Alas cinco de la mañana, apenas los faros de la furgoneta desafían la oscuridad absoluta de la Kenia rural. Es su hora de empezar a trabajar. El crujir de las pisadas sobre el camino revela que están ahí, pero su figura no es visible hasta que la cercanía del vehículo la dibuja. Y entonces se reflejan los vivos colores de sus deportivas, de su ropa. Nos saludamos, nos sacudimos el sueño, bromeamos. Ya en movimiento, en dirección a la ruta en la que hoy entrenarán, su preparador, el italiano Gabriele Nicola, les avanza las instrucciones para la sesión: cuarenta kilómetros de carrera a ritmo medio. Ritmo medio, puesto en estándares occidentales, es un galope intenso.

Los 2.400 metros de altitud a los que se encuentra Iten, en el oeste de Kenia, hacen que el frío nocturno contraríe la percepción general de que los trópicos son sinónimo de calor perenne. Solo en unas horas, cuando el sol se alce como catapultado en esta latitud, el sudor empezará a empapar a los habitantes de la zona. Pero para entonces, Agnes Kiprop, Caroline Chepkwony y el resto de las chicas de su grupo llevarán ya un rato enjugándolo. Una de ellas se acerca al vehículo en marcha y extiende la mano. La botella de agua vuela de la furgoneta a la corredora y, después, circula entre el resto de la expedición, compuesta por algunas de las atletas de fondo más destacadas de la actualidad. Mujeres cuyos éxitos en la pista les permiten vivir muy por encima de la media de sus vecinos y cuya solidez económica ha sacudido los puntales de la sociedad machista en la que todavía viven. Aunque el esquema empieza a cambiar.

«Eran chicas con talento, pero faltaba alguien que las juntara y les diera apoyo, un objetivo y la motivación para conseguirlo», indica el entrenador. Se podría decir que, hasta la llegada de Nicola a Iten en 2007, no había nadie que preparara a las mujeres de manera profesional, organizada y sistemática para las carreras. Pero es el del italiano un mérito fortuito. Su objetivo era hacer negocio llevando a kenianas y etíopes a los podios mundiales del fondo femenino. Las consecuencias de su labor, si bien motivo de orgullo personal, no fueron intencionales.

«Carolina» le comenta Nicola, italianizando el nombre de la deportista, «hoy has corrido como nunca. El mejor entrenamiento de este año». Pocas semanas después, Chepkwony se llevará la victoria en la prueba para la que se preparaba en aquel momento, la media maratón de Roma-Ostia. En las épocas de entrenamiento, Caroline se hospeda en un apartamento mínimo y lúgubre, que ahora comparte con su hermana menor, quien va a probar suerte en esto de las carreras. Su marido y su hijo viven en su casa, a unos kilómetros de Iten. Lejos de su familia, Caroline puede concentrarse mejor en su trabajo. Aunque confiesa que se escapa a visitarles siempre que puede.

Eran chicas con talento, pero faltaba alguien que las juntara y les diera apoyo, un objetivo y la motivación para conseguirlo

Chepkwony vivió en Alemania durante seis años, que le sirvieron para mejorar su técnica, reducir sus marcas y ampliar su visión del mundo. «En Alemania aprendí que las mujeres se pueden mantener por sí mismas. No es como en Kenia, o en África en general, que alguien gana dinero y lo compartimos entre todos. Allí, para algunas mujeres, cuando el dinero es tuyo, es solo tuyo. Porque [en Kenia] a veces trabajas muy duro para conseguir ese dinero y el otro no, y dice que es de todos. Pero has sido tú quien se lo ha trabajado.»

Ella pertenece a una generación de mujeres cuyo talento le ha permitido tener una vida desahogada, que ha podido viajar y ver las distintas realidades que ofrece el mundo, que ha constatado que en algunos países las mujeres salen de casa para trabajar y los hombres cocinan. Y cree que ese modelo también podría funcionar en Kenia, donde la mujer asume las responsabilidades del hogar, mientras que el hombre, en muchos casos, ve la vida pasar. Así lo piensa también Lornah Kiplagat, exatleta de éxito y creadora del Centro de Entrenamiento en Elevada Altitud. Su centro ofrece infraestructuras a deportistas extranjeros, que traen dinero al pueblo, crean empleo local e interactúan con los locales, intercambiando pareceres de realidades que les son lejanas. Son varios los hoteles y alojamientos para deportistas que han surgido en los últimos años, una forma de turismo deportivo que ha abierto infinidad de oportunidades, muchas de ellas para mujeres: desde camareras a peluqueras, pasando por la venta de recuerdos o fruta. En una sociedad que considera que el rol de la mujer es estar en casa cuidando de los niños, esto supone un salto nada desdeñable.

