El Cucho Carlos está en la esquina, en los límites del barrio. Allí vende su mercancía: marranitos de arcilla de varios tamaños; marranitos pequeños, marranitos medianos, marranitos grandes. Todos tienen su hendidura en la espalda. Oing-Oing. El Cucho Carlos no los ofrece ni grita el precio ni estimula la venta con promociones. Se queda en la esquina, en silencio; a veces de pie, a veces sentado, a veces se aburre o quiere ir al baño y camina hacia su casa y deja los marranitos solos; regresa a los diez minutos.
—Este barrio es muy bacano —dice Julio, satisfecho—. Aquí todos nos conocemos el nombre de todos; saludamos y si hay problemas nos ayudamos. Aquí usted siempre ve gente en las calles; uno camina y se encuentra con amigos. Es un barrio unido. Sí, con sus problemas, pero unido.
Al lado de Julio está Juan Padilla, su amigo de los juegos de parqués; él asiente cada vez que Julio habla. «Sí», repite una y otra vez mientras mueve la cabeza: «Sí… Así es… Sí». Los dos tienen más de 60 años y están esperando que abran la biblioteca para tirar los dados —todos los días lo hacen.
Julio sigue:
—¿Sí sabía que este barrio lo fundó Bavaria? ¿Sabe quién es Leo Kopp? Sí, este es un barrio obrero. Aquí venía Gaitán a tomar chicha. ¿Ya vio la estatua que hay arriba? Este es un…
—Uy, mire, ese man se llevó un marrano del Cucho Carlos —interrumpe Juan Padilla.
—¿Cuál? ¿Cuál? No lo vi.
—Mírelo. Mírelo. Ahí tiene el marrano.
Señala. Julio ve al ladrón. Es un tipo con la ropa gastada, el pelo revuelto y una cobija de lana que le cubre la espalda. Julio y el otro sueltan varias carcajadas. «¡Se le están llevando un marrano al Cucho Carlos!»:
—Yo vi cómo el man se agachó y cogió uno. ¡Cómo si nada!
Ríen otra vez. Parecen dos niños burlándose de alguien que se tropezó y calló. Julio pregunta dónde está el Cucho Carlos. Lo buscan.
—¡Mírelo! ¡Mírelo!
Carcajean otra vez. El Cucho Carlos camina hacia su esquina, a paso lento; se había ido hace unos minutos. El que se robó el marranito no está lejos y sigue campante con la mercancía. Les pregunto que por qué no le dicen nada del robo:
—¡Qué va! Ese Cucho Carlos es un hijueputa. Ese era tombo y trataba muy mal a la gente. ¡Y eso que es del barrio! Siempre le pegaba a alguien de acá. Además está pensionado y gana cuatro millones mensuales. ¡A ese no le hace falta! —dice Julio— ¡Le robaron un marrano al Cucho Carlos! ¡Le robaron un marrano al Cucho Carlos!
Ellos se ríen. Yo también.
***
Como los marranos del Cucho Carlos, en el barrio La Perseverancia los objetos parecen amarrados a un espacio y a un tiempo que no se mueve. En conjunto y a primera vista parece un barrio en el que no pasa nada. Las calles son angostísimas y los postes de luz adornan el cielo con sus cables al aire —de techo en techo y un zapato colgando de vez en cuando—. Los carros se parquean en los dos lados y queda el hueco mínimo para que otro carro pase y siga su camino. Las casas están juntas, en línea, pared a pared, y son como la dentadura abollada de un adolescente: casas más grandes que otras, unas más cuadradas, otras más bien rectangulares, unas con la fachada color amarillo, otras con la fachada raspada, otras con la mitad rojo —mitad naranja, mitad azul— mitad mugre, varias de dos pisos y ninguna de más de cinco. Las casas y las calles están inclinadas y el perro sube con la lengua afuera: son siete minutos de caminata lenta de una punta del barrio a otra. Y hay tiendas, papelerías, panaderías, pollerías y peluquerías. También hay una iglesia —en todo el centro del barrio— y abajo una cancha de fútbol y baloncesto; al lado hay una pista diminuta de patinaje, cuatro árboles, un monumento de Jorge Eliécer Gaitán, un monumento de Jesucristo con las manos extendidas y un monumento de una mazorca de maíz. Hay calles cerradas, calles oscuras, calles sucias y una ventana que deja ver tres plantas balanceándose por la fuerza del viento.
