de la tiranía del hombre siempre al volante y hasta modificando y aligerando vestidos de esos que escondían pantorrillas). También, son numerosas las saludables razones que sus fieles predican con pasión evangelista y entre las que se cuentan mejor calidad de sueño (dormirse contando bicicletas saltando cercas), mantenerse con aspecto más joven (por eliminación de toxinas), digestión más rápida, aumento de la potencia interneuronal, recuperación más veloz de enfermedades varias, longevidad incrementada, mejoría de la vida sexual, bueno para el corazón, menor índices de ausencia de cáncer entre quienes la usan con frecuencia, pérdida de peso, recibimiento de epifanías varias durante el paseo por mejor tránsito del oxígeno hacia la materia gris, adicción legal y saludable al legendario «subidón» endorfínico sobre dos ruedas, variable interesante de vida social al conocer desconocidos con los que no cuesta nada romper el hielo (basta mirar apreciativamente ya saben qué. Fue Bob Weir, de The Grateful Dead, quien aseguró que «he ligado más con mi bicicleta que con mi guitarra») y, aunque suene contradictorio, la bicicleta te alivia el cansancio.

Así, la bicicleta convirtiéndose en objeto de deseo inoxidable (resulta tan placentero mirar una bicicleta como se mira no a un Ferrari Testarossa sino a un atardecer escarlata, pienso) porque, ah, mientras yo escribo estas líneas cientos de bicicletas están siendo robadas en todas partes del planeta.

Uno no sabe lo que es tener una bicicleta hasta que le roban una bicicleta. A mí me robaron una. A mediados de los 80. Era plateada y de carretera y la había bautizado como Galatea, en honor a Galatea Dunkel, «tenaz perdedora», uno de los personajes del On the Road de Jack Kerouac. Me la robaron porque, por una noche en que fui a visitar a mi novia de entonces, la dejé en la calle, encadenada a un árbol. Yo llegaba allí montando a Galatea y pensando en montar a mi novia o en que mi novia me montase porque, hay que decirlo, era tanto mejor que yo en esas cosas). Y entraba por la ventana de su cuarto (para que sus padres no se enterasen). Y, esa noche, al salir, Galatea ya no estaba. Al poco tiempo, mi novia tampoco estaba. Me la habían robado. O ella se había dejado robar. O, simplemente, se había buscado un ciclista más diestro para recorrer esos tramos en los que hay que saber ir más lento y sin apuro.

Luego yo me compré una bicicleta a la que, por cábala y por las dudas, ya no le puse nombre. Y, con ella, me convertí en un verdadero as de las peligrosas calles de Buenos Aires. Sobre ella hice cosas impensables y arriesgadísimas y casi suicidas para pasmo de conductores de autobuses y autos que me odiaban con admiración y pasmo (llegado un punto, decidí regalarla y dejar de dar vueltas por mi ciudad de nacimiento porque, pensé, de seguir así cada vez faltaba menos para que se convirtiese en mi ciudad de fallecimiento). En cualquier caso, más allá de toda proeza loca, lo que más disfrutaba era —a la madrugada, toda para mí, vacía, con los semáforos coordinados a favor y en verde— bajar a gran velocidad por la avenida Santa Fe y pegar esa curva cerrada de la calle Maipú que te abría los pulmones y te entrecerraba los ojos y te hacía sentir que, sí, todo iba bien, todo se movía hacia adelante.

Y la historia de la bicicleta es —como la del hombre— una historia de evolución y superación y cambio aunque, en sus innovaciones y progresos, siempre permanezca el vivísimo fantasma de su origen. El hombre que protege al bisonte de la extinción siempre será aquel que pintaba bisontes en una cueva.

De igual manera, en cualquiera de esas complejas maquinarias de dos ruedas con tantos cambios y botones y pequeñas palancas («La vida es una bicicleta de diez velocidades: la mayoría de nosotros tenemos cambios que jamás usaremos», suspira Charlie Brown en una tira de Peanuts) late el recuerdo inolvidable de aquel primer «Dandy Horse» o «Draisienne» o «Laufmaschine» y, gracias, Wikipedia.

Y gracias (muchas) también al germano barón Karl von Drais quien la presentó en sociedad durante el verano de 1817 en Mannheim y al año siguiente en París.