Es la cuarta vez que viajo a Iten y la tercera que intento entrevistarla. Lornah es una celebridad en el mundo del atletismo femenino keniano, no digamos ya el estatus del que goza en Iten. Solo cuando le aseguro que la entrevista versará sobre cómo el atletismo está ayudando a la emancipación de la mujer, acepta.

«Si das una vuelta por el pueblo, verás que la mayoría de gente que hay sentada en la calle son hombres. Se pasan el día haciendo nada», asegura Lornah. «Pero apenas encontrarás una mujer sentada. Siempre están en casa, cuidando de los niños, lavando, cocinando… Y los hombres tienen una vida más fácil: llegan a casa y lo tienen todo preparado.»

«¿Sabes? En Kenia, la economía la llevan las mujeres… Así que cuanto mejor y más educación reciban, mejor será para el futuro», comenta. Por eso, ella ha decidido dar una zancada más y crear una academia en la que las chicas puedan entrenar y estudiar a la vez, de modo que puedan contar con unos estudios cuando ya no puedan vivir de su velocidad. Lornah es consciente de que el atletismo ha sido (y es) una chispa única y diferenciadora en esta región keniana. «Muchos chicos y chicas que corren ahora, y de mi edad, ganamos mucho dinero en muy poco tiempo. Esto jamás lo habríamos logrado con ningún otro trabajo». Su ejemplo es recurrente entre las mujeres de Iten, conscientes de su labor.

Una mañana, decidimos visitar el punto de salida del «Grupo del Final de Camino». Es uno de los más numerosos de Iten. Había leído sobre ellos en el entretenido Correr con los keniatas (Ediciones B, 2013), de Adharanand Finn. Madrugamos más de lo habitual y nos plantamos en el lugar con la luna casi como único punto de luz. Ese día el grupo no es especialmente grande, pero nos sirve para constatar que en esa parte del pueblo, al final del camino (o al principio, porque es donde el asfalto acaba y empieza la tierra), también parten manadas a la caza de kilómetros. A la vuelta, el conductor saluda a una corredora, una más, con la que el vehículo se cruza. «Era Mery Keitany», nos dice. El de Mery (campeona mundial de media maratón en 2009 y ganadora de las maratones de Londres y Nueva York) es uno de los ejemplos más conocidos de cómo el atletismo ha modificado la estructura del hogar. Su marido, el también corredor Charles Koech, ha sabido asumir un rol secundario en la pareja: la ayuda a entrenar y se encarga de la casa y los niños. La atleta de éxito es ella, pero su éxito es un disfrute para su marido, que siente que también ha contribuido a él. Sin embargo, para nuestro pesar, Mery rechaza nuestra solicitud de entrevista porque –nos dice a través del entrenador italiano Gabriele Nicola– no quiere perder la concentración para una importante carrera que está preparando. Necesitamos más ejemplos. Tenemos asegurada una entrevista con la supercampeona Florence Kiplagat, quien se ha separado dos veces y con cada pareja ha tenido una hija, a las que cuida ahora como madre soltera (y con ayuda de su primo Noah). Aunque no podemos basar la tesis de que los enfrentamientos domésticos causados por el surgimiento del atletismo femenino en la zona resultan en modelos de familia no tradicionales solo con un caso —que sería una excepción también en el mundo occidental—. «Id a hablar con Agnes Kiprop», nos sugiere entonces Nicola. «Ella también se ha separado, pero no creo que hable de ese tema. No suelen hacerlo». 

La casa de Agnes es difícil de encontrar hasta para el conductor, que es autóctono. La atleta nos sale a buscar al camino principal y nos lleva hasta su vivienda. Va vestida con unas viejas zapatillas sin cordones, un forro polar lila con pinta de haber abrigado muchos inviernos y un kanga (una tela florida muy típica de la zona) a modo de falda. Juzgando exclusivamente por el modesto aspecto, nadie diría que ha ganado carreras en Turín, Frankfurt o Praga.

