Los melones de Torres de Berrellén eran distintos. Eran más oscuros —de un verde que intimaba con el negro— más asurcados, con arrugas gruesas y marcadas. Más alargados, pesados, grandes. Pero, sobre todo, eran más dulces y sabrosos. Los melones de Torres de Berrellén dieron fama a su pueblo. Cuentan que de toda España venían camiones a buscarlos. Que se vendían en los mercados y los puertos de Valencia, Barcelona o San Sebastián. Por la noche, furtivos, los llevaban en carretas al Mercado Central de Zaragoza. Ese eco nocturno —el rechinar de las ruedas de madera en los caminos de tierra y el crujido de la carga chocando entre sí— se grabó en la memoria de este pueblo. Y se quedó allí: en la memoria. Como un recuerdo, como una historia mil veces escuchada.

En algún momento, Torres de Berrellén, el pueblo de los melones, lenta pero súbitamente, se quedó sin melones.

De aquello han pasado casi seis décadas y Mariano Franco Latorre, que sostiene sus lúcidos y frescos 82 años en dos bastones de madera clara, es tajante en los porqués: «Los agricultores eran ya mayores y la juventud no los sembraba».

Mariano Franco Latorre.

Sin embargo, por aquí se habla de una desaparición trágica y repentina. Culpan a una misteriosa enfermedad que impedía que crecieran, que secaba sus hojas. O a las aguas contaminadas, que arrastraban Ebro abajo residuos químicos de las fábricas de Navarra. Cuentan que el suelo estaba agotado, enfermo por la falta de rotación, y que los hongos acababan con las plantas.

En algún momento, Torres de Berrellén, el pueblo de los melones, lenta pero súbitamente, se quedó sin melones

Cuando Chuma Sahún nació, en 1980, hacía unos 15 años de la desaparición del Melón de Torres. Pero en su casa siempre escuchó historias de esa fruta, que en algún momento fue el cultivo más importante del pueblo. Su abuelo José fue agricultor y le hablaba de su sabor tan dulce, de su forma. Le enseñó, también, a fabricar los cestillos donde los colgaban en las vigas de las casas: cuatro aneas que se mojaban, se dejaban secar y se volvían a humedecer, para, ya flexibles, anudarse en ambos extremos. Debido al grosor de su cáscara, los melones duraban dentro de estas celdas hasta la navidad, colgados.

En 2015 Chuma empezó a plantearse la posibilidad de recuperar el melón de Torres y su abuelo José fue el primero al que le contó la idea. «En todas las casas el melón de Torres de Berrellén fue una llama que se fue apagando. No solo físicamente, también conceptualmente se perdió. Estaba en la leyenda y en la memoria, pero estaba desapareciendo. Había que rendir homenaje a nuestros mayores, a nuestros abuelos. A lo que hicieron y se perdió. Lo que fue Torres», dice Chuma, dentro de un coche blanco donde nos refugiamos del cierzo.

En 2015 Chuma empezó a plantearse la posibilidad de recuperar el melón de Torres y su abuelo José fue el primero al que le contó la idea

Entonces, acudió a contarle la idea a Jesús Causapé, científico titular del Instituto Geológico y Minero y vecino de Torres de Berrellén. Un año después, Chuma y Jesús acudieron al Banco de Germoplasma Hortícola en busca de las semillas del melón perdido.

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El Centro de Investigación y Tecnología Agroalimentaria de Aragón (CITA) está en las afueras de Zaragoza. Es un conjunto de edificios serios, funcionales, ocultos por el vallado que bordea la carretera, y custodiados por la vegetación y los huertos experimentales. En uno de estos edificios serios derrocha simpatía Cristina Mallor.

Cristina Mallor calibrando una judía por petición del cámara.

Cristina es Doctora ingeniera agrónoma y, entre otros cargos, responsable del Banco de Germoplasma Hortícola del CITA. Hoy Cristina ejerce también de actriz: los compañeros de comunicación del Centro han venido a grabar las instalaciones y el laboratorio se ha convertido en un escenario. Los botes de semillas y el instrumental se colocan aquí o allá, según criterios estéticos, una mano calibra una judía tras la indicación del cámara y Cristina me cuenta, con uno de estos frascos de attrezzo en la mano, el proceso de guardado de las semillas: «Las conservamos en frascos con cierre hermético. Dentro ponemos bolsitas con gel de sílice. Metemos las semillas ya casi secas y el último secado lo hacemos con el gel. Este gel es naranja y al absorber la humedad cambia a verde. Cuando está verde lo quitamos y ponemos otro naranja. Cuando ya deja de cambiar de color es cuando las congelamos, a -18 grados, en las cámaras».

