Alex Perry fue corresponsal jefe de la oficina de la revista norteamericana TIME en África hasta 2013. Publica sus trabajos en Newsweek, revista de la que es editor colaborador para África. Conversamos con él al hilo de la publicación de su libro La gran grieta. El despertar de África (Ariel, 2016), en el que aborda la gran división que existe hoy entre una África que resurge y un mundo occidental que no sabe cómo reaccionar ante ello. Una larga conversación que resumimos aquí como preparación para el acto «Los nuevos corresponsales en África», en el que participa Altaïr Magazine y que se celebra en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), en el marco de la exposición Making Africa.


Como tantos otros reporteros, Alex Perry llegó al continente para narrar aquella «vieja África, continente de dictadores, cooperantes, humanitarios, hambre y guerras con el que el ciudadano occidental ha estado familiarizado durante los últimos decenios». Pero muy poco tiempo después de vivir allí se dio cuenta de que todo aquello no tenía mucho sentido: era obligatorio hablar de las nuevas Áfricas «que se expandían con una iracunda afirmación, la de hacer retroceder a los falsos profetas que creen poder decirles a los africanos quiénes y cómo son. Medio siglo después de que los africanos obtuvieran su liberación formal, ahora luchan por la sustancia real de esa misma liberación».

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«Llegué a África pensando que me encontraría un lugar lleno de guerra, miseria y hambre, porque eso es lo que escuchas y lees de África cuando no estás allí. Pero muy pronto me quitaron esa idea de la cabeza. Aunque todos esos problemas existían, no eran ni de lejos la historia más relevante en África. De hecho, la historia era la de una tierra que se movía muy rápido, llena de optimismo y crecimiento, que reclamaba su autonomía frente al mundo.»

Perry, que también ha sido profesor de Filosofía, Política y Economía en la Universidad de Oxford, y que como periodista fue encarcelado en Zimbabue en 2007 por sus crónicas sobre el país gobernado por Robert Mugabe, ha viajado por el continente más grande y diverso del planeta durante una década. Se ha entrevistado con empresarios, señores de la guerra, profesores, narcotraficantes; presidentes y delincuentes; yihadistas y cooperantes humanitarios.

De esos encuentros y de las muchas situaciones vividas durante todos estos años en África, Perry extrae en su libro decenas de lúcidas reflexiones. Como confiesa —no sin cierto dolor— desde su casa de Hampshire durante nuestra conversación audiovisual, es un gran reportero que ha descubierto, incluso, que ya no son necesarias, ni tampoco útiles, esas «tragedias bellamente escritas de la pobreza, desamparo y muerte inevitable en África». Esas crónicas que, con mayor o menor fortuna, siguen poblando los viejos pero también, aunque menos, muchos de los nuevos medios de comunicación.

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«La profesión de corresponsal extranjero en África es un vestigio colonial y un anacronismo. No hay ningún problema en reportear desde un país para tus lectores en casa. La problemática surge cuando esos corresponsales extranjeros definen lo que significa ese lugar para el mundo e incluso para sí mismo. Ahí radica el grave problema: cuando los corresponsales tienen una voz más fuerte al hablar de Ruanda, por ejemplo, que la que tienen los propios ruandeses.»

Quizás porque conoce todos sus entresijos, Alex Perry es muy crítico con la profesión de «corresponsal» en África. También con la manera en que la mayoría de los medios en Occidente perciben y narran África: como un conjunto —como si la situación en Senegal y Mozambique tuvieran algo que ver—. Describe el trabajo de muchos corresponsales como «una visión anticuada» y una persistente «forma de exotismo colonial» apoyada por el discurso humanitario: «No se trata sólo —cuenta Perry— de que su narración sobre los problemas de África y el cómo abordarlos sea errónea. El problema es que la defienden, aún cuando la saben equivocada, porque la narrativa periodística de la ayuda es esencial para mantener el negocio humanitario y de la emergencia».

Nos preguntamos, quizás retóricamente, el porqué de la gran falta de pensamiento crítico en el reporterismo sobre África; el porqué de la persistencia de los tópicos, de los clichés. Hablamos de la necesidad de un abordaje periodístico difícil y que requiere un tiempo de profunda exploración intelectual exigente, prolongada y meticulosa, más allá de los lugares comunes.

