LiteNatura es la serie de artículos de Gabi Martínez en Altaïr Magazine. Un espacio abierto a textos literarios que cedan el protagonismo al territorio y la naturaleza.


—No te engañes: investigas a un adorador de asesinos en serie—, dijo el pinzón posado sobre una gran roca en un despejado campo de Essex, el delicioso condado al este de Londres.

Yo le había preguntado por J.A. Baker, un natural de la zona que había escrito El peregrino basándose en el seguimiento a halcones de la región. A Baker le entusiasmaban los peregrinos y por eso, cuando los especialistas advirtieron que la contaminación por agroquímicos los había situado en peligro de extinción, el de Chelmsford —capital de Essex— emprendió un estudio sistemático de aquellos pájaros. Invirtió diez años, de 1955 a 1965. Después de cinco versiones, publicó una obra que radiografía el comportamiento cotidiano de los halcones con un virtuosismo, exactitud y sentimiento sin parangón, aún hoy.

Puede que los halcones hubieran agradecido el homenaje, pero los pinzones, los somormujos, las palomas torcaces, zarapitos y compañía estaban dando esquinazo a mis preguntas porque les incomodaba hablar sobre un tipo que de algún modo había contribuido a que los halcones siguieran liquidando a su parentela entre, encima, halagos humanos. Hasta que encontré al pinzón.

Después de cinco versiones, publicó una obra que radiografía el comportamiento cotidiano de los halcones con un virtuosismo, exactitud y sentimiento sin parangón

—Ese tío —se refería a Baker— era un notario de fiambres. ¿Me permites?

Le tendí el libro que transportaba colgado al cuello, una reciente edición de Sigilo, y con las patitas fue pasando páginas hasta una donde dijo:

—Lee.

«Encontré los restos de un gran somormujo blanco —empezaba el fragmento—. Había sido un ave muy pesada, tal vez de un kilo trescientos, y el cazador debía haberle caído encima desde una altura considerable. Ahora pesaba menos de medio kilo. El esternón y las costillas estaban lisos. También se habían limpiado al máximo las vértebras y el largo cuello. Cabeza, alas y estómago habían quedado intactos. Los órganos expuestos, todavía calientes, exhalaban un leve vaho al aire glacial».

—El libro está lleno de párrafos como éste —dijo el pinzón—. Y no solo habla directamente de «carnicerías» sino que se recrea en los cadáveres. En la forma que tiene el halcón de cazar a sus presas. En cómo las espera, las ataca, las mata… uf… no… es que… no… no puedo hablar de esto.

Recordé un párrafo en el que el peregrino finiquitaba a un pinzón.

—Lo entiendo —respondí— pero algo tendrá que comer. Es natural.

—Natural, vale. Pero, ¿a qué viene recrearse?

Yo no creía que Baker se hubiera recreado, simplemente describía con detalle. Es cierto que dedicaba buena parte del libro a narrar acechos, capturas, y que, sobre todo al principio, parecía reducir la vida del pájaro a esos instantes sangrientos, combinados mínimamente con la belleza de algún vuelo, y abundando en la atmósfera de terror que provocaba su presencia. Es cierto que durante muchas páginas iniciales, el halcón aparecía como poco más que un hermoso matador, pero mi impresión era que, en ese primer tramo, Baker había pretendido comunicar la salvaje normalidad de la centella alada. Pensé decírselo al pinzón pero no quería hurgar en su trauma así que pregunté:

—¿Todavía quedan halcones por aquí?

—Claro. Si no, probablemente yo no guardaría tanto rencor contra Baker. Creo que, a su manera, contribuyó a mantenerlos.

Durante muchas páginas iniciales, el halcón aparecía como poco más que un hermoso matador, pero mi impresión era que, en ese primer tramo, Baker había pretendido comunicar la salvaje normalidad de la centella alada

El peregrino fue considerado al instante una obra maestra de la nature writing. Se tradujo a varias lenguas. El mito del halcón se alimentó aún más, al menos lo suficiente para que la especie sobreviviera en Essex. Aunque aquella mañana yo aún no había visto ninguno. A lo lejos divisé una pareja de ciclistas recorriendo una larga línea recta de prados.