Y gracias también a Kirpatrick McMillan, herrero escocés, quien hizo lo suyo y se salió con la suya en 1830 (McMillan fue, también, protagonista del primer accidente ciclístico registrado cuando se llevó por delante a una chica Glasgow y fue multado con cinco chelines; y a mí me gusta imaginar que se enamoraron en el acto y que se casaron y tuvieron muchos hijos a los que McMillan les fundió y soldó muchas bicicletitas); y, ah, pienso que no es casual que en el principio de todas la cosas ciclísticas confluyan un aristócrata y un hombre del pueblo. Porque la bicicleta trasciende toda clase social. La bicicleta es una clase social en sí misma.

Después, los franceses Michaux y Lallement perfeccionan pedales y manubrio y el escocés Thomas McCall engrasa mejor la cadena a la rueda trasera. Y se reduce la altura del asiento y el diámetro de la rueda delantera y de pronto todo parece más lógico y sencillo. Y en 1888 otro escocés, un tal John Boyd Dunlop, presenta eso del neumático. Y el desenfreno de las primeras carreras y el añadido de los frenos. Y clubs de ciclistas y marcas como Raleigh y Schwinn y fabricación masiva e invasiva. Y la utopía en desarrollo de un mundo recuperando la tracción a sangre y ciudades como Ámsterdam y Tokio (mi última salida ciclística importante: me dejaron una en el Instituto Cervantes de esa ciudad, fui hasta los jardines que rodean al Palacio del Emperador, había una plaga de mosquitos, me perdí y me costó volver y llegué agotado a mi conferencia sobre Julio Cortázar, quien escribió mucho y muy bien sobre bicicletas), La Rochelle y Cambridge y Copenhage y Pekín, donde las bicicletas más que parte del paisaje: son el paisaje.

Y cada vez más bicisendas y —nada es perfecto— cada vez más idiotas que las ignoran y que prefieren seguir rodando a toda velocidad por aceras y pasar rozando a los peatones mientras hacen sonar ese enervante sonido de las campanillas o ese trueno de las trompetas. Muchos son turistas de esos a los que, en casa, jamás se les pasa por la cabeza la idea de desplazarse de aquí para allá en bicicleta.

Dejar bien claro que —como en tantos órdenes de la vida— no son las bicicletas culpables de nada (aunque en el momento se su primer boom se intentó condenarlas en editoriales de periódicos advirtiendo acerca de las peligros para la salud que podía producir su uso frecuente incluyendo «deformidades en pies y manos y columna, estrechamiento el pecho, y desórdenes cardiacos»); pero, en cambio, los ciclistas sí pueden llegar a resultar dignos de acusaciones varias. Ya se sabe: no es el producto sino su mal uso.

Y su usuario —el Homo ciclis— ya llamó la atención desde sus inicios, cuando se lo consideró como símbolo de la modernidad por un lado pero, también, anarquista de calles y caminos provocador de accidentes y responsable de las lesiones y muerte de peatones o de caballos.

Al poco tiempo, la llegada del automóvil (y del automovilista) proveería al imaginario colectivo de un ser aún más digno de condena y temor. Y el ciclista se haría a un costado para convertirse en víctima constante de atropellos, en quijotesco vueltista al mundo, o en héroe que —como Lance Armstrong— puede acabar siendo villano.

Y no sólo evoluciona la bicicleta o el ciclista en público y en general. Con una y otro también —como en esos diagramas que lo muestran cada vez más erguido hasta alcanzar su destino de pasársela sentado frente a una pantalla o pantallita— va pasando la vida privada y personal. 

Así, se empieza con el triciclo (mi recuerdo más antiguo es el de verme desde fuera, girando sobre mi mismo, en una pequeña azotea de mi primer de mucho hogares no necesariamente dulces en Buenos Aires). Luego el monopatín (que en mi infancia no se conseguía y no había alcanzado el revival del que hoy goza). A continuación la bicicleta «con ruedita» para apoyarse atornilladas en la parte trasera (mi primera bicicleta fue verde y de la marca Aurorita, división junior de la adulta Aurora). Y después lanzarse a ese logro triunfal de «aprender a mantener el equilibrio» o —terminología más terapéutica— a «no perder el equilibrio». 

