El sol desaparece durante dos meses del cielo de Tromsø, la capital del Ártico. Pero la naturaleza compensa esa oscuridad con uno de los espectáculos visuales más impresionantes que el ojo humano puede contemplar: las auroras boreales. Solo hay un inconveniente: no siempre aparecen y, cuando lo hacen, son escurridizas. Para observarlas no vale solo con abrir los ojos; hay que ir a buscarlas, a cazarlas.


—Para conducir aquí hay que tener un permiso especial. Para manejarse a oscuras y sobre nieve— dice uno de nuestros guías. 

Parece plena noche, aunque son las seis de la tarde. Casi las siete, pero desde las 14:30 el cielo está negro y su pureza solo la contaminan los cientos, miles, millones de copos de nieve, blancos como siempre, que caen —con mayor o menor intensidad, a ratos con forma de bolita minúscula, casi granizo, y otras como láminas de poliespán— directos a nuestros ojos. 

En Tromsø, 350 kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico, siempre funciona así. Al menos, los días comprendidos entre el 21 de noviembre y el 21 de enero, que es la franja del año en la que esta ciudad deja de ver el Sol. La luz solo dura un par de horas y su intensidad es tan desganada que hace consciente a cualquiera de que el invierno polar ha llegado. Aunque la ubicación costera asegura que las temperaturas no sean tan bajas como podría esperarse; el termómetro varía durante nuestra visita en un agradable arco entre los 8˚ y los -8˚. 

Es el segundo día que nos llevan en «plena» noche a media o una o dos horas de Tromsø para cazar auroras boreales; esta región tiene fama de ser uno de los mejores lugares del mundo para disfrutarlas. El bus va rápido, y cuando no viene ningún coche de frente enciende las largas. Entonces se produce un espectáculo fantasmagórico: las luces iluminan la lluvia o la nieve que cae con rabia y crea formas violentas justo antes de estamparse contra el parabrisas. Como si la naturaleza, que no solo da cosas buenas, hoy buscase venganza. 

 

 

A los lados de la carretera hay varios metros de nieve y los neumáticos avanzan sin miedo sobre el asfalto helado, blanco, transparente. Sobran los motivos para ese permiso de conducir especial del que hablan y que debe certificar la coordinación suficiente entre pedales, volante, cambio de marchas y retrovisores, añadida a la combinación de nieve, hielo, ausencia de luz y renos despistados. Eso en invierno; en verano —con la situación lumínica invertida y seis meses de luz constante—, la preocupación imagino que será no deslumbrarse con el Sol de medianoche. Caprichos del Ártico.

Hoy salimos con Polar Adventures y nuestros guías —Peter, eslovaco, y Stina, natural de Tromsø—, aseguran que pase lo que pase va a ser una noche divertida. Dicen «pase lo que pase» porque hace dos días que el cielo está nublado, opaco, y las posibilidades de ver auroras son muy muy bajas. 

Pero a los dos minutos de arrancar, cuando aún estamos cruzando uno de los puentes de Tromsø  rumbo a algún lugar escondido tras montes y túneles subacuáticos, Peter y Stina ya ejercen su magia y nos envuelven en una narrativa ilusionante. 

Sus palabras se cuelan en la pasiva y recelosa actitud del grupo. Porque el sueño de cualquiera es ver auroras boreales, pero no puede notarse. Porque un sueño, cuando se rompe, corta y desangra. Hay que disimularlo, bien fingiendo que en realidad no tiene tanta importancia, bien castrándolo desde el principio. Por eso en el autobús se oyen murmullos del tipo: «Yo creo que hoy no vamos a ver ninguna». Pero es mentira: todos tenemos la esperanza atravesada en el estómago. 

 

 

Peter hace de brújula. Conduce y actualiza las aplicaciones Aurora, Norway LightsNorthern Eye Aurora, que cruzan datos como la actividad electromagnética, el tiempo atmosférico y la localización en tiempo real, y que serán el primer filtro para decidir en qué dirección vamos y qué promete la noche. Stina dinamiza el viaje. Ambos se complementan a la perfección e interactúan desde sus roles. 

