El 9 de septiembre de 1935 Alekséi Grigórievich Stajánov se superó a sí mismo. Meses antes de ser portada de la revista Time, se convirtió en modelo para todos los mineros del mundo. Aquel día, al final de su jornada laboral, salió de la mina empujando la última vagoneta con la que sumaba (él solito) 227 toneladas de carbón extraídas en la mina Kádievka, del Donbass ucraniano.

Casi nadie conocía bien su determinación, empuje y sacrificio hasta aquella tarde en la que Alekséi, un minero nacido en Lugovaya, óblast (región) rusa de Oriol, se convirtió en el modelo de obrero socialista para la propaganda soviética que lo hizo el héroe perfecto para todos los mineros del mundo. Ese día, además, Stajánov dio nombre al «estajanovismo», ese método laboral que, gracias el olfato genocida de Joseph «Koba» Stalin, propició el aumento de la productividad de unos trabajadores soviéticos colectivizados o, dicho de otra manera, esclavizados con el pico del hambre y la pala de la pobreza.

La imagen del gran «héroe» minero soviético pasea por mi cabeza estos días mientras leo Potosí (Ed. Libros del K.O., 2017), el nuevo libro del periodista Ander Izagirre (Donostia, 1976)Cambio la U.R.S.S. por Bolivia; el Dombass ucraniano por El Cerro Rico de Potosí. Me adentro en las galerías del libro de Izagirre y compruebo que en las minas de Bolivia no hay ningún paladín, no queda orgullo, ni entusiasmo; sólo opresión, asfixia, angustia, machismo, trabajo forzado y una violencia brutal.

En las minas de Potosí ya no quedan héroes.

 Alekséi Grigórievich Stajánov ha muerto.

«Dentro de veinte años se van a a acabar las minas, se nos va a caer el Cerro y acá solo va a quedar pura ruina»

Duro, seco, violento

Hace dos años Ander Izagirre se bajo de su bicicleta y caminó por los Apeninos para sudar Cansasuelosun maravilloso librito de amor y crónicas de viajes en el que «no pasaba nada». Ahora con Potosí y en un registro muy diferente, nos regala un magnífico trabajo que te enfrenta a la sordidez humana más extrema para reconocer como tuya una pobreza lejana que hiere solo con leerla.

Potosí es un libro de periodismo de alta definición sobre el desencanto y la desesperación. Cuenta la historia que rodea a una niña de doce años llamada Alicia y que cada día entra a trabajar a la mina en el corazón de la montaña mágica que aparece en el escudo de Bolivia. Una crónica desgarradora sobre la miseria humana que es fruto (y se nota para bien) de ese taller de libros periodísticos que organiza la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) en el que Izagirre participó hace dos años junto a otros escritores, con la guía del maestro Martín Caparrós.

En el libro, cocinado con difíciles reescrituras, Izagirre se enfrenta con éxito al complicado reto de mezclar: conquistadores españoles y sus delirios, señores mineros del capitalismo boliviano; masacres militares y nazis; la última y fallida aventura del Che Guevara, obreros que tumbaron dictaduras y que hoy amedrentan a Evo, y niños que se manifiestan por su derecho a trabajar en la mina.

Por las páginas del libro también circulan dictadores y militares violentos, revolucionarios y contra revolucionarios alocados, paramilitares desalmados, sindicalistas mafiosos, políticos chanchulleros y narcotraficantes; empresarios corruptos y sinvergüenzas y asesinos muy diversos, de todo pelaje y condición.

Potosí es un libro duro, seco, violento que  muestra (en la mejor línea del ensayo-panfleto-manifiesto El Hambre o Contra el cambio de Caparrós) como detrás de cada historia mínima se esconden los secretos mecanismos del universo humano, con sus extraordinarias riquezas y sus ordinarias miserias.

