«Realidad y realismo mágico» es un homenaje a Colombia, a sus gentes y al escritor que mejor ha sabido narrar la esencia de este pueblo: Gabriel García Márquez.
Un viaje fotográfico que casualmente se inicia con la muerte del novelista colombiano, el 17 de abril de 2014, y que, a partir de ese momento, no puede desviarse del concepto antropocéntrico que —inevitablemente— aúna las imágenes capturadas con la obra literaria de Gabo.
Los personajes que pueblan sus libros son los mismos que encontramos en las calles de este país tan hermoso y contradictorio. De ahí el doble título de la serie: «Realidad» por la contemporaneidad que se respira en la Colombia actual, que aún puede verse reflejada en las letras del escritor, quién nos habló de estos lugares de forma atemporal y mágica. «Realismo mágico» —como se denomina al género literario del que él fue partícipe— porque la realidad de las calles colombianas sigue inspirando la fantasía del cuento, percibido como normal por parte de los personajes. La fusión entre las imágenes y las dieciocho novelas más representativas del escritor ayuda al lector a detenerse frente a este juego entre lo presente y lo pasado.
La memoria latinoamericana, la búsqueda de la identidad y la sensibilidad son los temas centrales de la obra. Historias íntimas que el fotógrafo ha vivido en primera persona, respirando su atmósfera, tratando de capturar el latir colombiano a través del retrato de sus gentes.
Entre ironía, drama, aceptación y esperanza se mueve esta obra fotográfica, donde los personajes y los lugares retratados nos abren las puertas de lo más profundo de su ser. Colombia es aún una tierra repleta de dramas; un fuerte conflicto armado ha fragmentado el país durante más de cincuenta años. Pero siempre sabe hacer emerger su humildad y su fuerza.
100 AÑOS DE SOLEDAD
Ahí viene —alcanzó a explicar— un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo.
En ese momento la población fue estremecida por un silbato de resonancias pavorosas y una descomunal respiración acezante.
Las semanas precedentes se había visto a las cuadrillas que tendieron durmientes y rieles, y nadie les prestó atención porque pensaron que era un nuevo artificio de los gitanos que volvían con su centenario y desprestigiado dale que dale de pitos y sonajas pregonando las excelencias de quién iba a saber qué pendejo mejunje de jarapellinosos genios jerosolimitanos. Pero cuando se restablecieron del desconcierto de los silbatazos y resoplidos, todos los habitantes se echaron a la calle y vieron a Aureliano Triste saludando con la mano desde la locomotora, y vieron hechizados el tren adornado de flores que por primera vez llegaba con ocho meses de retraso. El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo.
CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
Yo lo vi en su memoria. Había cumplido 21 años la última semana de enero, y era esbelto y pálido, y tenía los párpados árabes y los cabellos rizados de su padre. Era el hijo único de un matrimonio de conveniencia que no tuvo un solo instante de felicidad, pero él parecía feliz con su padre hasta que éste murió de repente, tres años antes, y siguió pareciéndolo con la madre solitaria hasta el lunes de su muerte. De ella heredó el instinto. De su padre aprendió desde muy niño el dominio de las armas de fuego, el amor por los caballos y la maestranza de las aves de presa altas, pero de él aprendió también las buenas artes del valor y la prudencia. Hablaban en árabe entre ellos, pero no delante de Plácida Linero para que no se sintiera excluida. Nunca se les vio armados en el pueblo, y la única vez que trajeron sus halcones amaestrados fue para hacer una demostración de altanería en un bazar de caridad. La muerte de su padre lo había forzado a abandonar los estudios al término de la escuela secundaria, para hacerse cargo de la hacienda familiar. Por sus méritos propios, Santiago Nasar era alegre y pacifico, y de corazón fácil.
El día que lo iban a matar, su madre creyó que él se había equivocado de fecha cuando lo vio vestido de blanco, me dijo. Pero él le explicó que se había vestido de pontifical por si tenía ocasión de besarle el anillo al obispo. Ella no dio ninguna muestra de interés.
—Ni siquiera se bajará del buque —le dijo—. Echará una bendición de compromiso, como siempre, y se irá por donde vino. Odia a este pueblo.
Santiago Nasar sabía que era cierto, pero los fastos de la iglesia le causaban una fascinación irresistible, me había dicho alguna vez. A su madre, en cambio, lo único que le interesaba de la llegada del obispo era que el hijo no se fuera a mojar en la lluvia, pues lo había oído estornudar mientras dormía. Le aconsejó que llevara un paraguas, pero él le hizo un signo de adiós con la mano y salió del cuarto. Fue la última vez que lo vio.
