Todavía hay escritores que pasan por América Latina —errantes pero no vagabundos, sin desarraigo, ni exilios; solo sujetos que abandonan lugares (sean o no los de origen)—, pero que conservan la voz de siempre. ¿Es Roberto Bolaño la atractiva rareza entre esos autores que aún pasan por Latinoamérica? ¿Es la excepción que sin ser mainstream se convierte en un éxito?


A) Definición en negativo

No son sedentarios, eso queda claro desde el inicio. Son errantes, se entiende, en al menos ambos sentidos del término; en eso también tendríamos que estar de acuerdo desde el inicio. Pero, hablando estrictamente y al pie de la letra, no son vagabundos, o en todo caso se trataría de un cierto tipo de vagabundos intermitentes, puesto que tienen entre sus costumbres conocidas la puntada de quedarse por temporadas (a veces largas) en ciertos sitios. Algunos hasta se dan tiempo para hacer amigos, adquirir escritorios y sillas y camas o, incluso, construir sus propias casas. Algunos, impelidos más por la necesidad que por la conveniencia, hasta encuentran trabajos que luego listarán en sus curriculum vitae imaginarios como «toda suerte de trabajos».

No son desarraigados bien a bien porque tienden a formar comunidades en los territorios por donde pasan. Se les conoce, por ejemplo, en ciertos bares o cafés, en los pasillos de ciertas silenciosas bibliotecas, en las azoteas de algunos tétricos edificios o en los cuartos de invitados de ciertos amigos. No son exiliados, al menos en el sentido político que el siglo XX le dio al término, porque van y vienen más o menos a conveniencia propia y con pasaportes civiles.

Podrían ser migrantes profesionales si tuvieran la disposición o el tiempo para pasar horas y horas haciendo colas en distintas oficinas de gobierno para firmar los documentos que confirmarían tal identidad. Podrían ser diaspóricos si a la definición oficial (dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen) se le suprimiera la palabra «origen», para poder decir, entonces, que se trata de seres humanos que abandonan lugares, sean éstos de origen o no.

B) Pasar por

Hablo de escritores, por supuesto. Hablo del problema (o morbo, o afán) de identificar y explorar el trabajo de una serie de escritores que han pasado por territorios conocidos como Latinoamérica durante el siglo xx. Y pasar por es aquí una mancuerna de palabras que he tardado mucho tiempo en seleccionar. No son escritores que son de Latinoamérica, pero pasar por Latinoamérica no quita la posibilidad de haber nacido ahí. No se trata de escritores que hayan viajado por Latinoamérica, aunque para pasar por ahí sea necesario iniciar más de un viaje.

Habría que pensar en Bolaño como uno entre la saga de escritores que andan por ahí, pasando por sitios y lenguas de América Latina

Podrían ser Malcolm Lowry o Graham Greene o D. H. Lawrence, pero más bien serían como Witold Gombrowicz o Leonora Carrington o, sí, en efecto, Roberto Bolaño. No son, en definitiva, Vladimir Nabokov o Joseph Conrad o Samuel Beckett, conocidos entre otras cosas por su versátil uso de una nueva lengua, sino Gerardo Deniz o María Negroni o, en efecto, Bolaño, escritores que habiendo pasado por Latinoamérica escriben todavía en una de las formas del lenguaje dentro del cual crecieron. Ojo: aun y cuando vivan en los Estados Unidos, dentro de cuyo territorio se escribe hoy en día buena parte de la literatura latinoamericana de nuestros tiempos, no son US Latino Writers, ni New Latino Writers, ni US Writers. Se trata de escritores que pasan por América Latina, sí, haciéndose también pasar por muchas otras cosas, abriéndole así la puerta a la despersonalización lo mismo que a la desterritorialización —que no es sino otra forma de enunciar la forma fluida y poco cabal de las identidades contemporáneas—. He aquí el asunto: me refiero a ese tipo de escritores que habitan de manera esporádica (que no diásporica) sitios y lenguas con los cuales desarrollan una relación de dinámica resistencia más que de amable acomodo.

C) El quid  del asunto

La traducción del latín al español sería, según el diccionario de la Real Academia: el porqué del asunto. Era finales de primavera y, sin embargo, la tarde se deslizaba gris y lenta del otro lado de las ventanillas cuando, de repente, de la nada, como se dice usualmente, brotó de algún lugar de ese cielo gris un granizo atronador y por demás blanquísimo que me hizo levantar la vista del libro que leía solo para pensar, literalmente de la nada, en lo triste, lo verdaderamente triste o, ligeramente perturbador que habría sido para Bolaño saber y ser testigo del enorme éxito de sus libros traducidos al inglés.

Supongo que el gris de fines de primavera y la súbita aparición del granizo algo tuvieron que ver con el mórbido pensamiento que me hizo recordar un artículo escrito por la académica Sarah Pollack en el que explica la serie de retruécanos culturales y políticos que, tras bambalinas aunque no tanto, ayudan a explicar la súbita y más que presurosa «normalización» de los textos bolañianos en el mercado, y se dice así en efecto, el mercado del libro en Estados Unidos. Cualquier otro habría estado feliz, se asume, pero Bolaño, quien a todas luces gustaba de presentar sus libros como armas de un valiente (y valiente es un vocablo al que recurría con frecuencia para calificaciones literarias) andariego algo crepuscular pero no menos apasionado por la «auténtica» y «verdadera» literatura, tendría que haber respondido con, al menos, algo de incredulidad y, luego, con algo de compulsivo enojo y, por qué no, hasta con ancestral rechazo.

No sabremos nunca, por supuesto, lo que habría hecho (y con toda seguridad es casi mejor que sea así), pero esa tarde de primavera gris sombreada, además, por la irrupción del blanquísimo granizo (¿pero puede algo tan blanco en verdad «sombrear» una tarde de primavera?), no pude sino preguntarme cómo se le hace entonces para proteger al libro, al libro verdadero, al libro que es, al menos, dos libros (ambos con el filo dentro), de la normalización del mercado y la campechanería de la moda y la ramplona cascada del halago que es, a fin de cuentas, más mohín o hartazgo que halago.

No estoy del todo conforme con la respuesta que me di entonces frente a la ventanilla del autobús del mediodía (porque era, además de fines de primavera, en efecto, un poco después del mediodía) pero fue esta: habría que pensar en Bolaño no como una excepción exótica (y concéntrica), claro, sino como uno entre la saga de escritores que andan por ahí, pasando por sitios y lenguas de América Latina de manera esporádica, desarrollando, mientras tanto, en el mismo trance de pasar por ahí, una relación de dinámica resistencia más que de agradable acomodo con ese cúmulo de cosas a los que por falta de mejor término acabamos nombrando no pocas veces como «el entorno».

¿Hay, de verdad, un hilo que va de esos 24 años que Witold Gombrowicz pasó en Argentina a, por ejemplo, Lina Meruane, esa escritora chilena que vive y produce una obra en español en el Nueva York de nuestros días? ¿Existe un hilo, se entiende que estético, entre los libros de Horacio Castellanos Moya, el centroamericano que pasa temporadas bastante largas tanto en Estados Unidos como en Europa y, digamos, Eunice Odio, la poeta costarricense que murió en México? ¿Son unidades de dispersión de cepa tan distinta escritores como el peruano César Moro y el centroamericano Rodrigo Rey Rosa o la mexicana Valeria Luiselli?