Yo demoré mucho en hacerlo (también tardé demasiado en aprender a nadar, esa otra forma de mantener el equilibrio de un modo distinto; fui un chico de interiores y de poco parque y playa). Y lo conseguí recién a eso de mis once años, en un bosque, en Santa Ana, Uruguay. Y, ah, nunca olvidaré esa sensación y ese sentimiento de, finalmente, haber dominado aquello. 

Y, supongo, la última escala son las estáticas bicicletas de esos gimnasios a los que sus usuarios llegan en automóviles. Bicicletas que, como sus usuarios, ya no van a ninguna parte y que acaban siendo nada más que un breve y utilitario destino en sí mismas, como lo es el impersonal sexo si se lo compara con el singular amor.

Lo del Segway —para mí el equivalente al iPhone en relación a aquellos nobles artefactos de baquelita negra— siempre me pareció algo para desequilibrados. 

Si eso es ir adelante, yo opto por dar un paso atrás o al costado. Además, se sabe, suelen estallar sin previo aviso.

(Nota: las motocicletas siempre fueron para mí otra cosa. Algo así como la versión de la bicicleta con tramposos y prohibidos anabólicos. La variable Mr. Hyde y la versión Hulk de la bicicleta. Nunca conduje una; pero sí me llevaron en el asiento de atrás como se lleva a un peso incómodo e inútil. Lo mismo me sucede en automóviles. No conduzco, soy el peor copiloto de la historia. No me gusta llevar ni conducir. Me gusta que me lleven. Y una bicicleta te lleva aunque seas tú quien la lleva.)

Se dice «montar en bicicleta» y se dice «andar en bicicleta». Porque una bicicleta es vehículo externo a la vez que parte del cuerpo y —parafraseando a Machado— ciclista, no hay bicisenda, se hace bicisenda al pedalear.

Y (otro) detalle personal: en Argentina —el país donde recibí mi primera bicicleta un cumpleaños— bicicletear es un verbo de significado poco noble equivaliendo a «Postergar la solución de un asunto, especialmente si está ligado a lo económico, empleando para ello evasivas». Y la siempre giratoria y karmática «bicicleta financiera» es lo que, desde el milenio pasado, ha permitido que la Argentina se caiga cada vez más y se levante cada vez menos y con heridas más graves. 

Bicicleta es, también, el nombre de uno de los álbumes de mi banda de rock argentina favorita durante mi primera juventud: Serú Girán. Charly García —su líder y principal compositor— quería en un principio que el nombre de la banda fuese Bicicleta. Pero a los otros tres miembros del asunto —David Lebón y Pedro Aznar y Oscar Moro— no les gustó. Así que fue Serú Girán que significa todo y nada.

Como la Argentina.

Me entero de que hay un Bicycle Film Festival estrenado por primera vez en New York en el 2001 pero, desde entonces, con encarnaciones en diferentes ciudades del mundo y me pregunto si ya habrá pedaleado hasta Buenos Aires o Barcelona. Me parece bien que así sea y que exista: pocas invenciones del ser humano más fotogénicas y dignas de ser filmadas y proyectadas que una bicicleta. El mundo, digámoslo, sería mucho mejor y menos ruidoso si los hermanos Lumiére hubiesen revelado una salida en bicicleta en los Champs Elysées en lugar de la llegada de un tren a La Ciotat. La bicicleta es movimiento puro y siempre actúa bien (incluso en las ya mencionadas caídas). La idea se le ocurrió a Brendt Barbur luego de ser atropellado por un autobús cuando iba por Manhattan en bicicleta. Le pareció la mejor idea para superar el trauma: celebrar la bicicleta en film y en música y en pintura.

El festival en cuestión se nutre de envíos amateurs pero sin por eso olvidar aquellas bicicletas más celebres.

¿De cuáles entre todas ellas me acuerdo yo?