DEL AMOR Y OTROS DEMONIOS
Abrenuncio no dulcificó el mínimo detalle de la rabia. «Los primeros insultos son más graves y rápidos cuanto más profundo sea el mordisco y cuanto más cercano al cerebro», dijo. Recordó el caso de un pariente suyo que murió al cabo de cinco años, pero quedó la duda de si no habría sufrido un contagio posterior que pasó inadvertido. La cicatrización rápida no quería decir nada: al cabo de un tiempo imprevisible la cicatriz podía hincharse, abrirse de nuevo y supurar. La agonía llegaba a ser tan espantosa que era mejor la muerte. Lo único lícito que podía hacerse entonces era apelar al hospital del Amor de Dios, donde tenían senegaleses diestros en el manejo de herejes y energúmenos enfurecidos. De no ser así, el marqués en persona tendría que asumir la condena de mantener a la niña encadenada en la cama hasta morir.
«En la ya larga historia de la humanidad», concluyó, «ningún hidrofóbico ha vivido para contarlo»
El marqués decidió que no habría una cruz por pesada que fuera que no estuviera resuelto a cargar. De modo que la niña moriría en su casa. El médico lo premió con una mirada que más parecía de lástima que de respeto.
«No podía esperarse menos grandeza de su parte, señor», le dijo. «Y no dudo de que su alma tendrá el temple para soportarlo».
Insistió una vez más en que el pronóstico no era alarmante. La herida estaba lejos del área de mayor riesgo y nadie recordaba que hubiera sangrado. Lo más probable era que Sierva María no contrajera la rabia.
«¿Y mientras tanto?», preguntó el marqués.
«Mientras tanto», dijo Abrenuncio, «tóquenle música, llenen la casa de flores, hagan cantar los pájaros, llévenla a ver los atardeceres en el mar, denle todo lo que pueda hacerla feliz. Se despidió con un voleo del sombrero en el aire y la sentencia latina de rigor. Pero esta vez la tradujo en honor al marqués: «No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad».
ME ALQUILO PARA SOÑAR (DOCE CUENTOS PEREGRINOS)
—Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré —le dije—. Por si acaso.
A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.
—Soñé con esa mujer que sueña —dijo.
Matilde quiso que le contara el sueño.
—Soñé que ella estaba soñando conmigo —dijo él.
—Eso es de Borges —le dije.
Él me miró desencantado.
—¿Ya está escrito?
—Si no está escrito lo va a escribir alguna vez —le dije—. Será uno de sus laberintos.
Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.
—Soñé con el poeta —nos dijo.
Asombrado, le pedí que me contara el sueño.
—Soñé que él estaba soñando conmigo —dijo, y mi cara de asombro la confundió—. ¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
No volvió a dormir una noche completa en las dos semanas siguientes. Se preguntaba desesperado dónde estaría Fermina Daza sin él, qué estaría pensando, qué iba a hacer en los años que le quedaban por vivir con la carga de espanto que le había dejado en las manos. Sufrió una crisis de estreñimiento que le aventó en vientre como un tambor, y tuvo que recurrir a paliativos menos complacientes que las lavativas. Sus dolencias de viejo, que él soportaba mejor que sus contemporáneos porque las conocía desde joven, lo acometieron todas al mismo tiempo. El miércoles apareció por la oficina después de una semana de faltas, y Leona Cassiani se asustó de verlo en semejante estado de palidez y desidia. Pero él la tranquilizó: era otra vez el insomnio, como siempre, y se volvió a morder la lengua para que no se le saliera la verdad por las tantas goteras que tenía en el corazón. La lluvia no le dio una tregua de sol para pensar. Pasó otra semana irreal, sin poder concentrarse en nada, comiendo mal y durmiendo peor, tratando de percibir señales cifradas que le indicaran el camino de la salvación. Pero desde el viernes lo invadió una palidez sin motivos que interpretó como un anuncio de que nada nuevo iba a suceder, que todo cuanto había hecho en la vida había sido inútil y no tenía cómo seguir: era el final.
El lunes, sin embargo, al llegar a su casa de la Calle de las Ventanas, tropezó con una carta que flotaba en el agua empozada dentro del zaguán, y reconoció de inmediato en el sobre mojado la caligrafía imperiosa que tantos cambios de la vida no habían logrado cambiar, y hasta creyó percibir el perfume nocturno de las gardenias marchitas, porque ya el corazón se lo había dicho todo desde el primer espanto: era la carta que había esperado, sin un instante de sosiego, durante más de medio siglo.
EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA
Trató de explicar algo pero lo venció el sueño. Ella siguió hablando sordamente hasta cuando se dio cuenta de que su esposo dormía. Entonces salió del mosquitero y se paseó por la sala en tinieblas. Allí siguió hablando. El coronel la llamó en la madrugada. Ella apareció en la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la lámpara casi extinguida. La apagó antes de entrar al mosquitero. Pero siguió hablando.
—Vamos a hacer una cosa —la interrumpió el coronel.
—Lo único que se puede hacer es vender el gallo —dijo la mujer.
—También se puede vender el reloj.
—No lo compran.
—Mañana trataré de que Álvaro me dé los cuarenta pesos.
—No te los da.
—Entonces se vende el cuadro.
Cuando la mujer volvió a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel percibió su respiración impregnada de hierbas medicinales.
—No lo compran —dijo.
—Ya veremos —dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteración en la voz—. Ahora duérmete, si mañana no se puede vender nada, se pensará en otra cosa.
Trató de tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de una substancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un significado diferente. Pero un instante después se sintió sacudido por el hombro.
—Contéstame.
El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez.
—Qué se puede hacer si no se puede vender nada —repitió la mujer.
—Entonces ya será veinte de enero —dijo el coronel, perfectamente consciente—. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.
—Si el gallo gana —dijo la mujer—. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo pueda perder.
—Es un gallo que no puede perder.
—Pero supónte que pierda.
—Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso —dijo el coronel.
La mujer se desesperó.
«Y mientras tanto qué comemos», preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo sacudió con energía.
—Dime, qué comemos.
El coronel necesitó sesenta y cinco años —los sesenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:
—Mierda.
EL GENERAL EN SU LABERINTO
«¿Te acuerdas de ese vals?»
Silbó varios compases para revivir la música en la memoria del mayordomo, pero éste no lo identificó. «Fue el vals más tocado la noche que llegamos a Lima desde Chuquisaca», dijo el general. José Palacios no lo recordaba, pero no olvidaría jamás la noche de gloria del 8 de febrero de 1826. Lima les había ofrecido aquella mañana una recepción imperial, a la que el general correspondió con una frase que repetía sin falta en cada brindis: «En la vasta extensión de Perú no queda ya ni un solo español». Aquel día estaba sellada la independencia del continente inmenso que él se proponía convertir, según sus propias palabras, en la liga de naciones más vasta, o más extraordinaria, o más fuerte que ha aparecido hasta el día sobre la tierra.
Las emociones de la fiesta se le quedaron asociadas al valse que había hecho repetir cuantas veces fueron necesarias, para que ni una sola de las damas de Lima se quedara sin bailarlo con él. Sus oficiales, con los uniformes más deslumbrantes que se vieron en la ciudad, secundaron su ejemplo hasta donde les alcanzaron las fuerzas, pues todos eran valseadores admirables, cuyo recuerdo perduraba en el corazón de sus parejas mucho más que las glorias de la guerra. La última noche en Honda abrieron la fiesta con el vals de la victoria, y él esperó en la hamaca a que lo repitieran. Pero en vista de que no lo repetían se levantó de golpe, se puso la misma ropa de montar que había usado en la excursión a las minas, y se presentó en el baile sin ser anunciado. Bailó casi tres horas, haciendo repetir la pieza cada vez que cambiaba de pareja, tratando quizá de reconstruir el esplendor de antaño con las cenizas de sus nostalgias. Lejos quedaban los años ilusorios en que todo el mundo caía rendido, y sólo él seguía bailando hasta el amanecer con la última parea en el salón desierto. Pues el baile era para él una pasión tan dominante, que bailaba sin pareja cuando no la había, o bailaba solo la música que él mismo silbaba, y expresaba sus grandes júbilos subiéndose a bailar en la mesa del comedor. La última noche de Honda tenía ya las fuerzas tan disminuidas, que debía restablecerse en los intermedios aspirando los vapores del pañuelo embebido en agua de colonia, pero bailó con tanto entusiasmo y con una maestría tan juvenil, que sin habérselo propuesto desbarató las versiones de que estaba enfermo de muerte.