Desde estas Instalaciones Mallor ha participado en la recuperación y conservación de cebollas, tomates, pimientos, judías… Decenas de cultivos tradicionales de la huerta aragonesa. Sobre la desaparición del melón de Torres me dice: «Es algo que ha ocurrido mucho con las variedades tradicionales, se han perdido. Por la sustitución por cultivos comerciales, por ejemplo. En otras ocasiones se ha cambiado el modelo de producción: ahora prima mucho el monocultivo, ya no son producciones en sistemas familiares. Y tampoco hay tanta oferta de verduras o frutas».

Interior del banco de semillas.

En los sótanos de un edificio anexo del CITA se encuentran los frigoríficos. Dentro, desde 1981, se conservan las semillas. Más de 17 000 variedades de 300 especies se refugian aquí ante el peligro de la desaparición. La posibilidad de grabar el vapor saliendo, al abrirse la puerta de la instalación frigorífica, entusiasma al cámara y a mí me permite también entrar en ella. Son 18 grados bajo cero, así que el frío golpea en la nuca y adormece los párpados. Es como un congelador enorme convertido en archivador. Dentro solo hay frío, filas de estanterías enormes, frío, y decenas de frascos numerados y apilados en estantes metálicos. Cada uno de estos tarros conserva el origen de un vegetal en espera de algún agricultor que lo reclame para volver a brotar. Mientras en el interior Angelines sostiene un recipiente con futuros melones, Mallor me habla de cómo el envejecimiento también puede ser futuro. «Aguantan mucho tiempo deshidratadas y congeladas. Porque lo que hacemos es disminuir el ritmo metabólico de las semillas. Envejecen, pero lo hacen mucho más despacio. Para despertarlas, con un día que estén a temperatura ambiente, ellas vuelven».

Son 18 grados bajo cero, así que el frío golpea en la nuca y adormece los párpados. Es como un congelador enorme convertido en archivador. Dentro solo hay frío, filas de estanterías enormes, frío, y decenas de frascos numerados y apilados en estantes metálicos

Cuando Jesús y Chuma llegaron aquí, en 2016, no había semillas de melón de Torres de Berrellén.

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El pueblo es tranquilo en exceso. Son las 5 de la tarde de un martes y casi nadie camina por estas calles de casas bajas y comunes. En el centro, en la fachada de lo que parece un almacén, hay una lona enorme con la foto de un melón amarillo;  una chica joven mira su móvil en el banco de una plazoleta, rodeada por un eslogan feminista tallado en la piedra. Los que pasan saludan como en todos los pueblos —como en ninguna ciudad—, pero te miran con curiosidad de arriba abajo, —escudriñándote— para recordarte que todos somos forasteros a 10 minutos de nuestra casa.

Torres de Berrellén está ligado a la agricultura desde su fundación. La propia palabra Torres hace referencia a ello. Las torres eran las edificaciones que se colocaron en las plantaciones de la antigüedad, para vigilar y dar techo a los trabajadores del campo. La población más cercana era El Castellar, una localidad crecida en torno a una fortaleza cuyas ruinas se ven ahora en lo alto de la montaña. Desde esa cima decidieron poner cultivos aquí abajo por la calidad de la tierra y su cercanía al río. Con el pasar de los siglos, y tras varios enfrentamientos de los nobles de El Castellar con nobles de Zaragoza y otras tierras, la población terminó huyendo a vivir a Torres, y el pueblo y su fortaleza se fueron consumiendo.

Actualmente, el peso de la agricultura ha perdido importancia en el pueblo, a pesar  de los campos extensivos de maíz de las afueras. La cercanía con la capital y sus industrias próximas ha permitido que la población sea prácticamente la misma desde principios del siglo XX, aunque los torreros ya no trabajen aquí. Pero a mediados del siglo pasado la agricultura, y fundamentalmente el melón, aún era el centro de la vida aquí. En los huertos familiares la gente seguía cultivando cebollas, patatas, tomates. Y melones. Alguien podría tener semillas.

Chuma y Jesús comenzaron a preguntar. Algunos ancianos les contaban que hasta hace poco tiempo guardaban algunas, pero estaban perdidas o las habían tirado en alguna limpieza o mudanza. Decidieron usar las redes sociales para ver si podían hallarlas en alguna población cercana. Nada. Seguían dando voces, preguntando. Entretanto sembraron las que Cristina Mallor les había facilitado en el Banco de Semillas. No eran de Torres, pero eran de tendral, su misma familia, y de poblaciones cercanas. Tal vez con ellas este suelo producía lo que estaban buscando.

