Érase una vez un paraíso creado en el país más socialista del mundo.

Donde todo pertenecía a todos y nada pertenecía a nadie.

Donde todo el mundo sabía leer y escribir, pero solo se podía escribir aquello que el poder permitía y leer lo que el poder aprobaba.

Donde a cada aldea llegaban electricidad, autobús y propaganda, pero el ciudadano común y corriente no tenía derecho a un coche propio ni a una opinión propia.

Donde todo el mundo podía contar con una sanidad gratuita, pero había personas que desaparecían sin dejar rastro.

Donde la educación de las masas era una prioridad, pero cada pocos años se llevaban a cabo purgas entre las élites.

Donde todo el mundo tenía derecho a la alegría del progreso y a los vítores de las manifestaciones, pero contar un chiste suponía un desafío a la autoridad y al destino. Por eso se recomendaba a los ciudadanos que sintieran entusiasmo y felicidad, ya que una muestra de descontento o una broma inoportuna, o sea, agitación y propaganda, podían suponer de seis meses a diez años de cárcel.

Sin embargo, en el paraíso no había prisiones políticas, sino tan solo «campos de reeducación» destinados a modificar la conciencia de los enemigos del pueblo por medio de lecturas, torturas y trabajo forzado.

En el paraíso todos eran iguales, sin embargo a las personas se las dividía en mejores y peores: los que tenían «buena biografía» y llevaban una vida cándida, y los que tenían «mala biografía» y eran vejados desde el mismo día de su nacimiento. Los buenos debían relacionarse con otros buenos y los malos con otros malos, y compartir sufrimiento. Los buenos en cualquier momento podían pasar a ser malos. Los malos, por norma general, seguían siendo los peores hasta el día de su muerte.

La autoridad manejaba la vida de todo ciudadano y decidía quién iría a la universidad y quién a la cooperativa. Quién sería arquitecto y quién albañil. Quién sería persona y quién despojo humano. Quién tendría suerte, quién vegetaría y a quién se le arrebataría la vida.

La autoridad regulaba los sueños y los cercenaba hasta el punto de que la gente acabó por desaprender a soñar.

En 1967 se anunció solemnemente la muerte de Dios; en realidad, su eterna inexistencia, y, por consiguiente, la futilidad de todas las religiones. A partir de entonces, la única religión sería el socialismo y la fe compartida en la fuerza del hombre nuevo.

Desde 1978 el país-paraíso dejó de contar con otros Estados: no debía nada a nadie ni de nadie quería ayuda. No conocía inflación, desempleo, créditos ni deudas. Era autosuficiente.

Sus fronteras, todas, venían marcadas por el alambre de espino.

Quienquiera que intentara saltarlo debía ser abatido sin avisar.

Los que vivían de acuerdo con el reglamento del paraíso estaban convencidos de ser las personas más dichosas del mundo. Algunos, antes de dormirse, se preguntaban qué era la libertad; otros opinaban que no les faltaba de nada. La autoridad proporcionaba techo y comida, escuela y trabajo, de manera que los ciudadanos no tenían que preocuparse por nada. Tan solo debían tener cuidado con lo que decían, hacían y pensaban.

Desde 1976 su país-paraíso se llamaba República Socialista Popular de Albania.

Su único Dios verdadero era el Camarada Comandante Enver Hoxha.

***

Las montañas observan a la persona, pero sus ojos están vacíos. La persona levanta la vista y contempla una belleza vibrante y áspera. En el fondo del valle de Zagoria, al pie de las laderas, somos más pequeños que las esquirlas de piedra, el espacio convierte nuestros cuerpos en sombras.

A nuestro alrededor el tiempo destruye las casas y mutila la memoria. Falta de todo para seguir viviendo. La gente envejece, rota por lo vivido y añorando lo que nunca sucedió.

Los que conservan las fuerzas y no piensan en las humillaciones huyen de Zagoria en busca de mundos mejores. Abandonan sus decaídas casas y sus campos rodeados por muros de piedra. Se llevan a los niños, la esperanza del futuro.

El autobús estatal ya no llega hasta aquí, solo hay todoterrenos privados y un abollado furgón que avanza a duras penas por una pista de tierra. Los ancianos agitan el brazo para despedir a los que dejan tras de sí las paredes a medio pudrir, las cercas que se caen y los tejados ya caídos.