EL OTOÑO DEL PATRIARCA
Tratando de liberarse de aquel mal pensamiento mientras se le ocurría una fórmula drástica había hecho que sacaran a los niños del escondite de la selva y los llevaran en sentido contrario a las provincias de las lluvias perpetuas donde no hubiera vientos infidentes que divulgaran sus voces, donde los animales de la tierra se pudrían caminado y crecían lirios en las palabras y los pulpos andaban entre los árboles, había ordenado que los llevaran a las grutas andinas de las nieblas perpetuas para que nadie supiera dónde estaban, que los cambiaran de los turbios noviembres de putrefacción a los febreros de días horizontales para que nadie supiera cuándo estaban, les mandó perlas de quinina y mantas de lana cuando supo que tiritaban de calenturas porque estuvieron días y días escondidos es lo arrozales con el lodo al cuello para que no los descubrieran los aeroplanos de la Cruz Roja, había hecho teñir de colorado la claridad del sol y el resplandor de las estrellas para curarles las escarlatina, los había hecho fumigar desde el aire con polvos de insecticida para que no se los comiera el pulgón de los platanales, les mandaba lluvias de caramelos y nevadas de helados de crema desde los aviones y paracaídas cargados de juguetes de Navidad para tenerlos contentos mientras se le ocurría una solución mágica, y así se fue poniendo a salvo del maleficio de su memoria, los olvidó, se sumergió en la ciénaga desolada de incontables noches iguales de sus insomnios domésticos, oyó los golpes de metal de las nueve, sacó las gallinas que dormían en las cornisas de la casa civil y las llevó al gallinero, no había acabado de contar los animales dormidos en los andamios cuando entró una mulata de servicio a recoger los huevos, sintió la resolana de su edad, el rumor de su corpiño, se le echó encima, tenga cuidado general, murmuró ella, temblando, se van a romper los huevos, que se rompan, qué carajo, dijo él, la tumbó de un zarpazo sin desvestirla ni desvestirse turbado por las ansias de fugarse de la gloria inasible de este martes nevado de mierdas verdes de animales dormidos, resbaló, se despeñó en el vértigo ilusorio de un precipio surcado por las franjas lívidas de evasión y efluvios de sudor y suspiros de mujer brava y engañosas amenazas de olvido, iba dejando en la caída la curva del retintineo anhelante de la estrella fugaz de la espuela de oro, el rastro de caliche de su resuello de marido urgente, su llantito de perro, su terror de existir a través del destello y el trueno silencioso de la deflagración instantánea de la centella de la muerte, pero en el fondo del precipicio estaban otra vez los rastrojos cagados, el sueño insomne de las gallinas, la aflicción de la mulata que se incorporó con el traje embarrado de la melaza amarilla de las yemas lamentándose de que ya ve lo que le dije general, se rompieron los huevos, y él rezongó tratando de domar la rabia de otro amor sin amor, apunta cuántos eran, le dijo, te los descuento de tu sueldo, se fue, eran las diez, examinó una por una las encías de las vacas de los establos, vio a una de sus mujeres descuartizadas de dolor en el suelo de su barraca y vio a la comadrona que le sacó de las entrañas una criatura humeante con el cordón umbilical enrollado en el cuello, era un varón, qué nombre le ponemos mi general, el que les dé la gana, contestó, eran las once, como todas las noches de su régimen contó los centinelas, revisó las cerraduras, tapó las jaulas de los pájaros, apagó las luces, eran las doce, la patria estaba en paz, el mundo dormía, se dirigió al dormitorio por la casa en tinieblas a través de las aspas de luz de los amaneceres fugaces de las vueltas del faro, colgó la lámpara de salir corriendo, pasó las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, se sentó en la letrina portátil y mientras exprimía su orina exigua acariciaba al niño inclemente del testículo herniado hasta que se le enderezó la torcedura, se le durmió en la mano, cesó el dolor, pero volvió al instante con un relámpago de pánico cuando entró por la ventana el ramalazo de un viento de más allá de los confines de los desiertos de salitre y esparció en el dormitorio el aserrín de una canción de muchedumbres tiernas que preguntaban por un caballero que se fue a la guerra que suspiraban qué dolor qué pena que se subieron a una torre para ver que viniera que lo vieron volver que ya volvió qué bueno en una caja de terciopelo qué dolor qué duelo, y era un coro de voces tan numerosas y distantes que él se hubiera dormido con la ilusión de que estaban cantando las estrellas, pero se incorporó iracundo, ya no más, carajo, gritó, o ellos o yo, gritó, y fueron ellos, pues antes del amanecer ordenó que metieran a los niños en una barcaza cargada de cemento, los llevaron cantando hasta los límites de las aguas territoriales, los hicieran volar con una carga de dinamita sin darles tiempo de sufrir mientras seguían cantando, y cuando los tres oficiales que ejecutaron el crimen se cuadraron frente a él con la novedad mi general de que su orden había sido cumplida, los ascendió dos grados y les impuso la medalla de la lealtad, pero luego los hizo fusilar sin honor como a delincuentes comunes porque hay órdenes que se pueden dar pero no se pueden cumplir, carajo, pobres criaturas.
