La historia de cómo un niño nacido en la capital de la República Dominicana descubrió la riqueza de su centro histórico. Miguel Piccini es periodista, escritor y guionista, además de un enamorado de la parte colonial de su ciudad, Santo Domingo. ¿Le acompañamos en su recorrido?

Fotografías de Fran Afonso.


No recuerdo el día que comprendí sin esfuerzo una frase en inglés, pero sí la primera vez que unos turistas solicitaron mis servicios como «guía». Tendría 9 o 10 años, mi bici era un artefacto de piezas adaptadas y pedalear por la calle El Conde —entonces abierta al tráfico— se había convertido en mi pasatiempo de las tardes. Aquella pareja hablaba español, pero con un acento distinto al mío. Mientras el hombre consultaba un folleto, la mujer me preguntó si podía llevarlos al Convento de los Dominicos. A continuación, clavaron sus ojos en mí y, de resultas, perdí el habla. Yo sabía, por boca de mi abuela, que la pequeña iglesia de nuestra cuadra estaba dedicada a la Virgen del Carmen, pero desconocía a los tales dominicos, ni dónde vivían.

Por suerte, un vecino apareció de repente, y, trazando un mapa en el aire, les indicó el camino. A medida que los perdía de vista, fui sintiendo una curiosidad tremenda. Al parecer, unos señores se habían mudado al vecindario y, por alguna extraña razón, su convento despertaba el interés de los extranjeros. Esa noche busqué a una amiga que había reunido todos los cromos del álbum Nuestros monumentos, una colección clave en la formación patrimonial de los niños dominicanos que crecimos en los años 80. La postal del Convento de los Dominicos estaba ilustrada por un templo barroco y, para mi sorpresa, yo había montado bicicleta en su atrio.

Fue así como tomé consciencia de mi realidad circundante. El Convento de los Dominicos había alojado a la primera universidad de América, pero, por si fuera poco, a mi alrededor existían otras edificaciones extraordinarias. La capilla donde citaba a mi pandilla había pertenecido a un hospital incendiado por Francis Drake, la puerta de piedra al final de la calle El Conde había sido escenario de algunos actos de la Independencia y en la casona que llamaban «del Tapao» había vivido un personaje misterioso que solo salía por las noches. Quizás, para otro niño, estos descubrimientos habrían pasado sin pena ni gloria, pero en mi caso causaron una gran impresión: esos lugares constituían un espacio llamado Ciudad Colonial, pero, al mismo tiempo, pertenecían a mi geografía personal. Formaban parte de mi barrio.

Cierre la guía, guarde el mapa y camine sin rumbo

La casa de mi abuela estaba lejos del núcleo primigenio de Santo Domingo, es decir, de las primacías arquitectónicas que hoy conforman su entramado turístico. Sin embargo, a partir de este episodio, me fui haciendo una idea del valor que tienen los centros históricos para la idiosincrasia colectiva. La ciudad que frey Nicolás de Ovando fundó en 1502 ostenta el título de primada, presume de palacio virreinal y tiene la catedral más antigua del continente, pero, en esencia, sigue siendo un puñado de manzanas, donde la gente se grita de balcón a balcón, comparte comida en las plazas o baila en colmados hasta la madrugada.

Por eso, ahora que estoy involucrado en el diseño de rutas, circuitos y otros productos para turistas, es inevitable que tenga sentimientos encontrados. Plantear un recorrido no dista mucho de una práctica curatorial: tu mirada teje un discurso que guía a las personas mientras visitan monumentos, escuchan anécdotas y aprenden hechos relevantes, solo que la sala expositiva es un centro histórico donde interactúan visitantes y vecinos. Cuando me piden recomendaciones, o el itinerario básico para disfrutar la Ciudad Colonial, aconsejo incluir las calles retiradas del «trazado ovandino», es decir, aquellas con menos edificios del siglo XVI, pero con más vida de barrio. Actualmente, nuestro centro histórico es uno de los más activos del Caribe, pero la visita no será completa a no ser que se comparta con su gente

 

Voces de una misma historia

Desde mi punto de vista, el Centro Cultural de España en Santo Domingo fomenta los recorridos más emotivos por la Ciudad Colonial. Bajo el paraguas del Club Cultura, los y las guías —adultos mayores y vecinos de toda la vida—, convocan al público una vez al mes para un paseo histórico, salpicado de episodios personales. El resultado es una narración colectiva, rica en detalles y curiosidades, que entremezcla el pasado de la ciudad con los recuerdos de sus habitantes. No comprendí la dimensión de estos circuitos hasta que participé en un recorrido dedicado a los cines. Antes, las salas más modernas del país se encontraban en la Ciudad Colonial, pero fueron desapareciendo lentamente a partir de la década de 1970.

 

El grupo se había congregado junto a la Catedral, frente al edificio de una tienda de souvenirs, donde funcionó por muchos años el cine Capitolio, una mole construida en 1925. Por lo general, los integrantes del Club Cultura ofrecen sus explicaciones en pareja, pero Teresa contó en solitario una serie de curiosidades, entre ellas el gran fracaso en taquilla tras la aparición del cine sonoro. En un momento dado, Teresa hizo una pausa, tragó grueso y rompió en llanto. Al principio, pensé que sus lágrimas guardaban relación con los cambios inevitables del centro histórico, pero los motivos de este arranque nostálgico eran otros. Mientras hablaba, Teresa recordó que allí, 50 años antes, su marido le había pedido matrimonio en la oscuridad de la sala.