En los huertos familiares la gente seguía cultivando cebollas, patatas, tomates. Y melones. Alguien podría tener semillas

Un día de 2016, Antonio Sebastián, un octogenario de Torres, comentó a Jesús que quizá sabía de alguien que podía conservar algunas. Andrés Ferrer era amigo suyo y sabía que los había plantado hasta no hacía mucho tiempo. Pero Andrés padecía demencia senil. Así que Antonio entró en el granero de Andrés y allí encontró un frasco en el que ponía «Semillas de Tendral de Torres».

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El primer día que estuve aquí no vi a Jesús Causapé. No lo vi, aunque estaba. Llegué con Chuma Sahún a esta parcela de tierra, que está en uno de los extremos del pueblo, en la Avenida de Los Pirineos. Chuma me llevó en coche hasta la barca de sirga. Una embarcación que une Torres con la otra orilla del Ebro, debajo de las ruinas del Castellar. Chuma me explicó que había sido restaurada hacía poco y que se seguía utilizando a la manera tradicional: con la sirga, a mano. Una serie de líneas de metal unen una orilla con la otra, por encima de la barca, y esta, con el esfuerzo de quien tira de la sirga, traslada al otro lado personas, vehículos y mercancías. Mientras tanto, Jesús trabajaba en la huerta montado en un tractor y varias personas amontonaban patatas.

Jesús Causapé padre en su huerta.

Al día siguiente, al llegar, tampoco le vi. Pero encontré a otro Jesús Causapé, su padre. Estábamos en su parcela, donde se plantaron las primeras semillas recuperadas de melón tendral, al lado del invernadero. Él sentado en su andador metálico rojo y yo en una silla blanca de plástico manchada de tierra, preguntando. Pero él no quería hablar del campo, ni de melones, prefería hablar de Used —el pueblo de su mujer— y de Bilbao y de mí. Detrás de él había unos columpios y una mesa metálica donde los niños habían encerrado tierra en envases de plástico y cristal jugando a ser agricultores. Más allá, un pedestal de piedra caliza oscura y grande, traída de Calatorao, esperaba una escultura metálica de 2 metros que servirá de homenaje al Melón de Torres de Berrellén.

Pero él no quería hablar del campo, ni de melones, prefería hablar de Used —el pueblo de su mujer— y de Bilbao y de mí

«Este terreno es de mi padre. Y este es de la parroquia —dice Jesús Causapé hijo, señalando las plantas que crecen a unos metros—. Los primeros ensayos los hicimos en este huerto y en este invernadero. Alrededor estaban las huertas de la parroquia, abandonadas y acumulando basura. Yo les propuse labrarlas y limpiarlas para que ellos tuvieran sus propias huertas. No pudo ser. Y al final se las arrendamos y montamos un huerto comunitario. Hay unas 10 familias. Aquí todo se cultiva entre todos y todo lo que se recoge es para todos. Cultivamos todos los productos de temporada. Además, lo hacemos sin abonos ni productos fitosanitarios».

Hablo con él dentro del invernadero mientras da consejos y ayuda a quienes están cargando cajas de patatas en una furgoneta. A Jesús, sobre todo, le gusta el campo. Y yo, que no sé nada de la huerta, le pregunto sobre el proceso por el que una semilla se convierte en planta. «Antiguamente se cogían las semillas, se humedecían durante 24 horas en un bote con agua y luego se envolvían en un trapo húmedo y se metían en una soperita cerrada. Eso se ponía en un lugar caliente, que podía ser la femera, si tenían caballos o mulas. Ahora, se ponen, por ejemplo, en el cuarto de la caldera. A las 24 horas a esas semillas les sale el grillón y ya es más fácil que nazcan. Se ponen varias semillas en la tierra y se cubren. Con paja, con tierra-fiemo. Este sustrato se pone porque el suelo de aquí, al ser tan arcilloso, cuando llueve forma una costra muy dura que la semilla no puede romper y el melón no nace».

Jesús Causapé en la huerta comunitaria.