Una verja de chapa oxidada guarda la entrada de su casa. Al superarla, un pequeño huerto queda a la izquierda, un tractor hecho trizas al frente y, junto a este, una amplia vivienda de cemento, anhelo de gran parte de la población local, residentes en angostas construcciones de madera, chapa y barro.

Nos presenta a sus hijos, y también a la limpiadora. En Kenia (al igual que en otros países africanos) es habitual que cualquier familia mínimamente acomodada cuente con una, encargada asimismo de hacer la compra, cocinar y, si hace falta, cuidar de los churumbeles. Lo que no es tan común es que Kevin, el hijo de Agnes, tenga un ordenador portátil a sus diez años. Los hogares que se lo pueden permitir en este país se cuentan con los dedos de una mano. La respuesta a este lujo se encuentra sobre el armario del salón, en las múltiples copas y medallas que Agnes ha logrado a lo largo de su carrera: no es una estrella del atletismo keniano, pero las ganancias logradas con sus piernas le permiten vivir de manera desahogada. Es precisamente ese poderío económico el que hizo que los conflictos afloraran en su casa.

Después de las bienvenidas de rigor, la muestra de fotos del álbum familiar, bromear un poco con los niños y demás, sacamos a la corredora de la casa para la entrevista, a la luz natural de una fresca tarde. No pasa mucho tiempo de conversación cuando, de manera bastante sorpresiva, comenta: «Era mi dinero, pero él quería decidir cómo gastarlo». Jamás se refiere a su exmarido por el nombre.

«Para empezar, él no quería comprar una shamba [un pequeño terreno para cultivar] en Iten. Quería gastarse el dinero en lujos, como un [todoterreno Toyota] Prado y otras cosas. Y yo le dije que no. Que prefería estar sola con los niños y ya vería después», rememora. «Porque si soy yo la que paga la comida, la escuela, la casa, todo… y quizá la otra persona mientras está borracha, eso te provoca mucho estrés cuando estás entrenando. Así que decidí quedarme sola con mis hijos».

Para no soler hablar mucho del tema, con nosotros se ha despachado a gusto. Luego, ya fuera de cámara, da algunos detalles más. «De momento, somos pocas las que nos hemos divorciado, pero cada vez hay más. Recuerdo, durante un viaje a una competición, hablar con una amiga que también se había separado, y coincidíamos en los motivos para hacerlo.» Y ríe tapándose la boca con la mano, como celebrando la coincidencia. Más tarde, sabremos que esa amiga a la que hacía referencia es Florence Kiplagat, la plusmarquista de media maratón. 

El caso de Mery Keitany lo encontramos de casualidad en Etiopía. Gabriele Nicola también entrena a un grupo de mujeres allí, en los alrededores de la capital, Addis Abeba. Nos recomienda entrevistar a la timidísima Feyse Tadese, una de las corredoras más exitosas del fondo femenino etíope. Su pareja, Bekele Adu, ejerce como liebre en el grupo. «Jo, ¡mira estos!», comenta Omer Redi, el traductor. «Vienen a entrenar en coche. Deben de tener mucho dinero.» Casi todo el resto de la expedición se ha desplazado desde Addis a la localidad de Akaki, la zona escogida para entrenar, en un autobús fletado por Nicola y su empresa.

Omer no yerra en sus percepciones, y al llegar a casa de Feyse y Bekele se constata con claridad que en ese hogar hay dinero. Es asombroso cómo Feyse, al igual que todas las demás corredoras, no sólo no oponen resistencia alguna a que las visitemos en sus casas, sino que además nos tratan como a uno más y nos agasajan con té y, en este ejemplo particular, con un banquete digno de una boda. La hospitalidad es intachable en todos los casos y nos sorprende (¡y emociona!) que campeonas de renombre mundial presten su tiempo a unos tipos desconocidos que están haciendo nosequé de un reportaje. 

