Desde esta orilla del lago Argentino el atardecer es un incendio que arde entre reflejos y nubes. Y confieso que no me lo esperaba, que imaginaba la tierra de los glaciares pintada de azul, de un color frío rebosante de vegetación. Sin embargo, estamos en una zona esteparia y la misma dirección en que las plantas se inclinan nos avisa de que aquí soplan fuertes vientos. Vientos que, mientras volvemos al Hotel Las Dunas atravesando, la costanera por la que se extiende El Calafate, nos azotan en la nuca. Y es que más allá de la avenida de El Libertador donde se alternan la oferta de restaurantes de cordero patagónico o comidas del mundo con las empresas que venden las rutas del hielo, la ciudad no acaba de dibujar su principio ni su fin: casas agrupadas y desperdigadas, caballos en un patio fuera de contexto, el chuc chac chuc chac chuc chac de las bandurrias australes sobre nuestras cabezas. Y gente, turistas y locales, paseando cerca del lago.

Estamos en un lugar de paso, una estación...


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