Como si Ébano (Anagrama, 2004) de Ryszard Kapuściński no fuera ya sólo una referencia histórica, ni siquiera la única o más relevante, nos preguntamos por la «patética» ausencia de referencias periodísticas autóctonas africanas en los medios occidentales y por la pervivencia de todos esos «africanistas» periodísticos que siempre describen África como un todo homogéneo: la tierra del presente interminable, el único lugar del mundo donde, como siempre destaca el filósofo camerunés Achille Mbembe, «se produce una acumulación de instantes que nunca alcanzan suficiente densidad, peso o importancia en el tiempo histórico».

¿Racismo narrativo persistente? Muchos intelectuales, pensadores, periodistas y artistas africanos responden que sí, y no parece sencillo quitarles la razón. Discursos preñados de lugares comunes, tópicos, clichés, falsedades y malentendidos xenófobos, herederos de la etnología y la antropología colonial en la que, por desgracia, sigue basándose la construcción del supuesto otro que nos ofrecen muchos corresponsales en África. Corresponsales que basan sus historias en la conmiseración, el exotismo, la frivolidad y el paternalismo.

¿Qué hacer? Esa pregunta nos corroe a todos los que hablamos de esto. La repuesta a la que llegamos con Perry es clara: seguir insistiendo. Mostrar otras Áfricas y hablar y hablar sobre ellas para contrarrestar el discurso convencional de la inmensa mayoría de medios y corresponsales. Hacerlo incluso a riesgo de, como siempre señala el destacado curador y artista angoleño Fernando Alvim, «decepcionar a la gente que aquí y allá aún vive del fantasma de África».

La ayuda «humanitaria» (sic)

«Creen que África necesita su ayuda porque imaginan a los africanos como seres vulnerables; gente pobre pero encantadora a la que le gusta tocar los tambores y las ropas de colores brillantes pero con una actitud lamentablemente pragmática a la hora de matar animales salvajes y matarse entre sí. Todo ello los convierte en víctimas o en cómplices de desastres y déspotas. Ésta es la base del imperativo humanitario: ayudar a quienes no pueden valerse por sí mismos. (…) Y por intentar liberarlos, en realidad los empequeñecemos.»

Más allá de las reflexiones periodísticas sobre África, Perry también aborda en su libro, armado de una pluma ágil y gran capacidad crítica (con abundantes datos y ejemplos) el fracaso de la «ayuda humanitaria» y de emergencia. Con gran valentía periodística y con el desastroso ejemplo gráfico de Somalia en mente, se enfrenta en su libro a eso que parece aún tan políticamente incorrecto decir en Occidente: la ayuda humanitaria en África es una gran farsa.

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«Hay una relación directa entre la ayuda de hoy y el imperativo misionero colonial de conquistar/mejorar el mundo. Hay una relación directa entre la manera en que las empresas occidentales se comportan en África hoy y lo han hecho durante 50 años y un imperio: básicamente, explotando todo lo que puede al precio más bajo posible, sin ningún miramiento por el ecosistema natural o humano en el que se produce. Es lo que sucede.»

Perry pone en cuestión, desentraña y denuncia algunas de las muchas falsedades que se esconden tras las fábulas que sostienen la narrativa de la «ayuda humanitaria». Destruye sin piedad las historias que crean ONG, humanitarios y cooperantes. Deja claro que respeta a esas gentes bienintencionadas —de muy diverso pelaje y condición— que le reconocen, en privado, que su trabajo en el continente «no sirve de nada» porque «sólo trata síntomas». Gentes que muy pocas veces hacen autocrítica de su papel y, sobre todo, «jamás lo hacen en público». No se trata, ni en el libro ni tampoco aquí, de considerar que todos los humanitarios sean iguales, pero sí de asegurar que amplias capas de las sociedades africanas emergentes «desafían los conceptos complacientes, los tópicos y los clichés» de la ayuda humanitaria.  Como escribe Perry en su libro:

«El dinero proporciona a los africanos comunes la ambición, la autoridad y la posibilidad de reclamar su libertad con respecto a aquellos humanitarios y cooperantes extranjeros que los han suplantado y que incluso, si les ayudaban, hacían que tal ayuda dependiese de que los africanos aceptasen una larga lista de condiciones: pedir préstamos, pagar deudas, privatizar industrias, usar anticonceptivos, celebrar la mujer, los niños, la vida salvaje o la diversidad sexual.»

