Estábamos ahí para consumir, para ver del otro lado cabezas rubias y puentes enormes: no éramos mejores que los demás viajeros, que también esperaban ansiosos para mostrar su visa en la garita. ¿Quién no ha soñado alguna vez con la gigantesca escultura de la chica de la antorcha? Una hilera muy larga, no sabría decir de cuántos metros, nos separaba de la línea y, sin embargo, el tráfico era más o menos fluido, como si cruzar fuera apenas un trámite y no lo que era: un trance, un momento decisivo no carente de emociones intensas (perros que buscan droga, posibles terroristas, un atentado), un sacudimiento ante la frontera.
El truco de la gente que se cree muy inteligente es pretender que nada la impresiona, que viene de vuelta de todo, que es capaz de digerir con calma ejemplar cualquier relato. No es nuestro caso, porque la frontera siempre nos sobrecoge: nos hace levantar las cejas y abrir los ojos, de una forma que haría reír a esa gente tan experimentada. Hay que abrir los ojos para...
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