Pero esta característica del suelo de Torres de Berrellén, una mayor concentración de arcilla, más allá de una amenaza, es parte clave en uno de los elementos que hacen a su melón único. Para que una hortaliza, un tubérculo o una fruta tenga unas características concretas, el suelo en el que crece es definitorio. También lo es el tipo de agua y la cantidad de esta que reciben. El suelo más arcilloso de este pueblo permite que la tierra esté húmeda por más tiempo y así los frutos nacen más grandes, llegando a producir ejemplares de 9 o 10 kg. El agua del Ebro, en esta parte de la Ribera Alta, es más salina, y eso, aunque parezca contradictorio, es clave en su mayor dulzor. Dice Jesús que algunos ancianos de otros pueblos le han contado que, de hecho, para conseguir más azúcares, añaden un puñado de sal a la tierra cuando siembran sus melones.

«Aquí todo se cultiva entre todos y todo lo que se recoge es para todos. Cultivamos todos los productos de temporada. Además, lo hacemos sin abonos ni productos fitosanitarios»

Chuma Sahún, mientras regresábamos de la sirga, y bajaba y subía la ventanilla de su coche —una especie de tic que le ayudaba a articular las ideas— me contó la decepción que supuso la primera cosecha de semillas encontradas en el granero de Andrés Ferrer: «Eso fue un totum revolutum».

El resultado fue curioso: aparecieron melones verdes similares a los buscados, blancos, piel de sapo y de otras especies. El melón —me explicó Cristina Mallor en su laboratorio— es una especie alógama: cuando en un mismo suelo se plantan varias variedades, por el efecto polinizador de las abejas, se hibridan. Una misma semilla puede dar origen a un melón o a otro. Entre esa mezcla dispar de frutas sí apareció un melón originario de Torres. Era blanco, de menor tamaño, pero con la misma rugosidad y forma y el mismo dulzor. Esta variedad de tendral es una especie dominante, que difícilmente se mezcla. Sin embargo, para el pueblo de Torres de Berrellén el melón «auténtico» era el tendral verde.

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A pocos metros de la huerta se encuentra la casa de Mariano Franco Latorre. Todos los días, cuando el sol es más comprensivo, Mariano sale a la esquina de su calle y, desde una silla o apoyado en sus dos bastones, reparte consejos. Antes de jubilarse y de ser guardia de riego fue agricultor. Y Cultivó melones.

El resultado fue curioso: aparecieron melones verdes similares a los buscados, blancos, piel de sapo y de otras especies.

—María Jesús, anda, baja uno de esos de cuando colgábamos los melones. Baja uno, que están en el granero en un gancho. Enfrente de esa ventana están.

Mariano pide a su esposa uno de los cestillos que se usaban para conservar los melones más allá del final de la cosecha. Ahora hay melones todo el año, me dice, son los de sudamérica. Antes se cultivaban como tarde en mayo, para la patrona, y se recogían entre julio y septiembre. Los de aquí, al ser más gruesos, se conservaban en ocasiones hasta enero. Aunque otros cuentan que llegaban hasta las comuniones del año siguiente. De los últimos, los más pequeños: «se guardaban encurtidos, como vinagretas».

Al poco aparece la hija de Mariano con un artilugio de cuerda plástica rojo desteñido, que él muestra orgulloso, y se enreda con Jesús en un debate sobre el momento óptimo de recolección de los melones:

—El melón puede estar muy bueno, pero si lo coges verde o pasao lo estropeas.
—Hay que cogerlo en su punto.
—Hay quien dice que se cogían cuando estaba la primera hoja seca, pero eso es bastante incierto. Yo creo que es práctica.
—¡La vista!
—Mi tío Ruperto iba con la caña, pasaba por en medio de los melones y apartaba las hojas.
—¡Yo no los tocaba!
—El más anciano de la familia era el que seleccionaba. Otro iba detrás y los cogía. Mi tío Ruperto ni se agachaba para ver los melones.
—Yo no los tocaba los melones.

Ante aquella primera cosecha de melones variopintos, Jesús y Chuma tuvieron la idea de formar una suerte de consejo de sabios. A la manera de los pueblos nativos americanos, los más ancianos de la comunidad debían reunirse y decidir qué era y cómo debía ser un melón verdadero de tendral de Torres. Vecinos del pueblo que, como Mariano, habían llegado a conocer el melón auténtico de Torres y lo habían trabajado. Los primeros fueron Ángel Murillo, Antonio Sebastián y Antonio Robres. En paralelo a las investigaciones de Cristina Mallor en el CITA, un grupo de ancianos cribaba los melones en el huerto de Jesús, sirviéndose de la memoria de sus sentidos. Tenían que indicar entre la cosecha cuál era el más parecido a su recuerdo.

Melón tendral verde creciendo en la mata.

