«Con internet nos hemos vuelto más turistas que nunca.

Hemos dejado de ser el homo doloris que habita umbrales.

Los turistas no tienen experiencias que impliquen una transformación y un dolor.

Se quedan igual. Viajan por el infierno de lo igual»

Byung-Chul Han

 

La uña de mi dedo gordo nunca fue un obstáculo. Alargada como un ciempiés, morada y puntiaguda, experta en romper cada suela de mi zapato derecho una y otra vez, es única en su especie. Hace unos años, una entrenadora me llegó a insinuar que mi caso era insólito, que debía fijarme bien si podía solicitar un certificado de discapacidad por la uña, que mejor me retirara del fútbol porque con esa monstruosidad podal no llegaría muy lejos. Y, en cierto modo, tenía razón: muy lejos —el balón— no podía llegar porque la mayoría de veces que chutaba se me quedaba enganchado en la uña y por más que hiciera el gesto de chutar, levantara la pierna con vigor o pataleara contra el suelo, no se despegaba. Las compañeras de mi equipo se reían, y yo también, porque era de risa.

Me pasé años visitando médicos de Albacete —creo que fui a todos— pero ninguno sabía dar con un diagnóstico claro para mi atípica afección. «Onicocriptosis, hongos, la enfermedad de la uña negra»… Incluso una vez mi madre, desesperada, me llevó a un reputado médico de Madrid. Fuimos al encuentro en un bus lleno hasta la bandera porque esa noche jugaba el Atlético de Madrid, todavía me acuerdo. Los amigos de mi madre decían que el Dr. López Hermosilla era muy bueno y viajado. Tenía la consulta empapelada con títulos en idiomas que no entendíamos; el pelo largo y engominado; era alto y enjuto, y fardaba de una sonrisa de plástico colocada como un pegote en su pálido rostro. Pero a la única conclusión que llegó tras analizar mi pie con detenimiento es que debía presentarme a los Récord Guinness porque veía grandes posibilidades en mi uña. Dijo que «tenía potencial». Mi madre se levantó mosqueada, y a mí me entró la risa, porque era de risa.

Lejos de deprimirme, aprendí a aceptar esa uña como parte de mi cuerpo, con naturalidad, pues había nacido con ella, y por más que la cortara una y otra vez, crecía y crecía sin límites por las noches. Es una rebelde e insumisa y, puede sonar un poco raro, pero en cierto modo es mi fuente de inspiración en la vida, pues me ha animado a buscar mi propio camino.

La verdad es que siempre me he considerado especial, con inquietudes distintas al resto de mis amigas. Con solo siete años me había aprendido todos los países del mundo con sus respectivas capitales, y sabía colocarlos en el globo terráqueo prácticamente con los ojos cerrados. El primer libro que pedí para navidad fue Los Viajes de Gulliver, con cuatro años, con seis devoré Viaje al centro de la Tierra, y con ocho ya me había leído El Quijote dos veces. Mi sueño era viajar, conocer los paisajes más salvajes y personas peculiares que habitaban esas tierras lejanas en armonía con sus creencias. Sin embargo, para mis padres eso era irrealizable. Creían que lo mío era una fase y que pronto se me pasaría, pero en lugar de desvanecerse, la idea fue ganando terreno en mi interior y prácticamente se volvió una obsesión para cuando cumplí los 15.

Con los años, mi familia fue perfeccionando «el arte de la sobreprotección», y no me dejaban hacer nada fuera de casa. Cuando mi equipo de fútbol empezó a ascender y a jugar partidos fuera de Albacete, mis padres me prohibieron seguir entrenando. Decían que con mi uña no podía andar para arriba y para abajo, que yo debía llevar un estilo de vida más sosegado, y que, por mucho que me gustara el deporte, mi cometido era seguir con la tradición familiar de tortas manchegas: un negocio que emprendieron mis tatarabuelos y que, desde entonces, hace ya más de cien años, no ha dejado de crecer.