—¿Me acompañas a dar una vuelta?—, propuse al pinzón.

Titubeó ante la propuesta. Brillaba el sol y hacía un viento frío, ideal para el vuelo del peregrino.

—Súbete a mi lomo —le invité—. Conmigo estarás seguro.

El pinzón movió rápido la cabeza. Miró al cielo. Tras un salto y tres alateos, lo sentí aterrizar en mi pelo, sobre el que abrió el libro de Baker. Empecé a caminar hacia un estanque de patos que podría resultar apetecible a cualquier halcón, si bien ellos suelen preferir ejercitar su poderío con aves en pleno vuelo, se divierten más.

—¿Cómo te llamas?—, pregunté al pinzón.

—Llámame Smith. No quiero que se corra la voz y luego venga uno de esos matones preguntando por mí.

—O sea que no te llamas Smith.

—No. Smith es como López en tu tierra, un apellido vulgar.

—Yo me llamo Lobo López.

—Mira, qué casualidad.

Pinzón Smith pasó una página de El peregrino y aceptó que le gustaba el tramo en el que Baker habla de la efervescencia de pájaros en el cielo como el espejo del halcón que no está. La mañana ofrecía uno de esos pletóricos momentos sin halcón, con un sinfín de aves revoloteando, persiguiéndose entre ellas, desfilando en pequeñas formaciones… La sobria campiña desprendía el bucolismo postalero digno de los cuadros de Constable, el pintor que más inmortalizó aquellas tierras que incluían el bosque de Epping, por donde han paseado unos cuantos reyes ingleses.

—Hay que reconocer —dijo Pinzón Smith— que Baker tiene el mérito literario del obseso total. Llegó a frases solo posibles en un pirado. La leyenda comenta que no ha habido nadie que pasara tantas horas mirando al cielo como él.

Sin duda, Baker fue un estupendo analista de cielos. Hubiera sido un insuperable terapeuta de halcones. Hay que ver cómo desgrana los comportamientos de ese animal, cómo discierne sus dudas, apetitos, furias. Cómo, a la vez, entiende su adaptación al clima, las corrientes. Hasta detectar que el halcón también lo está observando a él, e incluso lo utiliza como cebo:

«Debía de haber estado siguiéndome para que le echara al aire una presa. Todos los ataques que lanzó hoy fueron lentos e imprecisos. Tal vez, más que tener hambre de veras, estuviera forzado por la costumbre a practicar el rito de la caza y la muerte».

Baker hubiera sido un insuperable terapeuta de halcones

Recordé el pasaje cuando el cielo se agitó sobre nuestras cabezas y, enseguida, detectamos la pequeña figura arqueada de un pájaro de vuelo eléctrico. Ahí estaba, al fin. ¿Nos seguía? Noté cómo Pinzón Smith daba varios saltitos nerviosos sobre mi lomo, el libro estuvo a punto de caer al suelo.

—Tranquilo —dije—. Vas conmigo.

—¿No bajará?

—Es muy rápido pero sabe lo que le conviene.

Avanzamos entre la hierba de la Bretaña más seca, empalidecida por las pujantes temperaturas de los últimos años, rumbo a las lejanas marismas donde volaban gaviotas aún ajenas a la amenaza del halcón. Pinzón Smith daba saltitos, al principio de inquietud y luego de excitación radiante porque era la primera vez que observaba al matador a cielo abierto sin tener que atolondrarse buscando vías de huida.

—¡Es la hostia!—, exclamó.

