Alma Guillermoprieto —a mi entender la más alta y luminosa estrella en el universo del periodismo— volvió a El Salvador en 2011, después de treinta años de no haber puesto un pie en el país en el que inició su vida como reportera. 

En 1981, Alma vio con sus propios ojos el escenario que resumió todos los espantos de la guerra civil en mí país: la masacre en el caserío El Mozote, donde los cuerpos especiales del ejército lanzaron niños al aire y los atraparon luego con el filo de las bayonetas, o los hicieron explotar en masa, encerrándolos en una iglesia y arrojándoles granadas para ahorrarse el hastío de tener que matarlos uno a uno; donde separaron a las mujeres para violarlas y hacerles maldades abominables. Durante tres días con sus noches, los soldados mataron laboriosamente a mil campesinos indefensos, inventándose abyecciones sin límite. Alma vio, días después, el escenario sin aliento que quedó luego de la barbarie y se lo contó al mundo en las páginas de The Washington Post. Y nada pasó. La máquina de matar no se detuvo, la guerra siguió su curso y la generación de mis padres se mató, se desapareció y se torturó con fruición durante una década más.

Soy de alguna manera hijo de las escenas que aparecen en los relatos de Alma y, desde que se me fue dado el privilegio de llamarme periodista, me he dedicado a dar cuenta de las herencias más pertinaces que le quedaron a Centroamérica luego de aquella década en llamas: su pobreza endémica, su adicción a la violencia y su deseo enfermizo de llevar al poder a flautistas charlatanes que nos roban y nos reprimen.  

Acompañé al éxodo masivo de centroamericanos durante poco más de un mes. Se llaman a sí mismos «caravana», y a mí me gusta el sentido de viajero antiguo que esa palabra entraña. Los he visto imparables, como el mar, arrasar el portón amarillo de la aduana guatemalteca. Los vi saltar desde un puente hacia un río poco profundo, para burlarse de la frontera Mexicana. Los vi, hermosos, cantando en coro el himno del país que los expulsó, para darle ánimos a aquellos que no se atrevieron a saltar al río. Me preguntaron en Chiapas, apenas poniendo un pie en territorio mexicano, «cuántos días» faltaban para llegar a Estados Unidos.

Sus pies desollados, sus bebés enfermos, el siniestro calor del sur y el desconocido frío del norte. Carreteras infinitas, el hambre perseverante, como un buitre. El deseo de comunicarse con los suyos, de sentirse en un allá cada día más nebuloso. Los diálogos íntimos, nocturnos, dibujando, borrando y dibujando de nuevo la imaginación de su futuro. 

Insisto en que hay algo rotundo en el acto de comenzar a caminar, de poner un pie delante del otro, hasta salirse del país que lo vio nacer a uno. Hay una renuncia radical, una declaración incontrovertible. Y yo quisiera pensar que también —de una forma menos obvia, agazapada y tímida, en el fondo del espanto del que huyen— hay un acto de esperanza, y que es cuestión de estar atento para conseguir verlo. 

Pero no es tan fácil. 

Por ejemplo: a Mirna Contreras su madre la regaló cuando solo tenía dos meses de nacida. Era una boca más en medio de la pobreza absoluta. Así que se crio con una familia que la humilló y la atormentó durante toda su infancia y le enseñó a verse a sí misma como una basura solitaria. A sus catorce años, la vendieron a una mujer, que a su vez la vendió a un hombre mayor. Durante once años fue esclava de este señor, que la usó sexualmente y la obligó a fabricar ladrillos de barro cada día. Mirna tuvo dos hijos, que a pesar de todo fueron para ella un bálsamo, unos recipientes en los que ensayar el verbo amar. Un día aquel hombre estuvo a punto de matarla a golpes y ella escapó con sus hijos, pero él le dio alcance y se los arrebató. Le advirtió que la mataría si volvía a verla. Ahora está en Tijuana, atrapada como los otros ocho mil que huyen de sus propios miedos. Cada noche a Mirna le visita la pesadilla de sus niños haciendo ladrillos de barro sin parar.