LA AVENTURA DE MIGUEL LITTÍN CLANDESTINO EN CHILE
Ansioso de ir rescatando el pasado palmo a palmo me fui solo a una hostería en la parte alta de la ciudad donde la Ely y yo solíamos almorzar cuando éramos novios. El lugar era el mismo, al aire libre, con las mesas bajo los álamos y muchas flores desaforadas, pero daba la impresión de algo que hacía tiempo había dejado de ser. No había un alma. Tuve que protestar para que me atendieran, y tardaron casi una hora para servirme un buen pedazo de carne asada. Estaba a punto de terminar cuando entró una pareja que no veía desde que la Ely y yo éramos clientes asiduos. Él se llamaba Ernesto, más conocido como Neto, y ella se llamaba Elvira. Tenían un negocio sombrío a pocas cuadras de allí, en el cual vendían estampas y medallas de santos, camándulas y relicarios, ornamentos fúnebres. Pero no se parecían a su negocio, pues eran de genio burlón e ingenio fácil, y algunos sábados de buen tiempo solíamos quedarnos allí hasta muy tarde bebiendo vino y jugando a las barajas. Al verlos entrar cogidos de la mano, como siempre, no solo me sorprendió su fidelidad al mismo sitio después de tantos cambios en el mundo, sino que me impresionó cuánto habían envejecido. No los recordaba como un matrimonio convencional, sino más bien como dos novios tardíos, entusiastas y ágiles, y ahora me parecieron dos ancianos gordos y mustios. Fue como un espejo en el que vi de pronto mi propia vejez. Si ellos me hubieran reconocido me habrían visto sin duda con el mismo estupor, pero me protegió la escafandra de uruguayo rico. Comieron en una mesa cercana, conversando en voz alta, pero ya sin los ímpetus de otros tiempos, y en ocasiones me miraban con curiosidad y sin la menor sospecha de que alguna vez habíamos sido felices en la misma mesa. Sólo en aquel momento tuve conciencia de cuán largos y devastadores eran los años de exilio. Y no solo para los que nos fuimos, como lo creía hasta entonces, sino también para ellos: los que se quedaron.
LA HOJARASCA
Hay un minuto en el que se agota la siesta. Hasta la secreta, recóndita, minúscula actividad de los insectos cesa en ese instante preciso; el curso de la naturaleza se detiene, la creación tambalea al borde del caos y las mujeres se incorporan, babeando, con la flor de la almohada bordada en la mejilla, sofocadas por la temperatura y el rencor; y piensan: «Todavía es miércoles en Macondo».<todavía es=»» miércoles=»» en=»» macondo.=»» style=»box-sizing: border-box;»> Y entonces vuelven a acurrucarse en el rincón, empalman el sueño con la realidad, y se ponen de acuerdo para tejer el cuchicheo como si fuera un inmensa sábana de hilo elaborada en común por todas las mujeres del pueblo.</todavía>
Si el tiempo de adentro tuviera el mismo ritmo del de afuera, ahora estaríamos a pleno sol, con el ataúd en la mitad de la calle. Afuera sería más tarde. Sería de noche. Sería una pesada noche de septiembre con luna y mujeres sentadas en los patios, conversando bajo la claridad verde, y en la calle, nosotros, los tres renegados, a pleno sol de este septiembre sediento. Nadie impedirá la ceremonia. Esperé que el alcalde fuera inflexible en su determinación de oponerse a ella y que pudiéramos retornar a la casa, el niño a la escuela y mi padre a sus zuecos, a su aguamanil debajo de la cabeza chorreando de agua fresca y al lado izquierdo de su jarro con limonada helada. Pero ahora es diferente. Mi padre ha sido otra vez lo suficientemente persuasivo para imponer su punto de vista por encima de lo que yo creí al principio una irrevocable determinación del alcalde. Afuera está el pueblo en ebullición, entregado a la labor de un largo, uniforme y despiadado cuchicheo, y la calle limpia, sin una sombra en el polvo limpio y virgen desde que el último viento barrió la huella del último buey.