Pese a mi alargada «limitación», me pasé más de cinco temporadas entrenando durísimo con el único objetivo de poder viajar con el equipo. Teruel, Cartagena, Almería… ¡tan exóticas para mí! Mis abuelos nunca salieron de Albacete, y mis padres nunca han salido de España, ni siquiera se han subido a un avión. Para ellos, el mundo es un lugar reservado a exploradores alocados que tienen la cartera llena, cero preocupaciones y mucho tiempo para perder. Así que cuando me vieron contenta, viajando un poquito, cumpliendo objetivos y apuntando cada vez más alto, decidieron que «la broma ya había durado demasiado». Dejé el equipo y me obligaron a trabajar en el negocio de las tortas. Así, desde entonces, cada tarde, después del instituto voy a la trastienda del obrador y me siento entre los sacos de harina, frente al ordenador, a gestionar pedidos.

Hace unos meses, un día, pasó algo extraño. Resulta que una señora solicitó 30 tortas manchegas para el fin de semana. Según figuraba en el papel que dejó mi padre sobre la mesa para que yo realizara el encargo, el pedido era para la localidad de Santa María del Campo Rus. Era un nombre que no había leído nunca, así que, como me daba vergüenza preguntarle a mi padre por miedo a quedar como una pardilla inculta, por primera vez me metí en una aplicación llamada Google, apreté las teclas correspondientes y busqué este pueblo. 

Mi padre me recomendaba utilizarlo con frecuencia para asegurarme de que las direcciones eran las correctas, pero me conocía la geografía como la palma de mi mano, y mi ego no me permitía usar ese servicio. La web tardó unos segundos en cargar y de pronto se desplegó una página con fotos, con reseñas, comentarios y, al lado, un mapa que situaba exactamente el pueblo. Me fui acercando y descubrí los nombres de las calles, las plazas, los comercios que había en el pueblo, ¡incluso tenían un supermercado Día! Me fui alejando con el ratón para coger perspectiva y me quedé alucinando. Las carreteras, los ríos, los parques nacionales, las montañas… ¡estaba todo ahí! Todo lo que yo tenía en la cabeza estaba ahí al alcance de cualquiera. Cerré rápido, como si no hubiera pasado nada, apunté la dirección en el programa que utilizamos en el negocio, y salí a la calle escopeteada.

Me puse a caminar acelerada, sin rumbo, con la respiración agitada y el sudor frío. Mi padre, al verme salir sin decir nada, me llamó. Yo apagué el móvil. Caminaba cada vez más deprisa, hasta que me senté en el columpio de un parque, en una de esas ranas que se mueven hacia delante y hacia atrás. Me notaba el corazón bajo la uña del dedo gordo del pie; tenía el dedo pegajoso. No entendía nada, ¿qué era eso? ¿Un portal mágico acaso? No podía poner palabras a lo que estaba sintiendo. Tantos años memorizando…

Esa noche soñé que con mi equipo, mi antiguo equipo, jugábamos la final de la Copa Africana de Naciones Femenina. Surrealista. Al día siguiente, salí del instituto, saludé a mi padre en el obrador y regresé a mi trabajo. La curiosidad me estaba matando, así que volví a Google. Escribí Ruanda y, de nuevo, se desplegó una pestaña con una foto de la bandera del país y un mapa. Cliqué y accedí a lo que ahora sé que se llama Google Maps. Me fui de Kigali, la capital, para visitar el monumento dedicado a las víctimas del genocidio de 1994. Quise viajar más lejos y me desplacé hasta el lago Kivu. Fui probando todos los botones hasta que di con un muñequito que me llevaba ahí donde yo quería y la aplicación me dejaba. Entonces arrastré y solté el botón y caí en el patio de una escuela de Uganda. Quería ver más, conocer a fondo la región, pero la voz de mi padre cruzó como un relámpago la trastienda.

—Mari, cariño, ¿has terminado ya? Nos vamos en breve.

Sus palabras me sentaron como un jarro de agua fría. Me quedé pensando… ¿Qué le cuento yo ahora?