De las obvias como la del ladrón de De Sicca y la de Butch Cassidy mientras suena «Raindrops Keep Falling on My Head» y la del cartero de Jacques Tati y la de Pierre Batcheff vestido de monja en Un Chien Andalou y la de la brujeril Miss Gulch pedaleando en el aire huracanado de The Wizard of Oz y las de Jules et Jim. Pero también de las de los ciclistas disfuncionales de Breaking Away (dirigida por Peter Yates y con oscarizado guión del gran bicletero Steve Tesish —también responsable de American Flyers— probablemente la mejor teen-bike movie jamás filmada) y la del mensajero en Quicksilver («Sin lugar a duda el punto más bajo en toda mi carrera», gruñó décadas después el actor Kevin Bacon) y la de su reciente pseudo-reencarnación como Premium Rush. Y las bicicletas de esos gloriosos freak-nerds cum laude que son Max Fischer en Rushmore y Pee-Wee Herman en Pee Wee’s Great Adventure y la del gran Pedro en Napoleon Dynamite. Y las de The Beatles en Help!

Y, por supuesto, de todas esas con la bicicleta como gran vehículo de la pubertad/adolescencia: montar en bicicleta junto a amigos y amigas (el éxtasis de ir en bicicleta junto a la chica que más te gusta, conversando mientras se avanza quién sabe hacia y hasta dónde esta tarde que puede llegar a ser histórica pero por ahora es tan solo histérica) es lo más parecido que hay un preliminar jadeante y sudoroso y sonriente del sexo. De ahí que la madre de Simone de Beauvoir se lo tenía prohibido por considerarlo «placer sensual» (aunque yo jamás haya hecho esa cosa tan norteamericana de poner naipes entre los rayos de las ruedas para que suenen, para ellos, demasiado protestantes y reprimidos, como algo aún más ruidosamente sensual, supongo). Ahí, están esas bicicletas con las hormonas revueltas: en The Goonies, en It (nunca vi Verano azul pero, me dicen, allí las bicicletas son muy importantes) y, por supuesto, en E.T. donde, no olvidar, nunca, que de no ser por una bicicleta, ese espantoso alien de aspecto un tanto fecal no hubiese regresado a tiempo a su nave especial que lo llevará de regreso a casa. Aún así, duda existencial jamás resuelta: si en E.T. las bicicletas levantan vuelo, ¿por qué y para qué Elliott y sus amigos continúan pedaleando? La única respuesta válida a la que he llegado es porque pedalear produce un gran placer, más placer que volar…

…el placer de la tracción a sangre y el de saberse que, de pronto y al menos por una vez, nada se movería —nada avanzaría; hasta donde yo sé las bicicletas aún no han desarrollado el poder de la marcha atrás— si no fuese por uno. Paradoja única: la bicicleta es el vehículo en que su pasajero es, además, su motor. El irlandés Flann O’Brien desarrolló está forma de simbiosis —como «Teoría Atómica de la Bicicleta»— mejor que nadie en The Third Policeman argumentando que si se recorren muchas millas en bicicleta sin detenerse uno comienza a intercambiar átomos con su vehículo: «Le sorprendería enterarse de cuántos por aquí son mitad persona y mitad bicicleta», guiña un ojo alguien en esa novela. 

Y la bicicleta, también, como la oportunidad para solucionar problemas, para sobreponerse a los pinchazos y desinfles que no demorará en regalarte la vida. Arreglar una bicicleta, ponerla a punto, emparchar sus ruedas, es una feliz forma de ganar aunque no se llegue primero.

«No puedes comprar la felicidad, pero sí puedes comprar una bicicleta y eso es algo que se le parece mucho», dijo ese alguien de muchas cabezas y ningún rostro que ha pasado a la Historia como Anónimo. 

Lo que nos lleva a que hay muchos tipos de felicidad y muchas clases de bicicletas. 

Y a que una bicicleta —como la felicidad— también puede venderse o robarse o conseguirse de segunda mano y usada.

…de que tu hijo salga «a dar una vuelta en bicicleta» y que demore en volver y que no vuelva y qué habrá pasado y dónde estará y, de pronto, la bicicleta como vehículo del terror. Las historias de atracos mortales, de atropellados por conductores de autos drogados o, incluso, por otros ciclistas hasta las cejas de anfetaminas fantaseando que son algunos de esos campeones dopados por los tours europeos. La imagen mental de una rueda torcida y girando cada vez más despacio y tú preguntándote a los alaridos silenciosos por qué no habré ido con él. Y por fin tu hijo regresa y te dice algo así como «A que no sabes lo que me pasó…».

Porque esto también es verdad irrefutable: cada vez que sales en bicicleta algo pasa, algo te pasa.