Ernesto tenía dos hijas pequeñas y una en camino. Tenía también un problema con su jefe. Trabajaba en Guatemala para un agiotista: un tipo que le presta dinero a los miserables que no son sujeto de crédito bancario y les cobra un interés caníbal. Ernesto tenía que colocar el dinero de su jefe en las manos de necesitados y cobrarles el interés a diario. Un día prestó ocho mil quetzales —más de mil dólares— a un cliente que desapareció sin dejar rastro, así que el jefe y sus matones le obligaron a trabajar gratis para ellos, en un bucle sin fin, en el que la deuda jamás disminuía. Quedó en la quiebra más absoluta: aunque trabajaba a diario, su familia se moría de hambre y no hacía más que acumular deudas. Su jefe le advirtió que si se le ocurría irse del país, le «cobraría» a los suyos. Así que escapó con toda su familia. Cuando su hija menor abandonó Guatemala, apenas tenía diecinueve días de nacida. Los vi llegar a Tijuana a bordo de un furgón que transportaba ataúdes, con la única certeza de que para ellos su país se ha terminado. 

Un hombre, cuyo nombre no puedo escribir, tiene un pie retorcido y renqueó desde Santa Ana, El Salvador, hasta el norte de México. Es la única persona que he conocido con moretes en las palmas de las manos, a consecuencia de arrastrarse, apoyado en sus muletas durante kilómetros cruentos. Siendo un niño de trece años tomó una decisión de la que no se puede escapar. De aquellos años conserva una enorme M tatuada en el brazo derecho y una S en el izquierdo. Intentó abandonar la Mara Salvatrucha y convertirse en nadie. Soñó con ser un carpintero y vivir sus días entre el olor de la madera. Pero la pandilla no sabe perdonar y a donde iba lo perseguía su decisión adolescente. Así que disfrazado de multitud, se unió a la caravana de desahuciados y fue a dar con sus muletas y su pie retorcido a la línea que divide a América Latina de Estados Unidos.

Treinta años después de haberse llenado los ojos de aquella materia atroz, Alma Guillermoprieto volvió a El Salvador y comprobó que aquel país ya no estaba en guerra, o al menos no una guerra formal, y creyó ver en el aleteo de un grupo de estudiantes muy jóvenes eso que yo buscaba en aquella multitud: creyó ver la esperanza y dijo que se consoló pensando «que la vida es más fuerte que nuestra capacidad de matar». 

La caravana ha quedado atrapada en un limbo en la ciudad fronteriza de Tijuana, México. Ante ella se yergue un muro de fría lata oxidada, y tras él un país que la desprecia. Mientras pasan los días, se forma un campo de refugiados donde las opciones para imaginarse el futuro son bienes escasos, como el agua, la comida y el abrigo. Sin embargo, aunque estos caminantes parezcan siempre arrastrados por fuerzas que los dejan atónitos e indefensos; aunque parezcan siempre estar entre paredes y espadas tremendas, también es cierto que el primer paso que los sacó de sus patrias —ese motor terco, esa decisión salvaje, esa acción primitiva— está motivada por algo que les es profundamente suyo: la decisión mínima y total de seguir viviendo. De imaginarse un futuro en el que ellos estén.   

Y en medio de todo, cada tarde, Mirna, la hondureña, canta rancheras desde un parlante que es su única propiedad en el mundo. Durante unas horas es una celebridad, y recibe aplausos y se forman círculos a su alrededor que le piden alegría y le dan monedas para que no pare. 

Tal vez, creo, hay un atisbo de futuro en la acción de alegrar a otros, o en el mero hecho de permanecer vivos. Tal vez no, tal vez solo es un espejismo y la realidad es solo siniestra. Tal vez debo entrenar los ojos, como Alma Guillermoprieto, para convencerme de que la vida es más fuerte, más difícil de erradicar. 

O quizá sólo soy un periodista que no ha entendido todavía que a las cosas no hay que buscarles sentido, que a este oficio no tiene caso intentar encontrarle un efecto práctico, una consecuencia benévola. Que mi trabajo es ver y contar, sin esperar más. 

Pero a mí me gustaba regresar cada tarde al refugio y ver a Mirna cantar, a la espera de que algo pase volando, algo sutil, algo que le cambiara el color a mi libreta gris.