Al amanecer y también al anochecer, se oyen sus pasos. No se detienen. Por la oscuridad de la noche fría o por la sombra del sol del mediodía, a todas horas, un universo de personas está en constante viaje.

Cruzando verjas, mares, desiertos y fronteras. Abriendo nuevos caminos y desgastando las rutas viejas. Incansables, imparables.

Hoy, más de 67 millones de personas viven en continuo desplazamiento. Un mundo entero en movimiento. Nunca antes en la historia de la humanidad había existido en la Tierra tal cantidad de viajeros forzados. Tan sólo en el pasado año 2016, 31 millones de personas se vieron obligadas a abandonar su hogar y marchar en otra dirección como consecuencia de la violencia, el hambre o un clima atroz.

Este hecho, moverse para sobrevivir, choca de frente con una realidad violenta: la del muro.

Tampoco nunca antes en nuestra historia habíamos vivido en un mundo tan compartimentado y dividido. Tan fragmentado. Vivimos en un complejo laberinto de fronteras y demarcaciones. Cuando cayó el Muro de Berlín, en 1989, y terminó la Guerra Fría, había una docena de muros en el mundo. Desde entonces se han levantando 65 más. Muchos de ellos están en Europa. Como el amurallado kilómetro que se levanta en Calais, Francia, frente al Canal de la Mancha. La doble verja de Ceuta y Melilla, que cuesta más de 10 millones de euros al año mantener y ha sido la ejemplar obra de ingeniería que ha inspirado el modelo de murallas y verjas que levantan en Hungría y Serbia, o los 200 km que querían construir Grecia y Bulgaria. Cada año producimos medio millón de toneladas de alambre de espino, esto son ocho millones de kilómetros de verjas: suficiente para dar la vuelta a la Tierra 200 veces.

Si esas murallas no fuesen suficientes, a Europa la rodea un foso de agua muy mortífero: en los últimos 20 años en el mar Mediterráneo han muerto más de 30.000 personas al intentar cruzarlo y llegar al viejo continente. En 2016, desaparecieron en sus aguas más de 5.000 mujeres, hombres y niños. Las cifras reales no las sabremos nunca; por cada cuerpo recuperado en las costas, otros seis desaparecen para siempre y se los traga el mar. Tan solo la ausencia en el hogar de esas personas, el recuerdo de su padre, madre, hermanas, amantes y amores es el que da cuenta que los que ya no están. Su falta, su recuerdo.

De este periplo de dimensiones épicas, tan solo llegan las imágenes de los se encaraman a las alambradas, de los que mueren ahogados en el foso que es el Mediterráneo o aquellos que son rescatados. Poco se cuenta de los que se quedan atrapados en vergonzantes centros de internamiento —cárceles y centros de refugiados— y kafkianos procesos burocráticos que se demoran durante años ante la falta de acuerdo de los estados europeos; familias separadas por montañas de papeles, a merced de las reuniones de políticos. Muchos menores vagabundean por capitales europeas, buscándose la vida, pero también construyendo alternativas e ideando nuevas sociedades en esas mismas calles de ciudades; en las que han surgido grandes movimientos vecinales de solidaridad y acogida.

No somos conscientes aún, ni tenemos perspectiva ni dimensión para medir el impacto de estas grandes migraciones y éxodos humanos, pero a menudo, uno tiene una intuición de que el mundo que conocemos se acaba, cambia o se transforma en algo nuevo. 

Decía recientemente un editor del New York Times que a veces eso se ve claro: es un avión que derriba unas torres, la caída de un tirano o llegada del hombre a la Luna. Sin embargo, en otras ocasiones el cambio es sutil, discreto y sencillo, como un goteo. Este éxodo humano, esta migración sin precedentes, no solo en Europa sino en todo el planeta, es el síntoma de que el mundo que conocemos hoy se transforma para siempre. Que requiere de la solidaridad, de la ternura. Pero también entra en conflicto con la política, con el creciente discurso del odio que se esparce en Europa, con el fanatismo e integrismo, con el negocio de la externalización de las fronteras, de las armas, de la economía.

Mientras todo eso ocurre, nada detiene los pasos determinados, decididos, valientes y firmes de los próximos que están por llegar o los que acaban de salir: atraviesan montañas, pernoctan en trenes y cruzan fronteras. Muy pocas noticias nos llegan de los olores y sabores de esos recorridos a la fuerza.

Ahora mismo, en este preciso instante, mientras usted lee estas líneas, ya una muchacha ha dado el último beso en la mejilla a su madre y ha emprendido un viaje sin retorno. Ahora mismo, varias decenas de jóvenes acaban de montarse en una lancha neumática para lanzarse a cruzar el océano, familias enteras zozobran ahora en barcas en el mar Egeo y el Mediterráneo, ponen sus vidas en manos de las mafias y traficantes. Varios millones de padres y madres están ahora volando por encima de nuestras cabezas, muchos niños y niñas están jugando y aburriéndose a partes iguales en largas esperas de aeropuertos internacionales. Todos ellos y ellas pasan por donde otros ya han pasado, pero también abren caminos nuevos. Y si se cierra una puerta, abrirán otra más allá. Quizás una rendija más peligrosa, más audaz. Menos segura. Pero hallarán la manera. 