Perry narra también cómo los africanos se enfrentan hoy a tres grandes amenazas en forma de «falsos profetas que la quieren mantener encadenada: los islamistas, los dictadores y los cooperantes humanitarios», estrechamente vinculados, según los análisis críticos del reportero, por «la arrogancia y la hipocresía». Eso sí, Perry tiene muy claro que la situación es imparable e irreversible y asegura que «el proceso actual de liberación de África es un cambio épico de dimensiones inimaginables para la humanidad, y que va a cambiar la historia del mundo».

La cárcel de la mentalidad colonial

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«Lo que hay en el fondo de esa mentalidad colonial es la ignorancia. Simplemente no sabemos. Y nunca nos molestamos en averiguarlo. Aún hoy seguimos pensando en que se pueden tomar decisiones sobre África y los africanos sin preguntarles. Es una locura. Hay muchos africanos que concluyen que todo esto es racismo y que nunca va a desaparecer. Y, siendo honesto, en muchas ocasiones es muy difícil discutirlo.»

Ya lo cantaba el gran músico nigeriano Fela Kuti y sigue siendo, hoy como ayer, el gran reto de los occidentales en África: escapar cuanto antes de esa cárcel en la que nos vemos encerrados por nuestra persistente mentalidad colonial. Y puede que los primeros que necesitemos ayuda para esa fuga seamos los periodistas y corresponsales; para huir, como escribe el historiador de Costa de Marfil Jean-Arsène Yao, de la mirada convencional «paternalista, sentimental y jocosa» que se plantea sobre las gentes de un continente en permanente cambio y que «no ha dejado de experimentar mutaciones radicales».

Cambios que muy pocas veces aparecen en los medios occidentales, repletos hoy, como denuncia Alex Perry, de historias que narran la «connivencia interesada» entre algunos corresponsales de la prensa occidental y los intereses de las organizaciones humanitarias.

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«La mayoría de los buenos fotógrafos que conozco en África ahora trabajan, casi de manera exclusiva, para las agencias humanitarias. Es un tema de recursos: TIME Magazine o cualquier otra publicación ya no puede pagar a los fotógrafos, así que las ONG han visto en ello —y no creo ser cínico cuando lo digo— una oportunidad. Es una manera de no sólo hacer publicidad en pósters y anuncios, sino de tener su mensaje explicado en una historia, de un modo que parece neutral. Y ellos intentan controlar la narración: todos y cada uno de los fotógrafos que conozco que van con las agencias humanitarias son instruidos o guiados. Así que sí, creo que es un gran problema. En el fondo, es un síntoma del hundimiento financiero de la prensa tradicional, pero lo que lo sustituye es algo claramente parcial. Y cuando la «ayuda» es, en muchas ocasiones, el problema en África y criticarla está de facto fuera de discusión en este tipo de periodismo… Sí, para mí, es un problema real.»

Puede que todo este debate se centre en que a los reporteros y corresponsales (y no sólo a nosotros) nos gusta sentirnos cómodos en el papel de «fabricantes de una África imaginada» que funciona bien entre nuestros lectores, espectadores, usuarios e interactores.

Puede que sea más fácil narrar así, sin el complicado esfuerzo deconstructivo personal e intelectual de descolonizar (hasta donde sea posible) nuestra mente y reconocer a los Otros africanos como sujetos iguales, como seres narrativos protagonistas activos de sus propias historias más allá de nuestros intereses o agendas.

Puede que, en el fondo y en gran medida, sólo se trate de sacar del foco de atención esas historias hijas y esclavas de las «verdades inventadas e inventoras» de una África que no existe más que en las mentes de aquellos que las fabricamos y las contamos.