LA INCREÍBLE Y TRISTE HISTORIA DE LA CÁNDIDA ERÉNDIRA Y DE SU ABUELA DESALMADA
En ese instante la abuela empezó a hablar dormida.
—Va a hacer veinte años que llovió la ultima vez —dijo—. Fue una tormenta tan terrible que la lluvia vino revuelta con agua de mar, y la casa amaneció llena de pescados y caracoles, y tu abuelo Amadís, que en paz descanse, vio una mantarraya luminosa navegando por el aire.
Ulises se volvió a esconder detrás de la cama. Eréndira hizo una sonrisa divertida.
—Tate sosiego —le dijo—. Siempre se vuelve como loca cuando está dormida, pero no la despierta ni un temblor de tierra.
Ulises se asomó de nuevo. Eréndira lo contempló con una sonrisa traviesa y hasta un punto cariñosa, y quitó de la estera la sábana usada.
—Ven —le dijo—, ayúdame a cambiar la sábana.
Entonces Ulises salió de detrás de la cama y cogió la sábana por un extremo. Como era una sábana mucho más grande que la estera se necesitaban varios tiempos para doblarla. Al final de cada doblez Ulises estaba más cerca de Eréndira.
—Estaba loco por verte —dijo de pronto—. Todo el mundo dice que eres muy bella, y es verdad.
—Pero me voy a morir —dijo Eréndira.
—Mi mamá dice que los que se mueren en el desierto no van al cielo sino al mar —dijo Ulises.
Eréndira puso aparte la sábana sucia y cubrió la estera con otra limpia y aplanchada.
—No conozco el mar —dijo.
—Es como el desierto, pero con agua —dijo Ulises.
—Entonces no se puede caminar.
—Mi papá conoció a un hombre que sí podía —dijo Ulises— pero hace mucho tiempo.
Eréndira estaba encantada pero quería dormir.
—Si vienes mañana bien temprano te pones en el primer puesto —dijo.
—Me voy con mi papá por la madrugada —dijo Ulises.
Barrio de Usme, periferia sur de Bogotá.
En esta zona viven muchos desplazados por la violencia del conflicto armado. Cada día estas familias sufren con problemas relacionados a la falta de infraestructuras.
LA MALA HORA
La mujer respondió sin levantar la cabeza: «Se lo comen los puercos». Después sirvió en un mismo plato un pedazo de carne sancochada, dos trozos de yuca y medio plátano verde, y lo llevó a la mesa. De un modo ostensible, puso en aquel acto de generosidad toda la indiferencia de que era capaz. El alcalde, sonriendo, buscó los suyos los ojos de la mujer.
—Hay para todos —dijo.
—Quiera Dios que se le indigeste —dijo la mujer, sin mirarlo.
Él pasó por alto el mal deseo. Se dedicó por entero al almuerzo, sin ocuparse de los chorros de sudor que descendían por su cuello. Cuando terminó, la mujer recogió el plato vació, todavía sin mirarlo.
—¿Hasta cuándo van a seguir así? —preguntó el alcalde.
La mujer habló sin que se alterara su expresión apacible.
—Hasta que nos resuciten los muertos que nos mataron.
—Ahora es distinto —explicó el alcalde—. El nuevo Gobierno se preocupa por el bienestar de los ciudadanos. Ustedes, en cambio…
La mujer le interrumpió.
—Son los mismos con las mismas…
—Un barrio como éste, construido en veinticuatro horas, era una cosa que no se veía antes —insistió el alcalde—. Estamos tratando de hacer un pueblo decente.
La mujer recogió la ropa limpia en el alambre y la llevó al cuarto. El alcalde la siguió con la mirada hasta escuchar la respuesta:
—Éste era un pueblo decente antes que vinieran ustedes.
No esperó el café. «Desagradecidos —dijo—. Les estamos regalando tierra y todavía se quejan.» La mujer no replicó. Pero cuando el alcalde atravesó la cocina en dirección a la calle, murmuró inclinada sobre el fogón:
—Aquí será peor. Más nos acordaremos de ustedes con los muertos en el traspatio.
LA SIESTA DEL MARTES (LOS FUNERALES DE LA MAMÁ GRANDE)
—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.
No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de la sombra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de bailar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sobra de los almendros y hacían la siesta sentados en plena calle.
Buscando siempre la protección de los almendros, la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta, fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de una perta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: «¿Quien es?» La mujer trató de ver a través de la red metálica.
—Necesito al padre —dijo.
—Ahora está durmiendo.