Todos estos millones de personas, junto a usted y a mí, hallarán una manera de pasar una frontera, de abrir un nuevo camino. Sin duda. Porque compartimos juntos un arma, una herramienta poderosísima, un artilugio que es el que abre todas las puertas, el que motiva y alienta a todas esas personas a seguir su camino, les empuja a no decaer, les da energía, les arropa en la noche y les dice: sí, un paso más. Es la imaginación.

Lo que nos distingue como especie, lo que hace especial al ser humano, no es la inteligencia. Es la imaginación. No se trata de si sabemos tallar una piedra, usar una herramienta o labrar y cultivar la tierra. Ni si quiera si sabemos hablar o comunicarnos. Lo que nos distingue es desear un mundo mejor. Imaginar y crear, inventar, idear, dibujar, escribir, narrar, dar formas, colorear, componer música…

A menudo, uno tiene una intuición de que el mundo que conocemos se acaba, cambia o se transforma; a veces eso se ve claro, en otras ocasiones el cambio es sutil, como un goteo

El arte y el diseño da forma a menudo a conceptos que no existen en el mundo. O no existen hasta que los plasmamos en una lámina, en una serigrafía, en una estampa, en un soporte digital o en una caverna de piedra caliza. Lo que nos hace realmente especiales es ser capaces de poner nombre a criaturas, ideas, conceptos que solo habitan en nuestra imaginación. Esa imaginación que nos permite atravesar todas las fronteras: siempre podemos tener ensueños, divagar sobre cómo será ese otro lado de la verja, del muro, qué habrá más allá. Y quién nos espera al otro lado.

El anhelo de ir más lejos, de conocer más, no tiene límites, es insaciable y nos empuja a hacer del mundo un lugar mejor. Aunque no siempre salgamos victoriosos o con éxito de esta tarea. A menudo se nos olvida que muchos de los jóvenes que dejamos a las puertas de Europa, que buscan el exilio, quizás sean los Pablo Picasso, Pablo Neruda, Albert Einstein, Freddy Mercury o Vladimir Nabokov de sus lugares de origen. Todos los hombres de esta lista eran gente brillante que huyó, se exilió y después cambiaron la forma en la que vemos nuestro mundo. Tuvieron ( ellos sí) la oportunidad de aportar algo, de empujar dos centímetros el mundo en una dirección nueva. Como ellos, esos millones de viajeros forzados se mueven ligeros de equipaje, casi nada llevan en sus maletas y bolsillos. Pero su gran bagaje, su enorme carga, es lo que llevan sobre sus hombros y sus cabezas: la herencia de culturas ancestrales, idiomas y lenguas, músicas; pero también todas sus nuevas ideas y sueños.

La frontera y el muro, sean reales o mentales, representan lo estático, lo inamovible, el aburrimiento, lo mudo, el silencio, el folio en blanco, la corrección, la norma. Las personas que se empeñan en levantar fronteras y verjas son débiles, miedosas, perezosas y malintencionadas. Y están perdidas y cansadas. Tienen una tarea abocada al fracaso. Están derrotados y vencidos antes de empezar su trabajo. Se han rendido ante la idea de que es mejor encerrarse, amurallarse, protegerse, que abrirse a lo nuevo. Pretenden sin éxito conservar su pequeño espacio y quieren que las personas no nos comuniquemos, que no intercambiemos pareceres, que no nos mezclemos, que todo discurra en paralelo o en vertical. A su antojo. Lo siento por ellos y ellas: han perdido. Han fracasado porque eso nunca ha ocurrido ni va a ocurrir. 

Frente a eso y frente a ellos, cruzar la frontera y el movimiento representan lo nuevo, la vanguardia, la modernidad, la creación, la invención, la luz y la armonía, el mestizaje, la simbiosis. Esto es: la esencia pura de la vida. Crear. Nacer. Dar a luz algo que no existía. La imaginación y el arte son el sustento de todas las demás ciencias como la medicina, la ingeniería o la justicia. Cualquier artista y esos millones de personas, hombres y mujeres, que ahora mismo se han atrevido a cruzar una frontera –de forma legal o ilegal– ya han triunfado. Son dignos de nuestra admiración. El artista que ha vencido a la página en blanco ya es un ganador/a. Ya ha dado un salto al vacío. Son acróbatas. Son valientes. Ya han triunfado en su tarea antes de empezar: porque ya han imaginado el resultado. Son todos ellos y ellas gente con una tremenda energía e ímpetu. Con todos ellos y ellas está la poderosa fuerza de imaginar. Un acto terriblemente revolucionario: ir un paso más allá.


Este texto se ha elaborado para inspirar y acompañar la exposición Across Borders, en la que 16 artistas y diseñadores gráficos de prestigio de Irak, Egipto, Líbano, Singapur, Taiwan, Corea, Ucrania y Barcelona han donado y elaborado sus obras con la intención de explorar los límites de mundo en que vivimos, estableciendo un diálogo intercultural, revisando nuestros orígenes y celebrando el mestizaje. Una exposición benéfica organizada por Estudio Mayúscula que reivindica el poder de la imaginación y recaudará fondos para los niños y niñas desplazados y refugiados.

En la cabecera, un pasaporte afgano abandonado en las playas de la isla de Lesbos (Grecia), en octubre de 2015. (Fotografía de Daniel Burgui Iguzkiza)