Al igual que mis amigos del Club Cultura, cuando tengo que guiar un recorrido o acompañar a visitantes, me esfuerzo por penetrar la Ciudad Colonial como si fuera una inmensa pared. En la capa más superficial, distribuidos a poca distancia, del mismo modo que piezas sobre un tablero, están las atracciones y los monumentos. Si uno raspa esta lámina hallará otra capa en la que se extiende una red de personajes singulares. Ellos representan esa ciudad viva que no claudica ante su herencia colonial. Es la gente que comparte patio y, sin conocerte, te ofrece café. La misma que aún ve telenovelas con las puertas de sus casas abiertas. Esa que lanza una cesta desde el balcón para recibir los productos del colmado.

En esta capa tan íntima, tan auténtica, tan esencial, las procesiones se combinan con cerveza, bailar en la calle no es vergonzoso, ni convertir el parque en diván de consultorio. Aunque no sea tan evidente, por debajo de esta capa palpita una tercera cubierta. Es la placa que concentra más de 500 años de anécdotas, leyendas y vivencias. Quizás, con un poco de suerte, cualquier señor le cuenta su experiencia en las alcantarillas coloniales. Tal vez oye por casualidad al vecino que perjura haber visto el fantasma de Alonso de Ojeda. Probablemente llega a sus oídos que, en las inmediaciones del Placer de los Estudios, llevar brazaletes en el tobillo era sinónimo de ser sinvergüenza.

Arquitectura, calle y vida

Publiqué una novela para redes sociales que tiene por protagonista a la Ciudad Colonial, fui editor de la revista del centro histórico, pertenezco al colectivo que organiza visitas a las galerías del casco antiguo, he participado en intervenciones artísticas y otras acciones desarrolladas en los barrios intramuros, formé parte del equipo encargado del rediseño de las rutas oficiales del Ministerio de Turismo, hago recorridos con cierta periodicidad, y, aunque conozco muy bien la Ciudad Primada de América, sus rincones aún me sigue sorprendiendo.

No existe plaza, calle, ni edificio, sin una historia interesante. Ahora bien, este territorio concreto, pero, al mismo tiempo, intangible, que evoluciona y se recrea continuamente a través del discurso de guías, folletos, libros y otros productos para turistas, no está exento de polémica. Recientemente la Ciudad Colonial de Santo Domingo fue objeto de un largo proceso de remozamiento, cuyo principal resultado ha sido el incremento de visitantes dominicanos y extranjeros.

 

Las fachadas de casi mil casas fueron rehabilitadas y embellecidas, los cables de la energía eléctrica han sido soterrados para eliminar el ruido visual en dos calles céntricas, en las aceras se instalaron bolardos para proteger el espacio peatonal, las museografías de cuatro de los principales museos coloniales fueron modernizadas y la población local ha sido integrada a través de un centro comunitario. Los residentes siguen estos cambios con atención y prudencia, pero apegados como siempre a sus rutinas. Vecinos y turistas se mueven en planos superpuestos que se entrecortan. Siempre trato de ubicar a las personas en esos peculiares puntos de encuentro. Es la mejor estrategia para convertir la visita en una verdadera experiencia.

Cuando organizas un recorrido, tarde o temprano enfrentas un triple dilema: ¿qué muestro? ¿Por qué lo muestro? ¿Y cómo lo muestro? Escoger los puntos de un itinerario es una apuesta difícil porque debes excluir lugares y tener muy claro el porqué. Un centro histórico se percibe de muchas formas, es una creación que todos, absolutamente todos, construimos en cada recorrido. Si planea visitar mi ciudad, permítame una sugerencia: haga el circuito histórico, conozca el Alcázar Virreinal de Don Diego Colón, la Catedral Primada de América o la Fortaleza de Santo Domingo, pero después déjese llevar por la propia Ciudad Colonial.

No se prive del botellón nocturno en el parque Duarte, tampoco de las canciones del trío musical que llamamos «perico ripiao», ni de bailar merengue con los vecinos frente a las ruinas del monasterio de San Francisco. Las peñas más animadas se reúnen los domingos frente a la Catedral, en una terraza conocida como «La Esquizofrenia». Desayune mangú (puré de plátano macho) con ellos, pregunte si alguno participó en la Revolución de 1965 y disfrute la conversación hasta el aperitivo.

En el mercadillo de baratijas de la plazoleta María de Toledo hallará objetos de la dictadura de Trujillo, don Pedro Hernández vende buenos libros en la Sociedad de Bibliófilos y una señora de la calle Arzobispo Portes, muñecas de trapo. En La Cafetera sirven el mejor café, las cativías (empanadas de yuca rellenas) más sabrosas están en El Mesón de Bari. En el parque Pellerano Castro pida un turno para jugar al dominó, o, si prefiere, busque a don Pallo en el colmado Galarza. Nadie conoce las casas coloniales tan bien como él. Recuerde que la cerveza se bebe «vestida de novia» (al borde de la congelación), que los dominicanos saludamos efusivamente y que evitamos mencionar a Cristóbal Colón porque trae mala suerte. Por último, cierre la guía, guarde el mapa y camine sin rumbo. No necesitará muchas indicaciones, bastará con que sea usted mismo.

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