Potosí tiene tensión narrativa —conversaciones sobre el papel de los sindicatos mineros bolivianos— y muy buenos personajes— ese anciano y combativo cura navarro Iriarte—. Tiene diálogos con situaciones tan iluminadoras como terribles sobre un complejo contexto humano con arraigadas violencias machistas —esa sesión de cine en familia, o la mujer destrozada abandonada al borde del camino—. Además, se mezclan en el libro escenas que parecen fantásticas: las «Manos de Orlac» del fantasma moribundo de un viejo minero machista y violento al que le desearás una muerte dolorosa en esa chabola que huele a rancio y que no merece el calificativo de hogar.

«Si lo que hacen no es demasiado grave, si no te dan una golpiza tremenda a una niña o no la matan, no pasa nada. El abuso sexual nunca ha tenido un castigo, porque acá a la mina nunca jamás viene un policía. El Cerro Rico es un territorio sin ley»

Un territorio sin ley

Ander Izagirre nos lo cuenta todo y nos lo cuenta bien: sin ponerse nunca por encima de sus palabras; desde la humildad, el respeto y con un profundo interés por los detalles y la complejidad de los asuntos humanos a los que se enfrenta. El libro nos muestra cómo en la pobreza las víctimas se vuelven verdugos en una Bolivia marcada por su pésima historia lejana y cercana, desde la colonización española y hasta nuestros días.

Izagirre, como ya hizo en Mineritos —su primer viaje a Bolivia en 2009 con su colega Daniel Burgui— os obliga a percibir ese entramado empresarial, social, cultural y político mafioso que «admite, permite, colabora y tolera» que la vida se viva en unas condiciones extremas de miserias, machismo y violencia brutal; de corrupción e impunidad en El Cerro Rico de Potosí, un territorio sin ley en el que, como siempre, ellas y los más pequeños llevan las de perder.

«Aquí arriba, tan arriba, casi cuatro mil metros por encima de un mar inimaginable, la atmósfera pierde presión y las moléculas se dispersan»

Una noble artesanía

En Potosí, Ander Izagirre utiliza muchas herramientas de la literatura al servicio de la noble artesanía del periodismo: ese oficio de (re)construir algo parecido a eso que los humanos creamos, con muy pocos recuerdos y muchos olvidos, y que llamamos, por convención, realidad.

Izagirre dice que «no piensa mucho en lo que escribe» y que tampoco le otorga gran relevancia a esas reflexiones asociadas al significado profundo de su trabajo periodístico. Asegura que «copia mucho» lo que le interesa, y «se busca la vida» para hacer un texto «periodístico y atractivo».

Ander Izagirre hace periodismo sin demagogia, ese que nunca ofrece respuestas sencillas; ese que trata de abordar los por qué, de ese que deriva, en ocasiones, al ensayo sociológico, pero con ritmo literario. Hace periodismo que necesita tiempo y paciencia; periodismo que no se puede «consumir» porque no es un «producto»; ni tampoco eso que ahora llaman «contenidos». Es ese periodismo basado en la honestidad, el rigor, el valor del contacto humano y la empatía, periodismo que no se puede medir con el capricho binario de un algoritmo digital.

«Hoy es sábado: día de masticar piedras»

Un periodista buscando

Ander Izagirre fue ciclista semi profesional hasta los veinte años. Hoy ya tiene uno más de los cuarenta y, de viaje o no, ha escrito de casi todo: víctimas del conflicto colombiano, porteadores en las montañas de Pakistan, ríos de leche en cuevas de Euskadi, paseos con Humboldt en Canarias; sicilianos que se rebelan contra la mafia, ciclistas que se dopan con bacalao, gritos de abuelos por las victorias de su equipo de fútbol, algún que otro viaje, por ejemplo Yubuti, Groenlandia o Chernobyl, y también de biógrafos de piedras en Euskadi.

Al hilo de la lectura de Potosí, he recordado (y revisado también) Working’s Man Death, una sobresaliente película documental del cineasta austríaco Michael Glawogger que aborda el trabajo como castigo y sufrimiento en algunos de los lugares más difíciles del mundo.

De alguna extraña manera, los trabajos de Glawogger e Izagirre comparten (se enfrentan) a ese gran reto que, justo antes de su inesperada y reciente muerte, el cineasta definió así: «El trabajo es siempre muy difícil de ver, muy difícil de entender y, por lo tanto, muy difícil de representar».

