Nam Monzo nunca había querido ser rico. Al menos, no especialmente rico. Sí le habría gustado tener lo suficiente para no invertir salud en sus anhelos, pero a sus 54 años, tres hijas y dos hijos, los deseos materiales le cabían en unas manos llenas de callos y una red de pesca mal zurcida. Monzo había empezado a pescar con su padre, cuando era un chiquillo, y de mayor continuó haciendo lo mismo porque ese era su destino y los destinos, aunque humildes, a veces también se disfrutan. Durante un tiempo, alimentó a su mujer y sus hijos de los peces y crustáceos del Delta del Níger (Nigeria) y la vida casi amagó con ser sencilla. Su vida era una canoa de madera, madrugones diarios y, al atardecer, llevar a los niños a nadar a una poza que se formaba en un recoveco del río. En la otra orilla, a menudo veían monos, ciervos e incluso algún cocodrilo. Todo eso acabó por un golpe de suerte. 

A mediados del siglo XX, ingenieros británicos, holandeses y alemanes se adentraron en las zonas pantanosas del delta. Al principio, los lugareños pensaron que los hombres blancos buscaban aceite de palma, la mayor riqueza del lugar. Pronto descubrieron que no. En 1956, los europeos anunciaron exultantes que debajo de las fértiles tierras del delta se escondían las reservas más importantes de petróleo de África. Nigeria era rica. Aún faltaban cuatro años para que Monzo llegara al mundo y acababan de condenarle.

Durante cinco décadas, la extracción de oro negro generó una riqueza descomunal. La venta de barriles, en los últimos años a un ritmo similar al de Kuwait, engendró en medio siglo un negocio de 600.000 millones de dólares para el gobierno nigeriano y un puñado de compañías petroleras extranjeras, como las estadounidenses Shell, Chevron Texaco o Exxon Mobile, la italiana Agip o la francesa Total. El dinero también trajo codicia, corrupción, violencia, abuso y uno de los peores desastres naturales del mundo causados por el hombre.

[su_vimeo url=»https://vimeo.com/136617997″]

Un informe del Programa para el Medio Ambiente de las Naciones Unidas estimó que se necesitarán entre 25 y 30 años para lavar el delta y el coste ascenderá a mil millones de dólares. Nadie quiere hacerse cargo de la factur

El Delta del Níger era uno de los lugares más maravillosos del planeta. La red de canales que se retuerce entre manglares y serpentea entre un manto de vegetación sirvió de refugio durante siglos a miles de animales, plantas y peces. También a personas. Estas tierras fértiles acogían a más de 40 grupos étnicos y 250 lenguas o dialectos diferentes. Parecía como si la naturaleza se hubiera dejado ir y hubiera explotado en este rincón del mundo: árboles altos, hojas descomunales, agua salvaje y vida incontenible. En varias zonas del delta, hoy sólo queda el cadáver de aquel paraíso. A lo largo de cinco décadas, se han vertido en la naturaleza por corrosión, mantenimiento deficiente de las instalaciones, robo o sabotaje hasta 13 millones de barriles de petróleo. Unos 1,7 millones de toneladas de crudo; el equivalente a sufrir 25 veces el desastre del Prestige, que llenó de chapapote las costas gallegas. Más de 6.800 vertidos que nadie se ha molestado en limpiar. Un informe del Programa para el Medio Ambiente de las Naciones Unidas (PNUMA) estimó que se necesitarán entre 25 y 30 años para lavar el delta y el coste ascenderá a mil millones de dólares. Nadie quiere hacerse cargo de la factura.

Di por casualidad con Monzo en una isla cerca de Bodo, una pequeña aldea en el este de Nigeria, porque vi las redes desde nuestra barca. Junto a él, dos chicos jóvenes reparaban unas largas redes blancas que colgaban de los árboles y que parecían telarañas gigantes. Detrás de ellos, otro hombre —Baribo Saathi, sabríamos después, también cincuentón como Monzo—, remendaba otra red mientras escuchaba un pequeño transistor. Paramos el motor de la embarcación y giramos hacia la orilla. El aire olía a gasolina. La punta de la barca se clavó en la arena como una cuchara en una mousse de chocolate. La tierra era una pasta de color negro que se pegaba a la piel y picaba. Cuando Monzo vio mis esfuerzos para sacarme ese veneno de entre los dedos de los pies desnudos, me regaló un consejo.

—Te acostumbras, después de los años la piel se endurece y te deja de molestar.

Baribo se giró levemente de su silla, nos miró y regresó a su faena.

Me extrañó ver a unos pescadores allí. Durante dos horas de trayecto por el Delta, sólo habíamos visto desolación. Kilómetros de manglares muertos, orillas llenas de chapapote y en el río los típicos arco iris que se forman cuando el crudo se mezcla con el agua. El silencio en un lugar que debería haber estado a reventar de vida salvaje era desolador. ¿Quién podía pescar en un sitio así? ¿Había peces aún?

Monzo me quitó las dudas.

—Después de los grandes vertidos de 2008 y 2009, la pesca aquí se acabó. Desaparecieron todos los peces. Ahora debemos ir hasta la desembocadura, a mar abierto, para pescar algo y regresar. A veces dedicas dos días para volver con 400 nairas (2 euros) para cada uno—, dijo.