—No, papá, mira, hoy no me encuentro bien— le dije saliendo al mostrador, sin apenas mirarle a los ojos.

Me sentía mala, atrevida y peligrosa, como si habitara una especie de limbo entre lo prohibido y lo permitido. Ese muñeco era como mi uña morada: el símbolo de mi poder, la clave intransferible para acceder a un mundo mío en el que podía ser dueña de mis decisiones. Y quería más. Por primera vez, no eché de menos el fútbol y me fui a dormir con ganas de trabajar al día siguiente.

Al día siguiente, las clases se me hicieron interminables. Cual viajera, desde el pupitre traté de transformar la espera en esperanza, e imaginé que todos los mundos posibles estaban en Google Maps. El lápiz se me enredaba entre los dedos y la voz del profe me sonaba a solemne misa.

Al llegar al obrador familiar, gestioné a toda prisa los pedidos acumulados y me fui de viaje sin maleta y sin fecha de regreso. Como si de un juego se tratara, me froté las manos, cerré los ojos, seleccioné el muñequito y lo dejé caer al azar, en cualquier parte de Google Maps. Abrí los ojos poco a poco, con ese nerviosismo y con ese morbo de no saber qué me iba a encontrar enfrente. Y empezó la aventura…

En la frontera entre Rusia y Ucrania hay una vía de tren oxidada que me lleva a ninguna parte. Más al norte, una iglesia sobresale en el cielo blanco: los escalones y el andamio están cubiertos por la nieve, y unos trabajadores —con ushanka y sin guantes— miran algo en el móvil. En la otra punta de Rusia descubro un río congelado y, más allá, una ciudad inundada. Me adentro en las profundidades de Mongolia y veo a mujeres con paraguas, vestidas de blanco, caminando bajo un sol de justicia por la carretera de un pueblo sin asfaltar. Intento explorar China, pero el muñeco se resiste a entrar. En Taiwán me baño en una cascada del Yushan National Park y reposo unos minutos en una cabaña del bosque Dulan. En el sur de Filipinas meriendo una pitahaya al lado de una excavadora en medio de la selva. Y en Indonesia me dejo mecer por las grandes olas de una playa de arena negra.

Respiré fuerte y salí. El brillo de la pantalla me dejó aturdida y asustada. Me preguntaba en voz alta qué era todo eso.

—Mari, hija, ¿qué te pasa?

Mi padre me descubrió hablando sola, agitada.

—Nada, nada, que me duele un poco la uña, pero ya está.

—Venga, déjalo ya, vete a casa, que llevas cuatro horas trabajando y es tarde. No deberías estar tantas horas sentada, no es bueno para lo tuyo, cariño. ¡Ah, y mira! Hoy hay croquetas de la mama para cenar…

Me levanté sin mediar palabra y me fui para casa arrastrando los pies, confundida y meditabunda. 

Fueron pasando las semanas y me di cuenta que me había vuelto adicta a esa especie de juego; me había enganchado a la fuga, pero también al regreso. Solo gestionaba la mitad de los pedidos para que me diera tiempo a viajar un ratito cada tarde. Los fines de semana eran lo mejor. Mis padres estaban ocupadísimos trabajando duro, y yo, con la excusa de que durante la semana no me había dado tiempo de gestionar «ese montón interminable de pedidos», iba a mi particular lanzadera a hacer lo mío. El instituto dejó de importarme y cada vez me veía con menos amigas porque mi prioridad era viajar. Tenía miedo de que en cualquier conversación se me escapara algo de lo que había visto y la gente me preguntara. Era un secreto que no podía guardar más, y por eso escribo esto.