¿Soy un mal padre si admito mejor que me prefiero por mucho bajar a Barcelona desde Vallvidrera para ir a la caza, en el llamado Triángulo Friki, de aquel muñequito Funko Pop que tanto tiempo llevamos buscando antes que de salir a dar una vuelta en bicicleta junto a mi hijo por el Camino de las Aguas? Supongo que no, porque mi hijo también prefiere la opción Triángulo Friki. 

Alguna vez salimos juntos en bici y cabalgamos juntos y la pasamos muy bien esquivando jabalíes que contemplan las bicicletas ya con la misma parsimonia con la que las vacas ven pasar los autos desde el otro lado de la verja. Pero regresamos a casa muy cansados (no, lo siento, la bicicleta no alivia el cansancio) y sudados y sucios y sedientos y quemados por el sol. Y, a la vuelta, hay que esperar mucho para conseguir sitio en el funicular de subida hasta Vallvidrera porque, claro, va y viene lleno de bicicletas (por más que un pequeño cartel ordene en vano un «2 bicicletas max.»). 

Así, ahora, la bicicleta de mi hijo (la que usaba yo era una prestada por unos vecinos) es más una escultura en la terraza de casa que un medio de transporte. Me gusta mirar esa bicicleta bajo la lluvia, desde mi sillón, contemplarla por encima de mis gafas circulares como las ruedas de una bicicleta que, montadas en mi nariz, me llevan lejos. 

¿Tiene sentido leer bicicletas? Claro que ,sí: tiene sentido leer todo. Incluso leer a alguien leyendo. Y, de acuerdo, posiblemente se cuente entre las cosas más difíciles el contar cómo es estar montado en una bicicleta (incluso contar a alguien al que, a través de sus audífonos, no le cantan canciones ciclísticas sino le cuentan cuentos y novelas). Pero —experiencia personal— yendo en bicicleta se experimenta lo más parecido, primero, a un vaciamiento de la mente para que luego se te ocurran muchas cosas. Solo en casa —familia de vacaciones— reajusto la bicicleta de mi hijo (Specialiazed Pitch.Comp, se lee en las letras en sus flancos) y salgo por ahí y primero dejo de pensar en que tengo que escribir sobre bicicletas para Altaïr y, un par de kilómetros después, comienzo a pensar en bicicletas literarias. 

Pienso en las fotos de Lev Tolstói (quien recién aprendió a montar en bicicleta en su sexta década de edad) y de Arthur Conan Doyle (Sherlock Holmes resuelve el misterio de The Adventure of the Solitary Cyclist y analiza huellas de bicicleta para aclarar lo sucedido en The Adventure of the Priory School) y de Samuel Beckett (responsable del muy ciclístico Molloy y a quien su En attendant Godot se le ocurrió a partir de la triste figura del ciclista profesional Roger Godeau, célebre por llegar último o no llegar nunca) y de Sylvia Plath y de Ray Bradbury y de Henry Miller y de Henry James (a quien se atribuye un «extraordinarily intimate» herida al caer de una provocándole una nunca del todo verificada «impotencia genital»; otros corrigen que cayó de un caballo) y de Thomas Hardy y de Jean Paul Sartre y de T. E. Lawrence (quien moriría en un accidente de moto) y de Albert Camus. Todos  posando junto a sus bicicletas como otros escritores posan con sus gatos. 

Pienso en las bicicletas de Ernest Hemigway en The Sun Also Rises; en las bicicletas de Jerome K. Jerome en Three Men on the Bummel; en las bicicletas de William Somerset Maugham en Cakes and Ale; y en las bicicletas de H. G. Wells en The Wheels of Chance («Cada vez que veo a un adulto en una bicicleta siento esperanzas por el futuro de la raza humana… Las vías para bicicletas serán abundantes en Utopía», predijo) y en The War of the Worlds (donde el narrador pedalea por una Londres arrasada por los marcianos); en las bicicletas de William Saroyan en «The Bicycle Rider in Beverly Hills» (para quien «la bicicleta es la más noble de todas las invenciones del hombre»); en las bicicletas de Marcel Proust en À la recherche du temps perdu; en las bicicletas de Frank Conroy en Stop-Time; en los caballeros andantes a pedales  del ya mencionado Mark Twain en A Connecticut Yankee in King Arthur’s Court; en la bicicleta de neumáticos pinchados por pisar una corona de espinos que empuja Gólgota arriba el surrealista Jesucristo de Alfred Jarry (también creador del ciclista alimentado en base a «comida de movimiento perpetuo» de Le Surmâle, roman moderne, y quien gustaba de pedalear por París disparando una pistola para asustar a los perros y se presentó en los funerales de Stéphane Mallarmé con traje de ciclista); en la bicicleta de, otra vez pasando por aquí, Flann O’Brien en The Third Policeman; en la bicicleta de Robert McCammon en Boy’s Life;  en la bicicleta de J. G. Ballard en Empire of the Sun; y —entre mis favoritas— en las bicicletas de Steve Erickson en Days Bewtween Stations corriendo esa carrera por los canales resecos de una Venecia distópica, y en la cronocicleta de Jim Yang en los libros de Peter Hook o Hooked, ya no estoy muy seguro.

