Confirmado: otro domingo que no voy a misa. Ni siquiera en Sao Paulo, con su magnífica oferta eclesiástica. Variedad de iglesias y de cultos. Lo que sí hago es recorrer la Avenida Paulista, cerrada completamente al tráfico, y tomada por runners, ciclistas, parejas, niños, músicos. Debe ser esto a lo que se refiere Fernando Haddad, el renovador alcalde de la ciudad más grande de América, cuando sostiene que una ciudad es más perfecta mientras más se parezca a un parque. En un parque, dice, nunca se está apresurado, las personas tienen tiempo libre y cuidan de su salud.
Es domingo, las doce del mediodía, unos diez jóvenes tocan instrumentos de viento en el mejor estilo de Nueva Orleans. A pocos metros, un par de melenudos versionan Harvest Moon, de Neil Young. Unas treinta personas los escuchan, sentados en la calzada, convertida durante unas horas en un imaginario césped. Sigo paseando, contento, por este parque de cemento. Ahora llueve. Entro en la librería Cultura. Creo que nunca vi una librería tan llena. Gente en el suelo, leyendo, entre las estanterías, fisgando, en el mostrador, comprando libros. Me sumo a la fiesta. Me llevo El amor natural, de Carlos Drummond de Andrade, ideal para leer en un parque.
¿Son flores o son nalgas
estas flores
de lascivo arabesco?
¿Son flores o son nalgas
estas nalgas
de vegetal dulzura y suavidad?
«Quién bebe en lunes bebe todos los días», reza un dicho sevillano. En la Plaza Roosevelt, las frases hechas importadas importan poco. El lunes es tan buen día como otro para salir, encontrarse con los amigos y beber. Beber cerveza. Los bares están llenos desde las siete de la tarde y hasta medianoche. Al otro lado de la plaza, un instituto de secundaria ocupado. Primero por los alumnos, a los que pronto se sumaron activistas y artistas. Doscientos colegios tomados. Una protesta que con los días logrará hacer retractarse al impopular gobernador del Estado de Sao Paulo, quien quiso sacar adelante una reforma educativa cerrando unas 94 escuelas. Hoy lunes se celebra un acto reivindicativo. ¿En qué consiste? En una serie de conciertos. Entro y me encuentro con la cantante Tulipa Ruiz. El ambiente es festivo. Una pareja se besa en una esquina. Otros conversan al lado de una pared donde un grafiti habla de ocupar luchar resistir. Inspirados en la revuelta de los «pingüinos» chilenos, los estudiantes paulistas piden algo tan esencial como una educación pública de calidad: menos alumnos por clase, más inversión en las aulas, etc. En un rápido recorrido por los patios, aulas y baños, compruebo el deterioro general del edificio. Por eso estamos aquí. Por eso cantamos con Tulipa:
Vou ficar mais um pouquinho
Para ver se acontece alguma coisa
Nessa tarde de domingo
No me siento bien en las iglesias. Mi piel se rebela contra unas energías que mi cerebro no comparte. Pero un coro siempre atrapa mi atención. Entro en la catedral de Sé, martes por la tarde. Me sorprende ver tanta gente dentro. Unas doscientas personas ensayan lo que parece un próximo concierto. Me fijo en que los bancos de la iglesia tienen cada uno un papel escrito a mano: barítonos, tenores, sopranos. Son un coro ecléctico. De todas las edades. Desde el púlpito, el director de la orquesta gesticula. Más tarde averiguo que es un programa del Teatro Municipal para acercar la lírica a los paulistanos. Ahora me dejo llevar. La sonoridad de la iglesia apabulla mis sentidos. Me siento pequeño. Me retiro discretamente por la puerta de atrás. De nuevo en la calle, recuerdo un poema de Clarice Lispector.
Mi alma tiene el peso de la luz.
Tiene el peso de la música.
Tiene el peso de la palabra nunca dicha, preparada quien sabe para ser dicha.
Tiene el peso de un recuerdo.
Tiene el peso de una nostalgia azul.
Tiene el peso de una mirada.
Pesa como pesa una ausencia
y la lágrima que no se lloró.
Tiene el peso inmaterial de la soledad en medio de los demás.
Mi amiga Natalia canta en una banda. Una mezcla de pop, música popular brasileña y cumbia. Me invita a un recital. Me cita el miércoles. ¿A las tres de la tarde? Sí, es la fiesta de Navidad de los empleados del Centro Cultural Banco do Brasil. La celebran en la principal sala de exposiciones de su edificio, construido en 1901. La comisión de fiestas contrató a Zé Lima y a su banda Brasilerage. Mientras acomodan los instrumentos, camino entre las hiperrealistas esculturas de Patricia Piccinini, esparcidas entre las columnas del hall. Unas diminutas cuerdas separan las obras de arte de las mesas con restos de pollo y pastel, pero la distancia se respeta. Me sirven whisky con Red Bull. Vamos bien. Empieza a tocar el grupo. Todos los empleados dejan todo y se ponen a bailar. En grupo, por parejas, solos. Cada uno a su ritmo. En pocos minutos se organiza una conga. Todos felices. Mejor que en un parque.
El jueves invito a mi compinche Esteban a un concierto de Lenine. Actúa en el Sesc Pompeia. Es llegar y sentir el déjà-vu. Hace quince años entré por primera vez en esta antigua fábrica de tambores. Esa noche, cuando vivía en esta ciudad, también tocaba Lenine, con su banda. Fue uno de los shows de mi vida. Hoy el artista de Recife se presenta desenchufado. Su guitarra, su voz y nada más. Lenine nos regala versiones a capela de temas escritos para el carnaval, para esos blocos de rua que circulan por el Sambódromo de Río o Sao Paulo. Gallina de piel, que diría Johan Cruyff. El público se sabe todas las canciones. Pero no sólo eso, es que las cantan perfectas. Nada de griterío de fans alocados, sin histerias de groupies trasnochadas. Puro ritmo, con la melodía y el tono preciso. Beleza cara! De lujo. Salimos a la calle un poco más livianos.