Me enamoré del hemisferio norte; cuanto más arriba, mejor. Me recorrí cada centímetro de mapa y descubrí territorios increíbles. Por ejemplo, Alert, una pequeña localidad canadiense en la isla de Ellesmere, en el territorio de Nunavut. Es, de hecho, el asentamiento humano permanentemente habitado más septentrional de la Tierra. Y otro asentamiento, Olonkinbyen, en la isla noruega de Jan Mayen. Ahí vive el personal que opera en la estación de navegación y en la estación meteorológica. Habitado por 18 personas, producen su propia energía mediante tres generadores. La temperatura máxima es de cinco grados, qué frío. Y Groenlandia me alucinó también, aunque el muñequito no quería caer en ciertos puntos habilitados. Vi a una familia pakistaní celebrando un cumpleaños en la nieve, a un grupo de amigos surcoreanos sacándose un selfie, a turistas alejados de los esquimales acomodándose en iglús contemporáneos y a investigadores abrigados desplazándose en trineo o en esquís arrastrando su equipaje guardado en bolsas isotérmicas. Volvía una y otra vez a los mismos sitios, en cierto modo, para comprobar que me había marchado.

Pero después de un par de meses, mis padres se empezaron a preocupar. Una noche estaba yo secándome en la ducha cuando les oí hablando, casi susurrando. «Creo que le pasa algo, está distraída, igual está amargada por el trabajo y echa de menos el fútbol… sí, sí, eso es… ya, ya lo sé, Jesús, lo que pasa es que me cuesta ceder, ¿sabes?… bueno, vale, podemos probar, a ver qué tal». Solo lograba entender las respuestas de mi madre.  Cuatro días más tarde me dijeron con sutileza que ya no hacía falta que trabajara más, que me dedicara tiempo a mí y a cultivar las amistades. Y yo me hice la ingenua y la sorprendida.

—No, hombre, no lo voy a dejar justo ahora que le estoy pillando el tranquillo al programa, que me está gustando lo de los pedidos. A ver, que yo estoy bien, ¿eh? ¿Pasa algo? ¿Estáis enfadados?

—No, no, para nada. Solo que consideramos que es mejor que te relajes un poco… llevas una vida muy estresante, hija, y para tu uña eso no es bueno— dijo mi madre.

—Ya estamos con la puta uña, qué pesados, joer. Dejadla en paz, que a ella no le pasa nada, está estupenda.

—Mari, no hables así… no hables así, que te crees graciosa y aquí no hay nadie riendo. ¿Lo ves? Pues ahora te centras en los estudios, a salir un poco con las amigas y si quieres puedes volver a entrenar— contestó de malas maneras mi padre.

—Pfff… ¿ahora, no? ¿AHORA? Es que me parto. Me arrebatáis la libertad, mis sueños, mis aficiones, me cortáis las alas porque creéis que tengo discapacidad o algo. Ah, ya sé porque es, porque pienso diferente a vosotros, y eso os asusta. No me dejáis ser yo, me obligáis a seguir viejas tradiciones que no encajan nada con lo que a mí me gusta. Y no contentos con ello, a la mínima que veis que no cumplo con la actitud que os gustaría que tuviera intentáis cambiarme de nuevo. A veces sois insoportables.

—No hay nada más que hablar, se acabó. Y el fútbol también. Nosotros lo hacemos por tu bien, Mari, pero tú no eres capaz de madurar un poco y darte cuenta de que lo hacemos porque te queremos, y queremos protegerte.

Me fui resoplando, dolida. Pero pronto me iluminé y pensé en Sara, una amiga del instituto a la que le encantaba hablar de Estados Unidos.

Aproveché la hora del patio para sacarle el tema, al día siguiente. La verdad es que hacía mucho que no hablaba con ella, ni con nadie, y me pasé toda la noche revoloteando en la cama imaginando el momento, cómo podía comentárselo sin que sospechara nada, y cómo podía lograr mi objetivo, que era ir a su casa para conectarme a Google Maps, sin parecer una interesada.

—¿Has visto lo del tiroteo en Texas? Tus padres, por suerte, ya habían vuelto, ¿no?— rompí el hielo.

—Sí, muy fuerte, ¿verdad? Ha sido una tragedia… están los aeropuertos colapsados porque temen una oleada de atentados de este tipo –dijo animada.

—¿Qué opinas sobre la legalización de las armas en Estado Unidos?— solté.