—Los tendrales estos tenían el culo menudico y en punta. Alargados y más negros. Verdes oscuros-negros. El tendral de aquí era de toda la vida. Llegaron otros melones, como el melón caliente, que era malísimo, lo sacabas y al día siguiente ya estaba amarillo, malo malo. Le decíamos el del chavo, tenía el culo muy gordo.

Dice Mariano, que ha sido uno de los 15 miembros que este comité ha tenido desde que se inició el proyecto. Cuando los melones están casi para recoger, los ancianos acuden  al huerto por turnos y han de decir cuál se parece más al melón buscado. Analizan  su tamaño, forma, peso, textura y sabor.  Este 2022, a días de iniciarse la cosecha, ya se puede hablar de un melón idéntico al buscado en un 90 por ciento. Falta lograr cierta homogeneidad, que se parezcan entre sí lo más posible. Pero la recuperación es casi un hecho. El resto del tiempo que dura la cosecha los ancianos instruyen a Chuma y Jesús en cómo cultivarlos. «Nos muestran las técnicas de siembra y riego ancestrales. Cómo se hacía la plantación, el arado, la limpieza, qué frecuencia de riego es mejor, nos dicen cómo ordenar el terreno. Este año, siguiendo sus consejos, hemos incorporado en medio de los bancales un canal de riego. Dicen que eso le aporta más humedad a las ramas y la planta se desarrolla más, que así los melones serán más grandes», dice Jesús, mientras Mariano trata de ocultarse de mi cámara.

«Los tendrales estos tenían el culo menudico y en punta. Alargados y más negros. Verdes oscuros-negros»

Gran parte de este proceso de recuperación del Melón de Torres de Berrellén ha sido científico. Entre las matas de melones cultivadas en el huerto cooperativo sobresalen unas etiquetas amarillas, forman parte de un nuevo estudio. 5 frutas de las que aquí crezcan serán llevadas al CITA donde les medirán los sólidos solubles, analizarán su sabrosidad, calcularán sus dimensiones y detallarán su estructura. Todo ello para realizar una caracterización del melón tendral verde de Torres de Berrellén. Un paso más para lograr que sea considerado una variedad de conservación y en un futuro pueda acceder a la Denominación de origen.

Elena sostiene una flor hembra y una macho.

La planta del melón crece desordenada. Los tallos alargados y pilosos se diseminan a ras del suelo y sus hojas asoman curvadas, como una especie de cuenco verde y rugoso. Las flores amarillas brotan en los extremos de la planta. Elena, estudiante de Ingeniería Agrónoma que realiza su trabajo final de máster sobre esta variedad de melón, manipula unas bolsas marrones de papel dentro de este embrollo vegetal. Entre sus dedos sostiene una flor hembra de la planta y me explica el proceso de autofecundación: «Cogemos esta flor y la polinizamos con 3 flores macho de la misma rama. Quitando sus estambres y frotándolos en ella. Después, encerramos la flor en esta bolsa y vamos observando si se va desarrollando bien y el melón se va formando».

Antiguamente, cuando un melón salía especialmente sabroso, las semillas se guardaban para la siguiente cosecha. Era la manera de asegurar la mejor calidad de la fruta para el futuro. Desde 2016, en los huertos experimentales del CITA en Montañana y en las tierras de Torres   de Berrellén, también han ido seleccionando las mejores semillas de cada cosecha. Autofecundando y seleccionando, autofecundando y seleccionando. En un intento de  desmezclar lo que antes se mezcló, de deshibridar lo hibridado. Primero se conservó simiente de 14 melones, luego se seleccionaron 3 y ahora se trabaja con las semillas de un único ejemplar. El gérmen del melón más parecido al que hasta los años 60 hizo que este pueblo fuera conocido como «el pueblo de los melones».

Entre las matas de melones cultivadas en el huerto cooperativo sobresalen unas etiquetas amarillas, forman parte de un nuevo estudio. 5 frutas de las que aquí crezcan serán llevadas al CITA.

Ahora, estas semillas, a cambio de un donativo, se reparten en las 2 panaderías de la localidad. Mari Carmen me dice tras el mostrador de la Panadería Trébol que se agotan todas. Que los 120 frascos de cristal cerrados con un tapón de corcho que recibieron el año pasado, con el logotipo y el nombre del Melón de Torres, se acabaron en días. Que venía gente de otras localidades a buscarlas. Que conoce a varias personas que las han plantado y que los melones son sabrosísimos, iguales a los que  su padre, que se dedicó al campo, le contaba de niña. Que son más oscuros, asurcados, alargados, pesados, y tan sabrosos y dulces como recuperar algo perdido.