O mundo vai girando
Cada vez mais veloz
A gente espera do mundo
E o mundo espera de nós
Um pouco mais de paciencia
El viernes camino por el centro. Me dicen que espere, que a las 14 horas empieza la función. El sol pega duro, pero aguanto. Vale la pena. Un grupo de hombres vestidos de traje tocan una versión agitanada de Love story. Tres chicas ataviadas con vestido largo, de cóctel, cruzan la calle. Empiezan a besarse de dos en dos. Hombres con mujeres, mujeres con mujeres, hombres con hombres. Besos apasionados, de los que corren el rímel y te dejan manchado el rostro. Cortan el tráfico. Algunos conductores sonríen. Otros, cuando finalmente logran avanzar, los insultan desde dentro del auto. Los menos hacen como que no van con ellos la cosa. Es imposible desviar la atención. La música embriaga, los cuerpos levitan sobre el asfalto. Son jóvenes, bellos, sexys. Ahora nos movemos a la salida del metro Vergueiro, entre los barrios de Liberdade y Paraíso. Los veinte o treinta espectadores que estamos desde el principio nos acomodamos donde mejor podemos. Buscamos la sombra. No hay localidades mejores que otras. Esto es la calle. Desde un punto vemos mejor a los músicos, que ahora improvisan una versión de Madame Butterfly, la de Maria Callas. Me giro y me encuentro con una mujer de pelo largo, vestido naranja, actitud animal. La mujer se contonea entre los paulistanos que entran o salen del metro. ¿Una deriva enloquecida o una coreografía bien estudiada? Algunos viandantes detienen su marcha. El espectáculo es hipnótico. Tienes que ser de piedra o tener mucha prisa o tener otras preocupaciones en la cabeza para no reaccionar a tanta belleza en movimiento. A pesar de los treinta grados. A pesar del ruido infernal de los autobuses. A pesar de la incomodidad de estar de pie, en movimiento constante. Ahora nos encontramos en una especie de parque. La mujer de naranja se cambia de vestuario salvajemente. Se pelea con la ropa. Lo hace fuera de plano, aunque ¿hay fuera de plano en la calle? Como espectador, decido dónde poner mi mirada. Soy un espectador emancipado. Escojo a la mujer de naranja, ahora de gris. Me tiene obnubilado. Por esta zona circula menos gente. Al fondo, otra de las performers se pone una suerte de mochila bomba encima. Los músicos interpretan ahora una versión lenta de Malandragem, de Cassia Eller. El viaje sigue. Leves desplazamientos. Suaves cambios de perspectiva. Ahora las mujeres se han puesto un vestido largo y una pamela. Como si fueran al hipódromo. Una chica de producción les acerca un helado. Los músicos inician los acordes de laGarota de Ipanema. De nuevo en plena calle. De nuevo los automovilistas no saben si detener su marcha o tocar la bocina. Los intérpretes cruzan varias veces el paso de cebra, convertido en una improvisada pasarela por donde desfilan unos invitados poco convencionales. La ruta termina en una de las entradas del Centro Cultural Sao Paulo. Aparece una caja con cervezas, que circulan entre músicos, actores y espectadores. Si no fuera por la ropa no distinguiríamos a unos de otros. Todo el teatro debería ser site-specific, le digo a Tetembua Dandara, una de las actrices de Les Commedienes Tropicales, creadores de esta maravillosa pieza titulada Ver()ter. «Lo único que hay de real, tanto en la vida como en el cine, es la apariencia, un cuerpo que existe y que habla. Sin la apariencia, sin lo físico, uno no puede filosofar ni hacer nada» le suelto, en plan filosófico. Sonríe. Rompamos las paredes de las salas, parece ser el lema de los más audaces creadores escénicos brasileños. La calle es suya. La calle la habitan cuerpos.
Alguma coisa acontece no meu coração
Que só quando cruza a Ipiranga e a avenida São João
El sábado por la mañana es un día raro en el centro de Sao Paulo. Sin el agite de los días laborables, sin la tranquilidad de los domingos, un punto intermedio. Un grupo de personas se ha reunido para pasear. Salimos del Largo Sao Francisco, frente a la facultad de derecho. Cruzamos la calle. El limpiabotas no está. La oficina bancaria cerrada. Sin embargo, la plaza, atiborrada. Sólo veo mujeres. Es un concierto de góspel. Música religiosa festiva. Unas quince personas en el escenario, entre cantantes, bailarinas y músicos. Las letras hablan de amor, Dios, bondad. La alegría de la música contrasta con un aire de secta poco inspirador. Quizás soy yo, con mis prejuicios ateos. Al rato la música atempera la sensación de desagrado. Son pegadizas estas letras, las melodías. La mayoría de mujeres llevan puestas la misma camiseta, verde. Da un poco de miedo tanta uniformidad. Nos alejamos discretamente. Sigamos paseando.
Otra vez domingo. Otra vez la Paulista. Pero hoy los músicos no pueden tocar. Hoy la protesta política se tomó la avenida. Desde grandes camiones con sonoros altavoces escuchamos proclamas contra el Partido de los Trabajadores, el de Dilma, la presidenta, y el de Lula, el expresidente. Son pocos, pero hacen ruido. Cantan, bailan, ríen. Son la clase privilegiada apoyando un golpe de estado «democrático». No será fácil que lo logren. La mayoría silenciosa los mandará con la música a otra parte.