A Asah Ariek la desesperanza le cuelga del cuello. Todas las huidas, toda la violencia y toda la muerte de su vida caben en dos trozos de metal ensartados en un cordino negro. Cuando Ariek camina encorva la espalda y arrastra levemente la pierna izquierda por la vejez —o quién sabe, porque en Sudán del Sur la guerra deja cicatrices que no siempre se ven—, así que las dos piezas doradas chocan. Pero en lugar de un tintineo metálico suena el sonido de una casa ardiendo.

—Son las llaves de mi casa, ya no sirven para nada —dice.

Insiste, casi disculpándose, que ha olvidado quitárselas y se da un suave coscorrón en la cabeza con la mano, como cuando las abuelas se excusan por los despistes de la edad si confunden los nombres de sus nietos. Seis meses atrás, su aldea fue atacada y quemaron todas las casas. En cuanto vio salir columnas de humo de la aldea vecina, Ariek huyó con su hermana Alek y su madre Majok, anciana y ciega.

Antes de marcharse, Ariek cerró la puerta de su casa y se llevó las llaves.

Sentada en el suelo de tierra de la isla, con un bastón junto a su pierna estirada, la octogenaria Majok no ve que le alargo la mano para saludarla. Debo cogerle el antebrazo y acercarle mi mano para poder estrechar la suya. Sonríe tímida y aprieta sus dedos entre los míos. Mientras dudo si tiene más años o más arrugas en el rostro, empieza a hablar con un hilo de voz en una lengua que no entiendo. Apenas le salen las palabras, pero no se detiene cuando intento hacerle ver que no hablo su idioma. Ella tampoco habla inglés, y no por eso va a callarse. Mueve de un lado a otro unos ojos ciegos de cataratas. De vez en cuando, muestra las palmas de las manos vacías y alza un poco los hombros. Viste un sayo viejo y sucio con unas flores rojas bordadas en el pecho. Tengo que acercarme a ella para poder escuchar esas palabras que no comprendo y percibo que las frases han adquirido un tono de pena infinita; como si gritara que los que no tienen voz son quienes lo saben todo.

Mientras su madre habla, Ariek coloca una pelota de barro en una caña estrecha y, de un gesto de brazo seco, lanza el proyectil de fango contra un campo de mazorcas que crece  detrás de la anciana. Dos pájaros negros alzan el vuelo asustados de entre los tallos verdes.

—Al principio sólo podíamos comer hierba hervida —dice Ariek—; ahora tenemos mazorcas.

De una estructura de madera rudimentaria cuelgan decenas de mazorcas secándose al sol. A veces, Mador, un pescador que se esconde en una isla cercana, les regala peces.

En la isla de Mathiang sólo quedan ellas. Cinco meses atrás, en ese pedazo de tierra en el medio del río Nilo, se amontonaban quinientas personas y quinientos miedos. La escena se repitió en decenas de islas más. A medida que las matanzas remontaban las orillas del río y se acercaban los tiros, miles de sursudaneses se refugiaron en los islotes que salpican el curso del Nilo. Cuando el hambre apretó y los disparos se alejaron, algunos regresaron a tierra firme, pero muchos, sobre todo los ancianos, no se movieron: tenían demasiado miedo a ir a sus casas porque si volvían los asesinos quizás no tendrían fuerzas para huir. Esos cientos de metros de agua dulce de distancia entre ellos y los verdugos era la única protección para muchos. La ONU calcula que en los momentos más crudos de la lucha, hasta 3.700 familias se ocultaron en islas cercanas a la ciudad de Bor, en el centro del país.

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También en el Nilo, la guerra no es sólo donde caen los muertos, sino también hacia donde corren los vivos; y desde que el conflicto empezó de nuevo en diciembre de 2013, en Sudán del Sur miles de personas no han parado de correr.

A veces, incluso huyen de fantasmas blancos. Además de la gran guerra entre los partidarios del gobierno, con el presidente dinka Salva Kiir al frente de un bando, y los rebeldes, liderados por el ex vicepresidente nuer Riak Machar, al otro, varias guerrillas que llevan décadas en el oficio de matar y robar se habían sumado a la fiesta de sangre y pólvora. La batalla principal era por el control del país entre Kiir y Machar, pero el conflicto había despertado otros viejos monstruos.