No era la primera vez en aquellos días que alguien nos recordaba el desastre de finales de 2008. Referirse a aquella fecha era mentar al demonio. Saint Emmah, jefe de los ogoni, una de las etnias más afectadas por los vertidos, nos había llevado el día antes a una abertura del río muy ancha donde había tanto crudo en el agua que ni siquiera las barcas flotaban. Todas descansaban ladeadas sobre montañas de lodo negro y los vecinos tenían que hundirse hasta las rodillas para empujar las barcas hacia las zonas donde había corriente y podían navegar. Saint Emmah no había podido contener las lágrimas al recordar el desastre. «Todo quedó destruido. Entre 2008 y 2009, se produjo una fuga de 4000 barriles de petróleo en nuestra tierra, ¡por día! Reportamos el problema a Shell y ellos se negaron a venir hasta 72 días después. Antes de que llegaran, los bienes de esta comunidad, las mareas y la costa, estaban completamente destruidos.»

En la isla, Monzo se refirió también al vertido de 2009. Aquel desastre había vaciado las aldeas. Muchos habían decidido marcharse porque su modo de vida había sido destruido. Durante varios días habíamos visto aldeas semi vacías, escuelas y canoas abandonadas e incluso una granja de pollos derruida.

—Esto es un desastre, todo está contaminado. ¿Por qué no os habéis marchado?— le pregunté estúpidamente, como si huir de la injusticia fuera cuestión de sacar un bono de autobús del bolsillo.

—El hambre me mantiene aquí. Por eso me quedo— respondió.

El 60% de los lugares analizados estaban tan contaminados que no eran seguros para la vida humana. En algunos pozos, encontraron sustancias cancerígenas como el benceno a un nivel 900 veces superior al límite recomendado por la OMS

Desde la distancia, Baribo, que tenía el torso de un toro y el rostro de un bibliotecario jubilado, se me había quedado mirando por encima de unas gafas finas.

—¿Para ir a dónde?—, me inquirió.

—Vivimos aquí porque no hay ningún otro sitio para nosotros.

Baribo tenía seis hijos y, más que por él, ardía de rabia por cada uno de ellos. El rechazo del gobierno y de las compañías petroleras a aceptar su responsabilidad en la contaminación del Delta les había dejado sin futuro. En un informe de 2014, Amnistía Internacional acusó de juego sucio a Shell, que extrae un millón de barriles diarios del Delta, casi un 40% de la producción total de Nigeria. Según la organización de los derechos humanos, Shell manipuló sus investigaciones sobre las causas de los vertidos y los técnicos enviados a la zona regresaron con unos resultados sospechosamente favorables: según su versión, la gran mayoría (el 76%) de los vertidos eran causados por el sabotaje, robo o refinado ilegal. Al negar que el abandono o el deficiente mantenimiento de las instalaciones estaba detrás de los derrames contaminantes, la empresa esquivaba su responsabilidad civil y las indemnizaciones millonarias a las comunidades afectadas. El gobierno nigeriano, cuyo sector del petróleo es uno de los más corruptos del mundo, le seguía el juego a las empresas. Alegaba que las agencias reguladoras nigerianas no tenían recursos para controlar las causas de los vertidos, y permitía que las investigaciones de Shell se citaran como pruebas en las demandas judiciales para determinar la responsabilidad de la empresa. «En lugar de estar en el banquillo de los acusados cuando hay un vertido —denunciaba Amnistía Internacional— Shell consigue actuar como juez y jurado. Son las comunidades las que sufren la cadena perpetua.» La defensa de las compañías petroleras es el hermetismo: ninguna compañía contactada para este reportaje quiso dar su versión sobre su responsabilidad en la situación en el Delta del Níger.

Baribo daba la espalda a un pozo de agua turbia donde habría dado reparo meter los pies. De allí bebían. Y de ahí morían. Cuando le pregunté si el agua era potable, Baribo lanzó un cubo amarillo atado a una cuerda al fondo del pozo y luego bebió aquel líquido a largos sorbos.

  —Esto es lo que bebemos, sí— zanjó.

En su investigación en la región, los expertos de la PNUMA concluyeron que el 60% de los lugares analizados estaban tan contaminados que no eran seguros para la vida humana. En algunos pozos, encontraron sustancias cancerígenas como el benceno a un nivel 900 veces superior al límite recomendado por la Organización Mundial de la salud. El desastre del Delta del Níger, y el abuso, no son sólo un drama medioambiental, son asesinatos a cámara lenta: en la región ogoni, la esperanza de vida ha caído en 50 años, de 70 años a 41 años. Según el Nigerian Medical Journal, la capacidad de obtener alimentos de las comunidades locales ha descendido un 60% debido a la contaminación y a la destrucción de sus modos de vida tradicionales. Como consecuencia, los índices de malnutrición infantil han aumentado un 24%.

Cuando le pregunté su opinión sobre las compañías, Baribo respondió lacónico.

—Yo no sé nada, lo dejo en manos de Dios

Después de un rato de charla, cuando le volví a pinchar, se abrió un poco más.

—Si me preguntas mi opinión, creo que las compañías deberían compensar a la gente o tomar sus cosas y marcharse de aquí; dejarnos continuar nuestra vida.

Pero fue cuando le pregunté por sus hijos cuando explotó.

—¿Te gustaría que fueran pescadores?

—¿Cómo van a serlo? No hay peces. Ya no se puede pescar en el río. Como no hay buenas escuelas, sólo Dios puede darme una solución.

—¿Y si Dios no te la da?

—Pues se morirán.

Y soltó la carcajada más triste del mundo.


IMÁGENES DE ÁLVARO BARRANTES Y RODRIGO HERNÁNDE

UNA PRODUCCIÓN DE ALTAIRMAGAZINE.COM CON MUZUNGU