***
—¡Ay! La historia…
Se lamenta Cecilia. Hace una mueca y se toma un trago de cerveza. Está envuelta en mantas de algodón color azul y rojo, con formas de flores, que dejan ver su espalda curva y los pies que cuelgan y se balancean en la silla: tan pequeña. Cecilia debe medir un metro con cincuenta. Tiene el pelo gris con líneas blanquísimas en las puntas y unos pelitos que saltan y se rebelan, como astillas que se despegan del tronco de la madera. Tiene setenta y cinco años, pero parece de dos cientos. Lleva setenta y cinco años viviendo en La Perseverancia: toda una vida. Toma otro trago, lento
—Después de que lo mataron esto se volvió…
No termina la frase. Se calla –esto se volvió mierda. Y repite la historia:
Papá Gaitán iba al barrio y saludaba a todos, y tomaba chicha, comía gallina y jugaba tejo. La gente le daba la mano y él respondía con sonrisas y abrazos. Alrededor lo vitoreaban y en los balcones se alzaban banderas rojas y fotos de él. Él era el pueblo y decía que la economía debía estar al servicio del hombre, que el pueblo era superior a sus dirigentes y que los ricos debían ser menos ricos y los pobres menos pobres. Al barrio La Perseverancia lo llamó El Cinturón Rojo.
Cecilia se persigna y termina con un beso en los dedos; mira al cielo. Toma otro trago de cerveza.
—Esto es tremendo, papi.
El barrio La Perseverancia, desde los años veinte, se convirtió en un fortín político para los movimientos de izquierda y sus líderes en Bogotá. En un salón del barrio sesionaba el sindicato de obreros de Bavaria, también se reunían los socialistas y liberales radicales. Ellos planeaban huelgas, manifestaciones o trazaban el camino –ideas– para un país más equitativo; hablaban de incrementos de salario, estabilidad laboral, tratos dignos, horas mínimas de trabajo y sobre la educación del pueblo; también se quejaban de los godos, los conservadores.
En 1931 se creó la Asociación Mutuaria Centro Perseverancia y el logo consistía en dos manos entrelazadas y una frase abajo: «Unión y trabajo. Pan y tolerancia». El barrio y sus habitantes se identificaron con un carácter político de izquierda. Luis Vidales, el poeta comunista, iba y tomaba chicha de vez en cuando; el político liberal Darío Echandía también. Los líderes políticos y sindicales hacían mitines en la plaza del barrio.
Sin embargo, el que más eco tuvo entre la gente fue el político liberal Jorge Eliécer Gaitán. Tenía sus propias cuadrillas en el barrio —los cuadros rojos—, ellos organizaban cada una de las manifestaciones políticas y convocaban a la gente para salir a las calles. Muchos de los habitantes del barrio estuvieron en la Marcha de las Antorchas, en 1947, y en la Marcha del Silencio, en 1948. Jorge Eliécer Gaitán representaba al barrio que se sabía del pueblo.
Cuando el Chato Gregorio se emborrachaba con cerveza gritaba en las calles empinadas de La Perseverancia: «¡Viva el gran Partido Liberal!».
—Después de que mataron a Gaitán esto se volvió un puteadero —Cecilia se bendice y le manda un beso al cielo, de nuevo—. Ay papi, si usted supiera…
Me da la bendición. Toma un trago y mueve la cabeza de arriba hacia abajo y sonríe; sus labios se encorvan en las encías sin dientes. Sonríe y los ojitos chinos se esconden entre las arrugas que atraviesan la cara. Toma otro trago. En el bar suena un vallenato y después un reguetón y después una ranchera y vuelve el vallenato. Al lado de nosotros están jugando tejo y de vez en cuando explota una mecha. El lugar está lleno de banderas del equipo de fútbol Millonarios y de luces neón azul que dejan ver cómo se mueve el aire tibio, la humedad. Hace calor. Cecilia pide otra cerveza y saca unos billetes arrugados de una bolsa negra que esconde abajo de sus trapos. «No señor. Yo invito». Va a la barra y paga. Vuelve a sonreír. Tiene una verruga debajo de su ceja izquierda.