El ejército blanco, cuyo nombre aún congela de terror en la región, fue el autor en aquel inicio de 2014 de varias sangrías en la ribera del Nilo. Los soldados de la milicia nuer, de la que Machar se distanció, robaron, violaron y asesinaron con impunidad. El ejército blanco —el origen de su nombre está en el hábito de sus guerreros de cubrirse la piel con ceniza blanca de estiércol de vaca para protegerse de los mosquitos— era una de las mil cabezas de la serpiente que explicaban la guerra en tierras nubias. Su brutalidad se popularizó durante la segunda guerra civil de Sudán, de 1983 a 2005, cuando desde el Sur se les armó para que combatieran contra las tropas del Gobierno de Jartum, en Sudán. Antes de eso, apenas eran un grupo de hombres nuer que protegían sus rebaños de los robos de las tribus vecinas. O, también, que robaban cabezas de ganado ellos primero. Esas peleas entre comunidades por el hurto de ganado o de mujeres, que ocurren desde hace siglos en la región y antes se solucionaban con lanzas o piedras, ahora se dirimen con kalashnikovs. Cuando llegó la independencia, esas guerrillas guardaron las armas; pero cuando regresó la guerra, no habían olvidado cómo usarlas.

También en el Nilo, la guerra no es sólo donde caen los muertos, sino también hacia donde corren los vivos

En las altas esferas, la lucha es por el poder y el control del petróleo —Sudán del Sur sólo tiene menos reservas que Nigeria y Angola en África Subsahariana—, y el camino para conseguirlos es el terror y avivar rencillas históricas entre etnias. Para decenas de guerrillas que llevan décadas viviendo del miedo, la guerra era una oportunidad para el pillaje. Más allá del bando por el que luchan, para estas pequeñas milicias el objetivo principal es el robo masivo de vacas y bueyes, símbolo de poder en Sudán del Sur.

Luego, claro, es más agradable vestir de lucha por la libertad o por la justicia la propia causa que admitir que eres un ladrón hijo de puta.

Majok, Ariek y su hermana Alek dicen que no van a esperar a la paz. Se van a quedar toda la vida —lo que les quede— en ese trozo de tierra rodeada de Nilo. Rechazaron irse a una isla mayor con los demás cuando parte de la isla se inundó con las primeras lluvias. Ese recoveco de Nilo, donde una agua de plata avanza mansa y refleja el cielo azul, va a ser su último hogar. Uno casi siente alivio de no hablar su lengua para no tener que hacer el idiota y desearles suerte o un futuro mejor. La historia no entiende de buenos deseos y menos en Sudán del Sur. En los últimos 60 años, el país sólo ha vivido una paz intermitente durante 19. ¿Acaso tres mujeres pueden escaparse de la historia?

La guerra de Sudán empezó a mediados del siglo pasado pero se inició miles de años antes. Es imposible entender por qué Sudán sufrió la segunda guerra más larga de África del siglo XX, después de Angola, sin detenerse en el veneno que inoculó el descomunal comercio de personas desde tiempos del antiguo Egipto. El canje de personas negras por telas o especias venidas de Arabia o Persia fue de tal magnitud que en el árabe coloquial de Alejandría o El Cairo las palabras sudanés y esclavo eran sinónimos. La semilla del desequilibrio, cultivada por todos aquellos que dominaron tierras sursudanesas después, desde los turcoegipcios a los británicos, hizo brotar la mala hierba del resentimiento. El olvido al que postergó el gobierno árabe y musulmán de Jartum a sus ciudadanos negros del sur, a quienes ninguneaba su diversidad de culturas y creencias y negaba infraestructuras, prendió la mecha del conflicto.

Sudán del Sur luchó por la libertad y la consiguió en 2011 para casi nada. La independencia duró hasta que los líderes de las principales etnias del país, nuer y dinkas, se cansaron de compartir el poder.

La historia no entiende de buenos deseos y menos en Sudán del Sur

Como Sudán del Sur, Majok tiene el cuerpo consumido y cansado. Durante toda la mañana, la anciana no se moverá ni un milímetro. Cuando nadie le habla, se sume en un letargo inmóvil y es imposible saber si recuerda, reflexiona o no piensa en absolutamente nada. A veces se sostiene la cara en la palma de la mano y casi parece que está esperando algo. Pero nada llega. Ariek ve que observo a su madre desde la distancia y la mira también.

Ariek se ha vuelto a olvidar de quitarse las llaves de su casa del cuello.

Antes de irme, me acerco a Majok, que agarra mi mano con cariño y me vuelve a recordar a mi amama, siempre sinceramente agradecida por el tiempo compartido, aunque siempre sea demasiado escaso. Inicia un breve discurso y, aunque otra vez no entiendo nada, no se me ocurre interrumpirla.

Cuando termina, no lo digo pero lo pienso.

—Que Dios te bendiga a ti también, vieja Majok.


IMÁGENES DE ÁLVARO BARRANTES Y RODRIGO HERNÁNDEZ

UNA PRODUCCIÓN DE ALTAIRMAGAZINE.COM CON MUZUNGU