«Coca, cigarro y quemapecho: el combustible de los mineros, el que los mantiene trabajando seis, siete, ocho horas sin probar bocado»

Frente a ello, Izagirre opta por no describir nada más allá de lo necesario y sólo presenta  el trabajo forzado de los mineros y sus vidas con toda la crudeza de la que es capaz, pero sin casi adjetivos. Izagirre te deja pensar y no te atiborra nunca con esos abundantes (des)conocimientos de típico periodista occidental que se acerca a una realidad que desconoce para «dar voz» (sic) a los que viven en la barbarie cotidiana.

No busquen en Potosí frases grandilocuentes, no las hay. Tampoco homilías de anciano párroco de tercera en una iglesia vetusta; ni consignas de ONG que mañana salvará el Planeta. Ander Izagirre no padece esa patología periodística conocida como «complejo de Mesías». Sabe que el mundo no necesita (más) salvadores y que quien se frente al horror sólo es un periodista buscando que trata de no equivocarse demasiado… O sea, un periodista buscando.

«El campamento minero tiene la geometría y la intención de una colmena»

Una historia importante

(*Spoiler alert!)

Ander Izagirre confiesa haber tenido «dudas» con este libro. No sabía si sería capaz de estar «a la altura de la historia» y sólo su gran determinación ha permitido que el libro se publique: «Si no lo abandoné —explica—, fue porque, sin que suene grandilocuente, me di cuenta de que era una historia importante y que tenía que ser contada».

—¿Estás satisfecho?

—Sí, pero con la boca pequeña. Cuando acabo un libro siempre pienso que he metido la pata.

Potosí se cierra con una lúcida declaración de intenciones de un periodista mayúsculo que se marcha de Bolivia asomado al precipicio de la angustia. Ander Izagirre se lleva con él «todo lo que ha podido» (tiempo, conocimientos e intimidades: materia prima para construir el libro), pero reflexiona sobre la utilidad inútil de todo trabajo periodístico. Izagirre sabe (y lo escribe) que Potosí y aunque se va a editar en Bolivia, no le servirá de casi nada a sus protagonistas.

En la zona muda

Nada tiene que ver el dolor con el dolor
Nada tiene que ver la desesperación con la desesperación
Las palabras que usamos para designar esas cosas están viciadas
No hay nombres en la zona muda.

 Enrique Lihn

Diario de Muerte (1989)

Ander Izagirre sabe y lo escribe que, por más interés que uno tenga en las palabras, por más fe con la que uno acuda a la homilía del diccionario, por más (des)conocimientos que uno pueda acumular en sus lecturas y viajes, por más empatía que uno le eche al caldo de la vida, Anton Chéjov en la isla de Sajalin tenía razón. Al final, el que cuenta historias de otros siempre se enfrenta al abismo: ¿es posible hablar con sentido de sufrimientos que nunca sufrirás, de dolencias que jamás te dolerán, de torturas que nunca padecerás?

Frente a esas dudas el cronista vasco nos demuestra que tiene el sentido común de un gran reportero, el rigor en la mirada de todo buen documentalista, y la humanidad que debiera destilar todo cronista no contaminado por el bla bla bla de ese «aire frito» típico de las palabras escritas en el vacío. Por eso es uno de los mejores narradores periodísticos actuales en lengua española.

Con ayuda de su editor Emilio Sánchez Mediavilla y como guiado por el poeta chileno Lihn, sabe que la realidad cruda no se mastica mejor con adjetivos, y descubre que no existen palabras «viciadas» que designen el horror de esos miles de seres humanos que escarban cada día entre la miseria de las entrañas de una montaña. Izagirre consigue limpiar el texto de toda munición innecesaria que haga desconfiar del horror narrado; y aún sabiendo que no hay nombres «en la zona muda», crea una obra que nos demuestra que hay que seguir buscando, y alcanzar esa utilidad inútil que llamamos, malgré tout, periodismo.


POTOSÍ, ANDER IZAGIRRE, LIBROS DEL K.O., 2016

Imagen de cabecera de Daniel Burgui