Feyse no se siente cómoda hablando en amhárico, aunque lo entiende bien. El cámara de la expedición, Rubén San Bruno, sugiere que entrevistemos juntos a Bekele y a Feyse, lo que termina siendo un enorme acierto, ya que la atleta se siente más segura con su pareja y además Bekele ejercerá de traductor entre el oromo —la lengua materna de Feyse— y el amhárico de nuestro traductor, que trata conmigo en inglés. Rubén prepara la cámara y Feyse no sabe dónde meterse. Mira al suelo, levanta la vista apenas un segundo para ver si nos hemos evaporado ya, y la vuelve a bajar en cuanto comprueba lo contrario. Para tratar de que se relaje un poco, me he preparado la típica gracieta:

—Bueno, chicos, ¿quién es mejor corredor de los dos?

—Ella —Bekele no tiene ni que pensar la respuesta.

—¿Y tú qué opinas, Feyse?

—Lo mismo —sonríe.

Al contrario que durante el entrenamiento, en la entrevista le cuesta arrancar. Explica cómo llegó a Addis, cómo se conocieron, cómo Bekele se hace cargo de la mayoría de las labores domésticas, ya que ella se dedica a descansar casi en exclusiva tras las sesiones de entrenamiento. Luego, se suelta y, entre miradas de complicidad con su pareja y tímidas sonrisas, corona la entrevista con un: «Antes, el hombre no hacía nada que fuera considerado responsabilidad de la mujer, ni la mujer se metía en lo que era territorio del hombre. Pero en nuestro caso, Bekele se ocupa de tareas que eran de la mujer, mientras yo salgo a correr, que era cosa de hombres. La tradición mantenía a la mujer al margen, pero no podemos volver a esa situación.»

Si en Kenia quien abrió la brecha de forma más notable para las mujeres fue Lornah Kiplagat, en Etiopía hizo lo propio Derartu Tulu, la primera mujer africana negra en colgarse una medalla de oro en unos Juegos Olímpicos. Fue en Barcelona ’92, en los 10.000 metros lisos. Derartu, seguramente la sonrisa más hermosa de todo el país, nos recibe en un edificio que está construyendo gracias al dinero obtenido con sus éxitos deportivos, que incluyen otro oro en la misma prueba en Sidney 2000 y un bronce en Atenas 2004. Nos cuenta que aquello de correr le gustaba, pero ni se le pasaba por la cabeza poder ganarse la vida con eso. «Iba corriendo a buscar agua, a la escuela, al mercado…» Aquellas carreras improvisadas debieron de resultar un buen entrenamiento, porque pronto la seleccionaron para ir a prepararse profesionalmente en Addis, donde está centralizado el atletismo etíope. Desde su posición de estrellato asegura que ha abogado por la igualdad entre sus compatriotas. Pero nos deja un lamento: «Todavía queda mucho margen de mejora».

La sentencia de Derartu se ve en estampas etíopes cotidianas, como las mujeres que van a las colinas de Entoto a buscar leña para tener combustible y bajan cargadas en sus dobladas espaldas con fardos que un varón occidental no podría ni plantearse mover unos metros. Hemos ido a las colinas en busca de estas escenas. Cuando hemos cumplido y pensamos que prácticamente hemos hecho el día, nos acercamos a un agradable hotel de los alrededores a tomar algo. La suerte nos pone en medio a Yaya Girls, un proyecto co-financiado por Haile Gebrselassie, quien quizá sea el atleta más famoso y exitoso del mundo.

Yaya Girls trata de dar la oportunidad de dedicarse al atletismo a chicas de la paupérrima Etiopía rural, quienes no podrían permitírselo de otra forma. Las chicas del proyecto, en la adolescencia, son más que tímidas, aunque no ponen pegas a que Rubén y el fotógrafo del grupo, Takeshi Kuno, las retraten mientras entrenan. Luego nos atiende Banchi Dessalegn, una de las corredoras y líder de las chicas, que compagina las carreras con su trabajo en el hotel al que hemos ido a beber un refrigerio. Habla bastante inglés gracias a la formación recibida en este programa. La idea del proyecto es que las corredoras seleccionadas compaginen un entrenamiento profesional con un programa educativo. Así, aprenderán habilidades que les permitirán desenvolverse con mayor soltura en el mercado laboral. En resumen: Yaya Girls busca impulsar la emancipación de la mujer a través del atletismo. Además, los responsables quieren colocar a alguna de estas chicas en el equipo olímpico que participará en los Juegos de Río 2016.