De vez en cuando, Peter le muestra a Stina datos del móvil. Entonces, ella mira hacia el autobús sin ver y sin fijar los ojos en nada concreto. Peter hace lo propio mirando el cielo a través de la ventanilla. Acto seguido, se miran con las cejas levantadas, como si estuviesen a punto de compartir un secreto que solo ellos saben. Primero comentan en voz alta y en voz baja, y pronto aseguran afectados: «Intentaremos encontrar un lugar con el cielo despejado. No está fácil pero… tal vez… tal vez algo…»

Las auroras —salvo excepciones— solo pueden verse en los polos. Y parece pura justicia pero es puro trampantojo. Como un padre desaparecido, el Sol compensa esos meses de ausencia con un regalo superficial (en la alta atmósfera, nada menos) pero precioso. Que no retribuye la carencia de vitamina D, pero que fácilmente encariña y distrae hasta la próxima visita.

Aquí a nadie parece importarle la oposición radical entre la luz que no llega nunca y la luz que está siempre. Hablan del lugar que habitan, Tromsø y alrededores, con una emoción de esas que no hay que enfatizar, porque sale de dentro y nace de un sentimiento de tremenda comodidad con el entorno. 

Sea como sea, las auroras son mensajería directa del Sol. El Sol, de vez en cuando, como en una mala digestión, expulsa de lo más profundo de su masa coronal partículas solares. El Sol, eternamente activo, encendido y omnipotente. Engreído sabedor de que casi todos los seres que habitan su sistema son dependientes de él, esparce su viento por todas partes. 

Cuando llega a la Tierra, choca con el campo magnético y su magnetosfera —que en los esquemas del globo se representa con la forma de patas de araña invisibles—. Entonces los restos de esas partículas solares se deslizan cual tobogán hacia los polos (donde empieza y acaba este magnetismo). Y los átomos se excitan. Y éxtasis: se descarga toda la energía de golpe y en forma de color y movimiento. 

Cuanto más nos alejamos de Tromsø, más microbuses y furgonetas y autobuses aparecen parados en los arcenes. A pocos metros de los automóviles, si sigues el rastro de pisadas, se distinguen en la noche decenas de figuras que buscan lo mismo que nosotras. 

Después de una hora y tres cuartos de trayecto, y tras mucho mirar cielo y móvil y móvil y cielo, llegamos a nuestro destino (uno nada azaroso). Paramos. Pasaremos unas horas a la intemperie, pero llenas de cuidados: primero nos dan trajes de nieve, que nosotras ponemos sobre nuestra ropa ya preparada para el frío, como refuerzo.

También prenden una hoguera al pie del lago y sacan banquetas. Bebidas: café, té y agua. Comida: salchichas de carne o veganas hechas al fuego. Y de postre, dulces. Ahora toca esperar. La oscuridad que nos rodea solo la rompe el fuego y, a lo lejos, las tenues luces de una casa roja de madera. En Noruega, especialmente en la zona costera, siempre se dejan una o varias luces encendidas en las casas, aunque todos hayan salido.  

—Antes, para que los pescadores supiesen volver a casa y reconocer la costa en la penumbra, se dejaba una vela encendida en la ventana— cuenta Stina.  

Y la tradición permanece ahora en versión eléctrica.

Pronto se deja ver la primera estrella. La segunda y la tercera. Cuento cuatro, cinco, seissieteochonueve. Y poco a poco, en determinados ángulos, el cielo nos descubre —diezoncedocetreceveinte— todo su repertorio estrellado. 

Nos vamos acomodando en nuestro rincón de playa y sin darnos cuenta, Stina cobra todo el protagonismo. Stina no es muy alta, tiene el pelo negro y largo, recogido en dos trenzas que cuelgan sobre su pecho. Lleva un gorro y una bufanda de punto azul. Su forma de hablar es teatral pero natural y la expresión de su cara sugiere que siempre se le queda algo (interesante, seguro) por decir. Es una persona carismática. 

Comienza a contarnos una historia. Es de amor. Y es tópica: hay una princesa; una pareja feliz; un trol malvado de la montaña que se entromete y la apresa. Pero el contenido es casi irrelevante gracias a la habilidad de nuestra narradora: Stina nos cautiva emulando la voz de los personajes, haciendo pausas dramáticas, poniendo ojos de pena, mirando a los lados desconfiada e intercalando canciones solemnes en los puntos clave de la trama.