—Es urgente —insistió la mujer.
MEMORIA DE MIS PUTAS TRISTES
En la quinta década había empezado a imaginarme lo que era la vejez cuando noté los primeros huecos de la memoria. Sabaneaba la casa buscando los espejuelos hasta que descubría que los llevaba puestos, o me metía con ellos en la regadera, o me ponía los de leer sin quitarme los de larga vista. Un día desayuné dos veces porque olvidé la primera, y aprendí a reconocer la alarma de mis amigos cuando no se atrevían a advertirme que les estaba contando el mismo cuento que les conté la semana anterior. Para entonces tenía en la memoria una lista de rostros conocidos y otra con los nombres de cada uno, pero en el momento de saludar no conseguía que coincidieran las caras con los nombres.
Mi edad sexual no me preocupó nunca, porque mis poderes no dependían tanto de mí como de ellas, y ellas saben el cómo y el porqué cuando quieren. Hoy me río de los muchachos de ochenta que consultan al médico asustados por estos sobresaltos, sin saber que en los noventa son peores, pero ya no importan: son riesgos de estar vivo. En cambio, es un triunfo de la vida que la memoria de los viejos se pierda para las cosas que no son esenciales, pero que raras veces falle para las que de verdad nos interesan. Cicerón lo ilustró de una plumada: No hay un anciano que olvide dónde escondió su tesoro.
Uno de lo gremios más afectados por aquella guerra ciega fueron los periodistas, víctimas de asesinatos y secuestros, aunque también de deserción por amenazas y corrupción. Entre setiembre de 1983 y enero de 1991 fueron asesinados por los carteles de la droga veintiséis periodistas de distintos medios del país. Guillermo Cano, director de El Espectador, el más inerme de los hombres, fue acechado y asesinado por dos pistoleros en la puerta de su periódico el 17 de diciembre de 1986. Manejaba su propia camioneta, y a pesar de ser uno de los hombres más amenazados del país por sus editoriales suicidas contra el comercio de drogas, se negaba a usar un automóvil blindado o a llevar una escolta. Con todo, sus enemigos trataron de seguir matándolo después de muerto. Un busto erigido en memoria suya fue dinamitado en Medellín. Meses después, hicieron estallar un camión con trescientos kilos de dinamita que redujeron a escombros las máquinas del periódico.
Una droga más dañina que las mal llamadas heroicas se introdujo en la cultura nacional: el dinero fácil. Prosperó la idea de que la ley es el mayor obstáculo para la felicidad, que de nada sirve aprender a leer y a escribir, que se vive mejor y más seguro como delincuente que como gente de bien. En síntesis: el estado de perversión social propio de toda guerra larvada.
Al mediodía del miércoles no había acabado de amanecer. Y antes de las tres de la tarde la noche había entrado de lleno, anticipada y enfermiza, con el mismo lento y monótono y despiadado ritmo de la lluvia en el patio. Fue un crepúsculo prematuro, suave y lúgubre, que creció en medio del silencio de los guajiros que se acuclillaron en las sillas, contra las paredes, rendidos e impotentes ante el disturbio de la naturaleza. Entonces fue cuando empezaron a llegar noticias de la calle. Nadie las traía a la casa. Simplemente llegaban, precisas, individualizadas, como conducidas por el barro líquido que corría por las calles y arrastraban objetos domésticos, cosas y cosas; destrozos de una remota catástrofe, escombros y animales muertos. Hechos ocurridos el domingo, cuando todavía la lluvia era el anuncio de una estación providencial, tardaron dos días en conocerse en la casa. Y el miércoles llegaron las noticias, como empujadas por el propio dinamismo interior de la tormenta. Se supo entonces que la iglesia estaba inundada y se esperaba su derrumbamiento. Alguien que no tenía por qué saberlo, dijo esa noche: «El tren no puede pasar el puente desde el lunes. Parece que el río se llevó los rieles». Y se supo que una mujer enferma había desaparecido de su lecho y había sido encontrada esa tarde flotando en el patio.
Aterrorizada, poseída por el espanto y el diluvio, me senté en el mecedor, con las piernas encogidas y los ojos fijos en la oscuridad húmeda y llena de turbios presentimientos. Mi madrastra apareció en el vano de la puerta, con la lámpara en alto y la cabeza erguida. Parecía un fantasma familiar ante el cual yo no sentía sobresalto alguno porque yo misma participaba de su condición sobrenatural. Vino hasta donde yo estaba. Aún mantenía la cabeza erguida y la lámpara en alto, y chapaleaba en el agua del corredor. «Ahora tenemos que rezar», dijo. Y yo vi su rostro seco y agrietado, como si acabara de abandonar una sepultura o como si estuviera fabricada en una sustancia distinta de la humana. Estaba frente a mí, con el rosario en la mano, diciendo: «Ahora tenemos que rezar. El agua rompió las sepulturas y los pobrecitos muertos están flotando en el cementerio».