Después de unos quince minutos durante los que el halcón siempre permaneció a la vista, Smith, sintiéndose relajado, confesó que se había leído el libro varias veces, sobre todo para aprender el repertorio de ataques que podía realizar un halcón. Y asumía que, a partir de cierto momento, la narración parecía haber…

De pronto, el peregino que nos sobrevolaba se abalanzó contra una estrella de pájaros reventándola por el centro, tal y como había descrito Baker tantas veces. La misma belleza, idéntico escalofrío. En vivo. Ahora, de sus garras pendía una sombra inerte que se bamboleaba suave surcando el azul. Pinzón Smith sacudió la cabecita en plan «no hay nada que hacer», y dijo:

—Baker tendría que haber titulado a su libro Formas de ejecutar. Ese bicho no sabe hacer otra cosa.

—Sabes que no es verdad—, respondí.

Como deducía que Smith no iba a acabar la disertación que había arrancado segundos antes, la continué yo aseverando que sí, que a partir de cierto momento Baker había dejado de encadenar descripciones de ataques, o los integró al texto de otro modo, pasando a ofrecer mucho más que violencia, miedo, sangre, procurando impresiones tan duras o delicadas como el aire o las hojas pudieran serlo, anclándose a algo profundísimamente natural que él conseguía convertir en, transmitir con, palabras. A medio libro, Baker se elevaba como si hubiera aguzado sus sentidos hasta fundirse con la sensibilidad del halcón, y el asombro surgía al ver cómo transformaba ese conocimiento en frases deslumbrantes de tan simples y conmovedoras.

Baker se elevaba como si hubiera aguzado sus sentidos hasta fundirse con la sensibilidad del halcón, y el asombro surgía al ver cómo transformaba ese conocimiento en frases deslumbrantes de tan simples y conmovedoras

«La fuerza y la belleza de la prosa de Baker no tienen precedentes —dijo el exótico director de cine Werner Herzog sobre El peregrino—. Hay un éxtasis, una suerte de delirio amoroso por lo que se observa».

—¿Estás de acuerdo?—, pregunté.

—No seré yo quien ayude a blanquear al verdugo—, replicó Smith.

Entendía su rencor pero sentí que el pinzón obviaba las necesidades del rapaz, a la vez que los increíbles logros de un Baker capaz de mostrar su alma: «Aunque eludo a los humanos, ahora que ha llegado la nieve es difícil esconderse»; y de una creatividad única: «Daba la impresión de estar ya a dinastías de mí». Pero, sobre todo, lamenté que Pinzón Smith no apreciara la lucidez y la cotidianeidad con las que se habla de la muerte en el conjunto de la obra: «No ha cambiado nada, aunque hay una menos», dice el autor tras asistir al fin de un ánade. Un Baker que, sobre todo, trata de ser justo y culpa a quien tiene que culpar por matar, éstos sí, caprichosamente: «Los asesinos somos nosotros —se refiere a los humanos—. Hedemos a muerte. La llevamos encima. Se nos pega como escarcha. No nos la podemos arrancar».

—Miente todo el rato—, dijo Smith. Después de muchos kilómetros, estábamos llegando a la costa. Oí un ladrido de focas—.

Es imposible que una persona escuche el chasquido de los huesos de los animales que mueren en el aire, ni podría percibir el rumor de las alas, ni distinguir los matices de los colores de las plumas en pleno vuelo. Ese tío se obsesionó hasta pensar que veía y oía y percibía mucho más de lo que podía cualquier humano. Se creyó un animal pero solo fue un zumbado igual de morboso que los halcones que le fascinaban. No me habría extrañado que enterrara cadáveres en el jardín.

Podía haberle respondido que los sentidos, cuando se educan al margen de prejuicios y resentimientos, pueden ofrecernos regalos impensados, pero Smith no estaba por la labor y continué un buen rato sintiendo sus patitas sobre el lomo hasta que, cansado de mi repentino silencio y ya sin halcones a la vista, se marchó.

Lobo López


Imagen de cabecera, CC Biodiversity Heritage Library