Estamos entre fuego y sombras. Nadie piensa ya en el frío, en el tiempo, en las coordenadas ni mucho menos en las auroras. Precisamente por este motivo, y como si de un ritual se tratase, llega un momento de sintonía, en el que ya se respira tanta comodidad que hemos soltado por completo nuestras expectativas y el cielo las recoge y nos las devuelve. 

 

 

—¡Aquí se ve algo! —advierte Peter agachado sobre su cámara.

Revuelo general. ¡A sus puestos! Nos movemos torpes, hacemos corrillo alrededor del guía y de las respectivas cámaras. Ahí está. ¡Es un halo verde! Un halo que de momento no es visible al ojo humano. La cámara es a la caza de auroras lo que las gafas oscuras a un eclipse de Sol; imprescindible. Pero en este caso es solo parte de un proceso que todavía no ha concluido.

—Vamos a esperar, a ver si viene— dice Peter como si la aurora fuera una fuerza inteligente. 

 

 

Disparamos las cámaras de forma frenética. Como si cada foto legitimara a la anterior: «Sí, sí, efectivamente es una aurora boreal». Aumenta la intensidad del color en la foto y pasa de verde cresta de punky a verde nuclear. Ponemos todos nuestros esfuerzos en verla al natural, entornando los ojos. «Sí, quizá ahí se nota algo. Es esa nube rara, pero ¿por qué se ve gris?».

—La cámara es mucho más sensible que el ojo humano. Por eso la manipulamos de esta forma y por eso es clave para cazar auroras. Porque así sabemos cuándo aparecen y cómo aparecen— explica Peter. 

Sin embargo, tanto él como Stina señalan lo que para mí son nubes —«diría que por ahí va a aparecer otra»— y casi siempre aciertan.

Como habían prometido, las auroras vienen. Se acercan, crecen y poco a poco surge, ligera, la tonalidad que esperamos. Y aunque sea el verde más leve de la escala cromática, la emoción no puede ser mayor.

 

 

Las dos auroras se quedan ahí, tímidas, para deleitarnos. Muchos se fotografían con ellas —«¡Sí! ¡Sabía que las íbamos a ver! ¡Qué suerte!» (sueño cumplido, sinceridad pura)—. Otros simplemente miran y se sonríen. Alguno, más destemplado, se sienta junto al fuego a esperar y a entrar de nuevo en calor.

Tras un buen rato, el cielo se cierra tan rápido como se ha abierto y nos sorprende con una fuerte tormenta de nieve. 

Ya no tenemos nada que hacer aquí. 

Peter y Stina dicen que volvemos a Tromsø, pero que si de camino aparecen otras auroras, pararemos. No se por qué es el primer momento de la noche en que desconfío de ellos. ¿A estas horas? ¿Y de vuelta, si nos hemos alejado precisamente para encontrar el mejor cielo? Hmmm. 

Casi no nos da tiempo ni a cabecear. ¡Peter y Stina han visto algo! El auroramóvil se detiene. La tropa baja. El cielo, que aquí y ahora está mucho más despejado, nos regala una estrella fugaz enorme y con un halo azul. En los breves instantes de su caída, hasta que desaparece, me asusto ante la posibilidad de que sea un meteorito que va a chocar contra la Tierra. Pero no, falsa alarma.

 

 

Jamás había visto una estrella fugaz tan grande y hermosa. 

Y como si las auroras tuviesen miedo de que alguien les robase el protagonismo, envidiosas, vuelven a mostrarse. Se oye un ooooooohhhh generalizado. Y lo que vemos es espectacular.

Primero brota una luz tras la montaña, tiñendo todo de color ciencia ficción, y viene, y crece y se desenrolla. Y baila sobre el grupo con flecos lilas. 

Pero más que el color, impacta el movimiento. ¿Nunca han probado a poner polvo de metal sobre la mesa y debajo jugar con un imán? Esas son las formas que crean la auroras colgando del cielo. Movimientos limpios pero inesperados patrocinados por la magnetosfera.

Aurora cazada.


Fotografías de Paty Godoy