Se ruborizó, dijo algo entre dientes, puso los ojos en blanco una milésima de segundo y empezó a argumentar con devoción. Sabía que ese tema le gustaba, y sabía que ella había reflexionado mucho al respecto. Sus padres eran americanos sin serlo. Se dedicaban a comprar grandes contenedores llenos en subastas y con eso se ganaban muy bien la vida. Durante años habían estudiado inglés para mimetizarse al máximo. Pasaban largas temporadas recorriendo el país en busca de tesoros ocultos y Sara se quedaba mientras con su tía, deseando que volvieran. De vez en cuando contaba batallitas de sus padres en Estados Unidos, aunque sin entrar mucho en detalle porque ellos se lo habían prohibido. En realidad, nadie sabía exactamente cómo su familia podía ganar tanto dinero revendiendo trastos y chatarra. Pero ella amaba el país yanqui y soñaba con visitarlo, e incluso mudarse a vivir ahí.

—¿Te gustaría conocer a fondo el país?— le corté la conversación y fui al grano.

—Hombre, qué preguntas… —dijo en una mueca muy expresiva.

—¿Tienes ordenador, no? Yo te llevo, pero no podrás contarle nada a nadie— le pedí.

—Sí, tengo un Mac que me trajeron mis padres de Estados Unidos… pero, Mari, me estás dando miedo, tía… —dijo.

Reí, le pedí que confiara en mí y, al final, acordamos que nos encontraríamos en la salida después de clase para ir a su casa, porque sus padres no llegaban hasta las ocho.

Tuve una sensación rara. Como si fuera una primera cita, me sudaban las manos, sentía escalofríos y mariposas en el estómago. Mi secreto iba a dejar de serlo y no quería decepcionar a Sara. Cuando llegamos, me ofreció un zumo de esos industriales que saben a polvos y no a fruta. Encendió el PC, me lo pasó, tecleé, puse la alarma para saber cuándo teníamos que salir y empezamos a viajar.

Aparecemos en la Ruta 66, y solo vemos asfalto al frente y tierra a los lados. Decepcionadas, nos vamos al parque de atracciones del pier de Santa Mónica, en Los Ángeles, y nos subimos a la noria. Tomamos un helado mientras vemos a los skaters haciendo lo suyo y nos fumamos un porro. Nos sacamos unas fotos con las letras de Hollywood e invocamos a Tarantino. Entre risas y alucinaciones llegamos al barrio chino de San Francisco y abrazamos a un hombre que nos recuerda a Jack Kerouac, de la Generación Beat. Vemos una coctelería elegante y decidimos tomarnos un San Francisco en San Francisco, por hacer la gracia. Eso sí, con alcohol. Con la emoción del momento, nos trasladamos a Las Vegas, perdemos 40 dólares y luego nos casamos en una Love Chapel y nos morreamos como si ya lo hubiéramos hecho antes.

Cuando aterrizamos al mundo real, Sara estaba como en trance, radiante, preciosa, asimilando todo lo vivido y tratando de entender y ponerlo en palabras. Lo que iba a ser una aventura de un día se convirtió en nuestra tradición secreta, y tres días por semana nos íbamos a viajar sin que nadie lo supiera. Yo cada noche me preparaba la bolsa de entreno y les mentía a mis padres asegurando que había vuelto al equipo de fútbol. Y ellos se lo creían, pobres.

Ese curso fue el mejor de mi vida. Saqué malas notas, pero fui feliz. El último día de clase antes del verano Sara trajo su MAC y me dijo que me lo prestaba hasta septiembre porque ella se iba de viaje a Estados Unidos con sus padres, en persona, a cumplir su sueño y a visitar esos sitios que, en verdad, ya había visitado.

—Me tomaré un cóctel a tu salud en nuestro sitio de San Francisco— dijo guiñándome el ojo.

Yo me reí porque todo con ella había sido fantástico y porque me prestaba su ordenador, claro. Ahora éramos cómplices virtuales, incluso estábamos casadas, y ahí nos besábamos y actuábamos como pareja. Era raro, y me gustaba, porque ahí no existían los complejos ni los enfados ni los tabúes.