Después de visitar Yaya Girls y de entrevistar a las hermanas Dibaba (que de casualidad estaban en el gimnasio del hotel de Yaya entrenando), bajamos de las colinas de Entoto con un subidón considerable. La música en la radio acompaña, con la marchosa y patriótica Tikur Sew, del cantante local Teddy Afro, un tema que despierta rencillas internas en Etiopía, pero que para el oído inexperto (como el nuestro) no hace sino mantener el estado de éxtasis del momento.

Es interesante saber que Haile Gebrselassie está detrás de Yaya Girls. Además del atleta internacional de más renombre, es uno de los empresarios de más éxito del país y aspira a la Presidencia, aunque ese cargo en Etiopía es fundamentalmente simbólico. Haile es una de las entrevistas que le he pedido a Omer que consiga. Y el momento llega un día mientras desayunamos en el Hotel Ras, donde nos hospedamos porque mi enanito mitómano no permitía que nos alojáramos en otro hotel que no fuera en el que estuvieron Mandela y Kapuscinski. Por fin, Haile contesta a una llamada de Omer, a quien conoce de otras tantas entrevistas, y nuestro traductor no le da opción a rechazarnos: «Mira, Haile, es para hacerte unas preguntas sobre deporte y desarrollo. No te vamos a molestar mucho tiempo… Mañana por la mañana, ¿de acuerdo? ¿A qué hora te va bien? ¿A las 10? Perfecto. ¡Hasta mañana!»

Haile no solo tiene una cara amable y divertida, sino que es amable y divertido. El súper respetuoso Takeshi entra en su despacho y empieza a pensar en ángulos para fotografiarle. Le estorba una caja amarilla, demasiado chillona, encima de uno de los armarios que quedan detrás del campeón. Takeshi, que no levanta 170 centímetros del suelo, pregunta a Haile (1,65m) si podría alcanzar y apartar la caja. El atleta se le queda mirando con una sonrisa que le da la vuelta a la cara, como si el fotógrafo estuviera mofándose de su estatura, y la escena nos regala un chiste fabuloso a Omer, Rubén y a mí. La entrevista empieza ya encarrilada.

«Antes de que Derartu Tulu ganara en los JJOO de Barcelona, ¿cuántas mujeres pensaban en convertirse en atletas internacionales? Después de eso, todas ellas empezaron a creer que era posible triunfar en cualquier disciplina, incluido el atletismo», explica. Padre de tres niñas (y un niño) y casado con Alem, por quien profesa un profundo respeto y admiración, Haile es muy consciente de la importancia capital de la presencia femenina en la sociedad. «Incluso aquí en mi empresa, el 55 por ciento de los empleados son mujeres. ¡El 55 por ciento de 1.200 personas! Por eso me va tan bien en los negocios…» Para el corredor, las mujeres son sinónimo de éxito, y cree que cada vez más, ellas mismas se dan cuenta: «Están cambiando su forma de pensar y dicen: “Yo también puedo ganar una carrera”. Y al día siguiente, todo el mundo comenta: “¿Has visto lo que ha hecho la atleta de mi pueblo? ¡Ha ganado en España! ¡Ha ganado en Inglaterra! ¡Ha ganado en EEUU! Espero que, si no puedo llegar tan lejos como ella, al menos yo destaque aquí en mi ciudad”. Y todas las demás…». Y acompaña la última frase con un barrido con las manos, como escenificando que el resto siguen el ejemplo.

Al igual que con los Maasai Cricket Warriors (quienes utilizan el críquet para prevenir a jóvenes de la región keniana de Laikipia contra el sida, la drogadicción y la mutilación genital femenina), me topo una vez más con el deporte como agente del cambio. Un cambio que ahora empieza, que es remoto y débil, pero que está creciendo. Un cambio que, quizá con el tiempo y con no poco esfuerzo, sitúe a las mujeres de esta tierra en el lugar que merecen. Entonces, como dice Lornah, el futuro será mejor.


FOTOGRAFÍAS DE TAKESHI KUNO

LAS HISTORIA DE ESTAS Y OTRAS MUJERES PUEDE VERSE EN EL DOCUMENTAL 01:05:12. UNA CARRERA DE FONDO, DE RUBÉN SAN BRUNO Y JAVIER TRIANA