Ayer era uno de esos sábados en los que me había prometido a mí misma quietud, sofá y manta después de una semana agotadora de trabajo. De hecho, los días laborales habían sido ligeramente sostenibles, imaginándome ese trofeo merecido que solo vendría después de superarlos. Por la mañana, me despertó esa típica sensación de desenfrenó con la que temes haberte quedado dormida. La pesadilla recurrente de no haber escuchado el despertador y no llegar a tiempo a trabajar. Tras varios ejercicios de cálculo, pronto me di cuenta de que por fin había llegado mi día de descanso. ¡Qué placentera conclusión cuando, en esa delgada línea entre la vigilia y el sueño, todavía combates los fantasmas de la noche!
Todo iba según lo planeado hasta que un recado de última hora me despegó por unos instantes de la lectura y el sofá para sacarme a la calle con un modelito poco meditado. Se me escapaba, así, un detalle importantísimo: que a partir del instante en el que se pisa la calle, nos sometemos irremed...
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