Los niños se pueden contar con los dedos de una mano; casi todas las escuelas de la zona han quedado desiertas, aunque todavía es posible cruzar sus vencidos umbrales para contemplar el pasado. En las vitrinas de color celeste se acumulan modelos tridimensionales del cuerpo humano, amperímetros y voltímetros petrificados bajo una capa de polvo, desde un rincón se asoma un cerebro de plástico. Las desconchadas paredes siguen soportando el peso de los carteles de propaganda.

«No hay mayor honor que ser amigo del libro».

Sobre la agrisada pila de obras abandonadas de Karl Marx, Friedrich Engels y Enver Hoxha, llama la atención un libro conmemorativo con tapas de piel artificial de color rojo destinado a ensalzar el socialismo albanés entre las generaciones futuras.En el orwelliano año 1984, la autoridad anunció lo que sigue:

«A lo largo de cuarenta años de titánico esfuerzo, los albaneses han alcanzado un éxito sin parangón bajo el liderazgo del Partido y del camarada Enver Hoxha.

Los años de la Edad Media los han encerrado para siempre en un museo y los albaneses se han dado a conocer al mundo como el pueblo de un país del todo independiente que con sus propias fuerzas está creando fructíferamente una sociedad socialista. Nuestros ciudadanos se han convertido en dueños de su propio destino y hoy levantan y protegen una nueva vida: sin opresores ni oprimidos, sin tratados esclavizadores, sin miseria. Cada año avanzamos un paso más».

Un liso y amplio silencio llena la escuela rural abandonada. Como si en una veintena de kilómetros a la redonda no hubiera quedado nadie.

«Todos estos logros son fruto de la feroz lucha de clases, de la superación del atraso y la supresión de las intrigas internas y externas urdidas por nuestros enemigos. Albania es el país de un pueblo renacido de fisonomía completamente nueva. Entre las antiguas fortalezas, símbolo de la pertinaz resistencia de las remotas épocas de invasiones, se levantan ahora las torres metálicas de las fortalezas de la nueva vida: fábricas, consorcios industriales, pozos de prospección, presas de agua productoras de energía. Esta industria poderosa y moderna constituye una de las principales victorias de la clase trabajadora y el pueblo albanés».

Por fin, un sonido: a lo lejos el renqueante tintineo de cencerros de hojalata, los carneros balan a coro doliente.

«La Albania socialista goza de gran autoridad y de una firme posición internacional; asimismo, cuenta en el mundo con numerosos amigos y aliados bien dispuestos. Rodeada y acosada por pérfidos enemigos, opone decidida resistencia a los apetitos y bloqueos imperialistas […]. En cuarenta años hemos logrado todo aquello que no se había conseguido durante siglos. Los albaneses han creado esta maravillosa realidad, y avanzan ahora, sin sombra de duda, con el optimismo de una sociedad segura de su futuro».

A esta introducción la sigue una serie de gloriosas fotografías en las que aparecen edificios excelsos, parques ejemplares, hombres trabajadores y mujeres virtuosas. Cada individuo ocupa el lugar que le corresponde, cada individuo se alegra de la tarea asignada. Rostros de maniquíes concentrados y bienhumorados.

Paso la mano por la tapa del libro. Una gruesa capa de suciedad se pega a los dedos.

Apenas un año después de la publicación del libro conmemorativo, el 11 de abril de 1985, el corazón del amado líder dejó de latir y el país se quedó petrificado de desesperación e incredulidad. Seis años después –un tiempo tan corto que transcurrió, sin embargo, de forma tan lenta–, los que protestaban en Tirana hicieron añicos el monumento al inmortal.

En julio de 1991 se amnistió a todos los presos políticos y los crímenes del régimen adquirieron forma de estadísticas.

Durante cuarenta y siete años las autoridades comunistas mantuvieron encerrados a 34 135 presos políticos.

En un país de menos de dos millones de ciudadanos se asesinó por orden del Partido a 6027 personas.

984 murieron en las cárceles, 308 perdieron la razón a consecuencia de la tortura.

59 000 fueron a parar a campos de internamiento y más de 7000 murieron en campos de trabajo forzado o en el destierro.