Ese julio establecí la costumbre de irme cada día a las cuatro de la tarde en punto a la zona del canal de María Cristina, donde encontré conexión abierta a internet, y pude recorrer los centímetros del mapa que todavía no había explorado. Al principio fuer raro volver a viajar sola y eché de menos a Sara, aunque me acostumbré pronto. Hacia finales de mes, tras mochilear por Europa, llegó el turno de Asia del Sur.

Después de tantos años soñando con él, por fin, visito el Taj Mahal. Me escabullo entre la gente y llego a la entrada. Saco mi cámara entusiasmada. Ahí está, tan imponente, tan majestuoso… una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno; mi favorita. Coloco las manos frente a mi pecho y agradezco este momento. Namasté. Luego recorro los alrededores del monumento porque me gusta ver los contrastes entre la turistificación de los lugares y esos pequeños vestigios de vida local, original, que aguantan un chaparrón turístico que cada vez cae con más fuerza.

Me meto en un callejón y, en la salida trasera de un restaurante, veo a una señora mayor —muy mayor— y pobre —extremadamente pobre— que sonríe con una indecible paz interior. Está sentada en el suelo arenoso y pide limosna. Me quedo mirando la escena congelada cuando de pronto ella mueve su cabeza y se fija en mi uña morada. Levanta los ojos, cruza su mirada con la mía y todavía sonríe más. Sacudo la cabeza, como para salir de ese sueño, pero ella mueve el brazo, sostiene la mirada y me dice algo que no entiendo. Entonces me viene esa frase de Adorno, que «quien percibe el mundo de otro modo que no sea algo extraño no lo percibe en absoluto». Sigo observando y ella sigue observando.

Mi alarma del móvil empieza a sonar y le digo que me tengo que ir, que esa es mi señal. Como tantas otras veces, cierro los ojos, respiro fuerte…

—Stay— dice con un hilito de voz.

La alarma suena cada vez más fuerte. Abro un ojo y me descubro todavía ahí, quieta en ese callejón frente a la señora mayor, que sonríe y me ofrece la mano.

—Stay with me— repite la anciana convencida.

Miro su mano a dos centímetros de mi pantalón y me quedo analizando la situación unos segundos. No puedo salir… Dejo de oír la alarma y me entrego a la incertidumbre. Sonrío de vuelta y le cojo la mano para acceder a ese universo desconocido. Mi cuerpo se desvanece y el tiempo y el espacio cobran otra forma.

Y, entonces sí, empiezo el viaje. Pero ahora soy yo quien se mueve por el mundo. Miro mi cuerpo amarillo, ligero y esponjoso. La uña sigue sobresaliendo, qué alivio. Doy tres saltitos, hago unos pequeños estiramientos… esto es real.

Abrazo a la anciana, le doy las gracias y, juntando las manos a la altura del pecho, me presento:

—Hola, soy Mari, el muñeco de Google Maps, ¿tienes algo para mí?


Este texto forma parte de Crack Vol.9. El proyecto Crack parte de una idea original del escritor uruguayo Miguel Avero quien, mediado el mundial de Brasil en 2014, contactó con el poeta colombiano Didier Andrés Castro y con el poeta mexicano Ricardo Limassol para proponerles escribir textos breves sobre fútbol. Los tres relatos se acompañaron con ilustraciones de Miguel Rual, Sandra Martínez y Vicente Monroy y este primer volumen de la serie vino precedido por un prólogo de la escritora española María Yuste. Como decía María en su texto introductorio, «el fútbol no era más que una excusa para seguir escribiendo». Se trataba de textos que, en realidad, bordeaban el deporte y se demoraban en los aledaños, más o menos como ha seguido sucediendo en los siguientes volúmenes. Textos frescos, mayoritariamente expresiones de un yo angustiado, pero también juerguista y libidinoso; un yo que siempre andaba atravesado por la literatura (y su prima hermana: la vida).

https://fanzinecrack.tumblr.com/