No sé cuánto tiempo estuve así, embotado, con la alucinación de la fiesta de Mobile. Sólo sé que de pronto di un salto en la balsa y estaba atardeciendo. Entonces vi, como a cinco metros de la balsa, una enorme tortuga amarilla con una cabeza atigrada y unos fijos e inexpresivos ojos como dos gigantescas bolas de cristal, que me miraban espantosamente. Al principio creí que era otra alucinación y me senté en la balsa, aterrorizado. El monstruoso animal, que medía como cuatro metros de la cabeza a la cola, se hundió cuando me vio mover, dejando un rastro de espuma. Yo no sabía si era realidad o fantasía. Y todavía no me atrevo a decir si era realidad o fantasía, a pesar de que durante breves minutos vi nadar aquella gigantesca tortuga amarilla delante de la balsa, llevando fuera del agua su espantosa y pintada cabeza de pesadilla. Sólo sé que —fuera realidad o fuera fantasía— habría bastado con que tocara la balsa para que la hubiera hecho girar varias veces sobre sí misma.
La tremenda visión me hizo recobrar el miedo. Y en ese instante el miedo me reconfortó. Agarré el pedazo de remo, me senté en la balsa y me preparé para la lucha, con ese monstruo o con cualquier otro que tratara de voltear la balsa. Iban a ser las cinco. Puntuales, como siempre, los tiburones estaban saliendo del mar a la superficie.
Miré al lado de la balsa donde anotaba los días y conté ocho rayas. Pero recordé que no había anotado la de aquel día. La marqué con las llaves, convencido de que sería la última, y sentí desesperación y rabia ante la certidumbre de que me resultaba más difícil morir que seguir viviendo. Esa mañana había decidido entre la vida y la muerte. Había escogido la muerte, y sin embargo seguía vivo, con el pedazo de remo en la mano, dispuesto a seguir luchando por la vida. A seguir luchando por lo único que ya no me importaba nada.
VIVIR PARA CONTARLA
Hasta entonces soló me había arriesgado con la poesía: versos satíricos en la revista del colegio San José y prosas líricas o sonetos de amores imaginarios a la manera de Piedra y Cielo en el único número del periódico del Liceo Nacional. Poco antes, Cecilia González, mi cómplice de Zipaquirá, había convencido al poeta y ensayista Daniel Arango de que publicara una cancioncilla escrita por mí, con seudónimo y en tipografía de siete puntos, en el rincón más escondido del suplemento dominical de El Tiempo. La publicación no me impresionó ni me hizo sentir más poeta de lo que era. En cambio, con el reportaje de Elvira tomé conciencia del periodista que llevaba dormido en el corazón, y me hice al ánimo de despertarlo. Empecé a leer los periódicos de otro modo. Camilo Torres y Luis Villar Borda, que estuvieron de acuerdo conmigo, me reiteraron el ofrecimiento de Don Juan Lozano en sus páginas de La razón, pero sólo me atreví con un par de poemas técnicos que nunca tuve como míos. Me propusieron hablar con Plinio Apuleyo Mendoza para la revista Sábado, pero mi timidez tutelar me advirtió que me faltaba mucho para arriesgarme con las luces apagadas de un oficio nuevo. Sin embargo, mi descubrimiento tuvo una utilidad inmediata, pues por esos días estaba enredado con la mala conciencia de que todo lo que escribía, en prosa o en verso, e incluso las tareas del liceo, eran imitaciones descaradas de Piedra y Cielo, y me propuse un cambio de fondo a partir de mi cuento siguiente. La práctica terminó por convencerme de que los adverbios de modo terminados en mente son un vicio empobrecedor. Así que empecé a castigarlos donde me salían al paso, y cada vez me convencía más de que aquella obsesión me obligaba a encontrar formas más ricas y expresivas. Hace mucho tiempo que en mis libros no hay ninguno, salvo en alguna cita textual. No sé, por supuesto, si mis traductores han detectado y contraído también, por razones de su oficio, esa paranoia de estilo.
DIRECCIÓN ARTÍSTICA:MIGUEL PÉREZ CALVO