Y días atrás leí en The New York Times que acaba de aparecer una excelente novela ciclística: We Begin Our Ascent, debut de Joe Mungo Reed bendecida por Mary Karr y George Saunders.

Y (están autorizados a insertar aquí vuestras bicicletas de letras preferidas) seguro que me olvido de tantas otras bicicletas leídas.

La memoria —se sabe— es cada vez más lenta o pasa de ti cada vez más rápido.

En una escena de Stop Making Sense –ese glorioso rockumental sobre un concierto de Talking Heads que Jonathan Demme filmó en 1984– David Byrne canta a los gritos mientras se descontrola en una de sus espasmódicas y características coreografías solitarias. Y, sí, parece estar pedaleando en el aire. Yendo a toda velocidad hacia todas partes y ninguna. Clavado y con los ojos bien abiertos en el centro del escenario.

Ese mismo movimiento y mirada es el que da forma al vigoroso y tonificante Bicycle Diaries. Páginas cinéticas de un psycho-biker que ya lleva treinta años bicicleteando por el mundo y que aquí reúne sus impresiones mientras surca Estados Unidos, Berlín, Estambul, Buenos Aires, Manila, Sydney, Londres, San Francisco y Nueva York y, próximamente, la calle en la que ustedes viven con un ding-ding como amén.

Aun así, siendo Bicycle Diaries el libro de un converso, tiene una gran virtud: no es el libro de un fanático. Byrne predica los méritos del vehículo (no confundir su irónica bicicleta con la utópica motocicleta de los diarios del Che Guevara) pero no intenta convencer a nadie de que deje de soñar con su Ferrari Testa Rossa.

«Este punto de vista desde una bicicleta –más veloz que caminando, más lento que un tren y a menudo más alto que una persona– se convirtió en mi ventana panorámica con vistas a buena parte del mundo a lo largo de los últimos treinta años. Y lo sigue siendo», postula David Byrne en la introducción a Bicycle Diaries.

Yendo y llegando a todas partes, Byrne es un guía que recuerda a su personaje/testigo/cronista en ese film dirigido por él, en True Stories: alguien siempre dispuesto a cambiar el cliché de la postal turística por el dato o el paisaje insospechado con la respiración casi zen de quien usa la bicicleta para ir de un lado a otro pero, también, para meditar aferrado al mantra de su manubrio. De este modo, Diarios de bicicleta (que no acabó en el libro sino que siguió y siguió en www.journal.davidbyrne.com con cada nuevo desplazamiento de su autor) trata de ruedas, sitios y destinos; pero –por encima de todo eso– de lo que está pensando Byrne mientras pedalea. Y Byrne piensa en cosas como el diseño de los cascos para ciclistas, música, Colin Powell, crítica de arte, planeamiento urbano, religión, lo kitsch, música latina, fútbol, gastronomía y la decadencia del mundo en el que vivimos. Byrne piensa en todo eso y mucho más mientras se mueve y no deja de moverse.

Pedaleando y contando, sí, pero como si bailara cantando.

Y, por supuesto, hay un Día Mundial de la Bicicleta. Ya hay días de todo y para todos. Y el de la bicicleta cae y se levanta en el calendario un 19 de abril cuando, hace setenta y cinco años, en 1943, tuvo tiempo y lugar el primer trip con LSD (dietilamida de ácido lisérgico; ahora más de moda que nunca y con mejor fama por sus nuevas aplicaciones terapéuticas). Entonces Albert Hofmann, en los laboratorios de la farmacéutica Sandoz en Suiza, buscaba algo que «estimulase la circulación y la respiración». Misión cumplida pero con efectos secundarios de primera clase.  