La Sigurimi, los servicios de seguridad albaneses, envolvió miles de viviendas con una red de escuchas y reclutó como colaboradores a más de doscientas mil personas. Los albaneses siguen convencidos hasta hoy de que uno de cada cuatro ciudadanos era un delator. Y cuando pregunto cómo es posible, contestan: «El régimen lo podía todo, nos aterrorizaba con el arma del miedo. No había forma de huir de él».

No obstante, según una encuesta realizada en 2016 por la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, hasta el cuarenta y cinco por ciento de los albaneses ven en Enver Hoxha un político destacado y un buen administrador, y solo un cuarenta y dos por ciento lo considera un dictador y un asesino. Más de la mitad de los encuestados se mostró de acuerdo con la afirmación de que el comunismo era una ideología teóricamente justa, solo que mal llevada a la práctica.

Viajé a Zagoria con Olti, que nació en esta zona y es hoy profesor en la Universidad de Tirana.

–¡No, imposible! –le interrumpió bruscamente uno de los pasajeros del abollado furgón cuando, en el marco del proceso de presentaciones típicamente albanés, Olti mencionó a qué se dedicaba.

–¿Cómo que imposible?

–Si de verdad fueras profesor en Tirana tendrías tanto dinero de los sobornos que no vendrías con nosotros en este trasto, sino que viajarías en un cochazo con tracción a las cuatro ruedas.

Los pasajeros que nos oían asentían con la cabeza. Pues claro que sí. ¡Se descubrió el pastel! ¡A nosotros no nos la pegas!

–Si mi hijo no puede aprobar un solo examen en la Universidad de Gjirokastra sin pagar un soborno, en Tirana será diez veces peor –añadió el hombre dando por zanjada la discusión.

Olti se desalentó y también me desalenté yo.

Cuando al día siguiente entramos en la escuela abandonada en Ndëran, me dio la sensación de que se emocionaba al ver los voltímetros polvorientos, los modelos de plástico y los mapas descoloridos. La mayor parte del equipamiento de su laboratorio en la universidad recuerda también la época comunista, ya no queda ni rastro de la valiosa colección de rocas y piedras preciosas que los estudiantes fueron robando a lo largo de los años.

-Cuando estalló la libertad todos perdimos la razón –sonríe Olti–. Yo era un mocoso. Impulsado por la ola de desbordantes emociones, fui corriendo a la escuela, cogí una piedra de gran tamaño, tomé impulso y la lancé con todas mis fuerzas contra una ventana.

Toda Albania gritaba: «¡Borrón y cuenta nueva!». Todos salían de sus casas y en un arrebato de euforia irracional destrozaban aquello que asociaban con el comunismo: escuelas, hospitales, fábricas…

–«¿Por qué rompiste ese cristal?», me preguntó la maestra. No supe qué contestar. «No quiero una ventana comunista», balbucí con la cabeza gacha. Después la levanté e, inspirado, añadí: «¡Sali Berisha instalará ventanas nuevas!». ¡El líder del partido democrático nos instalaría unas ventanas mejores, democráticas! No teníamos ni idea de lo que significaba ser libres, pero teníamos fe en que enseguida todo sería como en Occidente.

–Los que pudieron huyeron de aquí para salvarse –asiente con la cabeza Petraq, un tío de Olti que se quedó en el terruño–. Antes había casas de la cultura, fiestas populares, trabajo y dignidad.

Ahora no hay nada.

Petraq deposita en el mantel un trozo de queso tierno y una botella de raki de ciruela de fabricación casera. Pese a nuestras protestas, un pequeño cabrito que deambulaba hace un rato alrededor de nuestras piernas no tardará en ser degollado.

«La casa de un albanés pertenece a Dios y al huésped», dice el Kanun, una recopilación medieval de leyes que ha regido durante siglos en suelo albanés.

Lo que había de suceder ya ha sucedido.

El tiempo alisa los bordes de los recuerdos, el pasado se deforma bajo el peso del presente. A los habitantes de Zagoria solo les queda la memoria, lábil y nebulosa.


Pieza publicada en el marco del ciclo ‘Rincones: Albania’

Ilustración de cabecera, Ximo Abadia

Fragmento del libro ‘Barro más dulce que la miel, de Margo Rejmer  (La Caja Books, 2020)