Cuando a Jorge Eliécer Gaitán lo mataron ella tenía siete años. «¡Mataron al Jefe! ¡Mataron al Jefe!», gritaban en las calles. De repente los hombres salían de las casas con machetes, cuchillos, tuercas y palos para buscar al asesino: «¡Los godos mataron al Jefe! ¡A la carga! ¡A la carga!». Y corrían hacia el centro de la ciudad. Las mujeres se quedaban con sus hijos mientras los otros hacían la ‘revolución’.
—¿Y su mamá se quedó con usted?
—Sí.
—¿Y usted qué hacía?
—Llorar.
Mataron a Papá Gaitán. El barrio se volvió un caldero hirviendo y Bogotá «un puteadero», como dice Cecilia. Miles y miles de personas caminaban con los puños al cielo pidiendo venganza. Se veía el humo de las casas en llamas y un muerto en el piso y otro y otro. La guardia disparaba y los manifestantes devolvían las balas con más balas. El famoso Bogotazo. Empezaron a decir que los godos estaban matando a todos los que tenían corbata roja y que iban a incendiar el barrio La Perseverancia por liberal. Muchas familias –mujeres y niños– subieron a la montaña y se escondieron; armaron cambuche, comían lo que encontraban y escuchaban los cañonazos. Lloraban. Las mujeres esperaban a sus esposos y a sus papás. Unos hombres llegaron al día siguiente, otros a los dos días; llegaban llenos de historias, rabia, sudor, sangre, hollín y mercancía robada. Traían cables de una compañía de bombillos, radios, máquinas de escribir, joyas, botellas de whisky, abrigos de pieles, máquinas de coser, muebles, relojes, salmón, y un sinfín de objetos y productos de las casas de los ricos. Los hombres dejaban los objetos y volvían a ‘la revolución’.
—¡Viva el partido liberal menos los godos! —grita Teresa, orgullosa, seria. Toma otro trago. Las personas del bar la miran.
Teresa se levanta todos los días a las cinco de la mañana para cuidar los carros que parquean al lado del Colegio San Bartolomé, a dos cuadras de su casa. Los conductores le dan una «limosnita» por su servicio: 200 pesos, 500 pesos, a veces 1.000 pesos; con una porción de esa plata va a la cantina y toma siete cervezas. «Quedo mareada y me voy», confiesa. Vuelve a buscar entre su ropa la bolsa negra y cuenta el dinero.
—¡Otras dos! —le dice a la dueña del bar—. Aquí ha habido muertos hasta morir.
Después de tres días de revueltas, el centro de la ciudad estaba casi destruido. Jorge Eliécer Gaitán estaba muerto y las familias del barrio, poco a poco, volvían a sus casas con la mercancía robada. Algunos la enterraron en la montaña, otros hicieron una doble pared en sus casas y todos, en mayor o menor medida, salieron a lucir las nuevas pertenencias. La Perseverancia parecía un bazar persa: las verduleras de la plaza tenían abrigos de pieles, las amas de casa preparaban la comida con los dedos atiborrados de anillos de oro y diamantes, y los obreros —acostumbrados a tomar chicha— se emborrachaban con whisky. Las personas hacían trueques, vendían o simplemente regalaban objetos que les sobraban. Las calles se llenaron de todo tipo de mercancía, hasta entonces ajenas al barrio.
El Perseverazo, así se bautizó la ocasión —la venganza—. «Mataron a papá Gaitán».
A los pocos días los militares llegaron al barrio. Traían sus uniformes, fusiles, camiones y cejas fruncidas. Requisaron todas las casas —una a una— y a todos sus habitantes; los sospechosos —casi todos— eran llevados al calabozo. ¡Manos arriba! Incautaron todo lo que no parecía pertenecer al lugar y a sus pobres: las sillas Luis XVI, las máquinas de coser, los tacones elegantes, las botellas de trago, las alhajas brillantes. Los militares robaron lo que se robaron.
—Esto es tremendo, papi… ¡Yo le tengo un miedo a este hijueputa barrio!
Esta crónica hace parte de un proyecto de libro periodístico sobre el barrio La Perseverancia, desarrollado por el autor desde 2017
Imagen de cabecera: Felipe Restrepo Acosta (CC)