«Todo centelleaba y refulgía con una luz viva. El mundo parecía recién creado. Todos mis sentidos vibraban en un estado de máxima sensibilidad», describió después el «descubridor» de la sustancia mientras volvía a su casa.

Y Hofmann volvía en bicicleta. «Todo se tambaleaba en mi campo visual y aparecía distorsionado como en un espejo curvo. También tuve la sensación de que la bicicleta no se movía. Luego mi asistente me dijo que habíamos viajado muy deprisa».

Semanas atrás, la ONU propuso cambiar la fecha al 3 de junio para que las circunstancias/motivaciones del festejo sean menos controvertidas.

En cualquier caso, demasiado tarde.

Apenas unas décadas después del Big Bang Trip de Hofmann, la contracultura utilizaba el LSD para abrir de par en par las puertas de su percepción y correr a pedalear sus bicicletas mentales.

Uno de los sitio favoritos donde salir a jugar –en 1968, hace medio siglo– eran los cines donde se había estrenado la visionaria y alucinógena 2001: A Space Odyssey de Stanley Kubrick. En principio incomprendida por la crítica, el film fue enseguida adoptado por los más jóvenes quienes lo convirtieron en un éxito comercial porque a esa luminosa oscuridad volvían, una y otra vez, con los ojos bien abiertos y las pupilas de colores. Como los ojos de ese astronauta de nombre Dave Bowman viajando hacia los confines del universo para evolucionar no sin antes anular a la confundida súper-computadora HAL 9000 vía «memoricidio». Allí, Bowman va borrando de a poco, sin prisa ni pausa, el conocimiento de todas las cosas del mundo en los circuitos de ese cerebro artificial. Así dato a dato, hasta que, antes de callar para siempre, y luego de admitir que «tengo miedo» y que «my mind is going», HAL 9000 se despide cantando.

Y lo que canta HAL 9000 es una vieja canción. Una canción muy popular de 1892 compuesta por Harry Dacre y grabada por Edward M. Favor dos años después en cilindro de cera de la Edison Ponograph Company.

HAL 9000 canta esta canción porque fue la primera cantada con «voz sintetizada» por una computadora IBM 704 en 1961.

La canción se titula «Daisy Bell (Bicycle Built for Two») y le canta a los placeres pícaros y con doble sentido de montar una bicicleta de dos asientos. Otra canción con bicicleta. Daisy in the Sky with Diamonds como antepasada de la «Bike» de Pink Floyd («Tengo una bici, si gustas puedes montarla / Tiene una cesta y una campanilla que suena / Y cosas que la hacen lucir bien / Te la daría si pudiera hacerlo / Pero la pedí prestada»); o de la «Bicycle Race» de Queen («Quiero montar mi bici / Quiero montarla a donde se me antoje») que dice no creer en nada salvo en desnudas chicas pedaleantes de culos gordos; o de la «The Acustic Motorbike» de Luka Bloom con su «Pedalea, Pedalea, Pedalea por millas» como si se tratase de un mantra; y prohibido ir silbando ese horror que es «La bicicleta» de Carlos Vives y Shakira bajo riesgo seguro de ser desheredado y como mucho —y como concesión al kitsch sentimentaloide de cierto nivel— se permitirá y dará lugar al «Nine Million Bicycles» de Katie Melua.

Pero ninguna se compara ni supera a «Daisy Bell (Bicycle Built for Two») en la voz de HAL 9000. Ignorar la versión etílica y desaforada en un Lado-B de Blur; también los covers de Nick Cave y de Katy Perry.

Quedarse nada más que con la voz de HAL 9000 olvidándolo todo para recordar por último y definitivamente lo primero.

Antes de que se cierre su ojo rojo para siempre, HAL 9000 recordando aquello que, dicen, nunca se olvida una vez que se aprende: a andar y a montar en bicicleta.

A —yendo cada vez más cerca de irte muy lejos— traer una bicicleta que te lleve.

 


Imagen de cabecera, CC Biblioteca Universidad de Sevilla