Celestino Guillén llevaba muerto veintitrés horas cuando llegamos a recogerlo con los hombres del crematorio. Para ir hasta su casa, en la parte alta del cerro San Pedro, hay que subir una escalera angosta y empinada, doblar por un callejón y detenerse frente a una fachada verde oliva. Pasaje Perú 392, El Agustino. El cadáver del abuelo esperaba sobre su cama, cubierto con una sábana blanca, en un cuarto del segundo piso. A su lado, un vaso descartable con agua. «Para que su espíritu no se canse mientras recoge sus pasos», me contó su hija mayor sobre ese ritual funerario que, en los días del virus, ciertas familias andinas no abandonaron a la hora de velar a quienes quisieron, a quienes todavía quieren.

En ese tiempo, a inicios del año uno de la pandemia global, hubiera sido imprudente revelar el nombre de Celestino: enfermar de covid-19 te convertía en el apestado del barrio, un leproso del siglo XXI. Pero sí podía decir, por ejemplo, que era un hombre callado y terco de ochenta y cinco años. Que tuvo siete hijos, un delgado bigote y un puesto de verduras en el mercado. Que nació un 28 de julio, Día de la Patria, en la sierra de Ayacucho, o rincón de los muertos en quechua. Que zapateaba los huaynos de Lucio Pacheco, pese a una tuberculosis reciente que había dañado sus pulmones. Que cuando tuvo los síntomas —tos seca, fiebre alta, respiración agitada— fue al Hospital Guillermo Almenara para hacerse la prueba del hisopado. Tres días después, un médico del Seguro Social lo llamaría para explicarle esa categoría epidemiológica que, en los primeros meses de la peste, un ser humano llevaba como una herida de muerte.

Celestino era un «caso positivo». Un cuerpo peligroso.

Encerrado en su cuarto, solo su hijo mayor y una de sus nietas lo visitaban para llevarle comida, pastillas, agua. Durante esos días, enfermeros del Ministerio de Salud fueron a examinarlo un par de veces. Dijeron que no necesitaba hospitalizarse; en casa, con ciertos cuidados, se pondría mejor. Pero la fiebre y la neumonía consumieron su cuerpo en una semana, hasta que la tarde del 22 de abril de 2020, luego de un ataque de asfixia, su corazón se detuvo.

Tres días después, un médico del Seguro Social lo llamaría para explicarle esa categoría epidemiológica que, en los primeros meses de la peste, un ser humano llevaba como una herida de muerte

Ha pasado un día desde entonces. Bajo la sábana puede adivinarse la fragilidad del cuerpo de Celestino, su rictus de dolor, como en tantos muertos similares —ancianos y adultos con enfermedades crónicas, la mayoría de barrios empobrecidos— que durante los siguientes días ayudaría a cargar en su camino a la ceniza.

Es media mañana, el sol es radiante sobre la ciudad en cuarentena y vestidos como en esas películas de desastres nucleares —traje blanco de polipropileno, respirador industrial, guantes de látex, botas de caucho— nos apresuramos a seguir el protocolo. Edgar Gonzales León, jefe de operaciones del crematorio Piedrangel, es el primero. Rocía el cadáver con lejía diluida en agua desde un tanque portátil que lleva en la espalda. Con su colega Álex Aza, amortajamos al fallecido en su sábana, lo metemos en una bolsa negra impermeable con cierre hermético, como las que usan los forenses, y lo bajamos por la escalera que desciende hacia la calle, al pie del cerro.

Mientras cargamos el cuerpo del abuelo, nuestra ropa se moja de sudor bajo los trajes de plástico. Los lentes se empañan. Cuesta respirar con las mascarillas. Los guantes se desgarran por el peso de la bolsa. Descansamos los brazos cada cierto tramo, y desde sus ventanas algunos vecinos toman fotos con sus teléfonos. Gritan el nombre del muerto. Se despiden. Otros exigen fumigar la cuadra. Los familiares —esposa, hijo, nieta—, como en una procesión, nos siguen en silencio a unos metros detrás, hasta pisar la última grada. Entonces firman un papel, dicen gracias, muchas gracias, y metemos el cadáver de Celestino en un ataúd sin cruces, de madera prensada, que subimos a la carroza fúnebre. Y ellos se quedan ahí, abrazados en medio de la calle, viendo cómo nos lo llevamos.

—Esa familia al menos pudo despedirse —me dice Edgar Gonzales León cuando nos quitamos los guantes rotos y desinfectamos nuestras manos con alcohol—. La mayoría no tiene eso. Entran al hospital y luego de varios días se enteran de que ya lo cremaron.

El cielo se despeja sobre El Agustino, un distrito plantado junto al cauce marrón del río Rímac, ese lado de la capital que no promocionan las guías turísticas: con casas desperdigadas en sus cerros, con talleres mecánicos, chifas y pollerías en sus avenidas, y también con los barrios que más contagios y muertes registran en estos días. Vamos con el cuerpo de Celestino Guillén en un auto Hyundai Sonata plateado reconvertido en carroza fúnebre, rumbo a un hospital cercano a cumplir con los recojos. Al mirar por la ventana, mientras en la radio suena Esa página de amor, clásico de la salsa sensual, casi nada hace pensar que estamos en medio de una peste: a excepción de las calles vacías, los mercados cerrados, los buses con pocos pasajeros, parece un día feriado. De cuando en cuando nos cruzamos con camiones repartidores de alimentos y camionetas de policía y ambulancias y carros mortuorios, como el que ahora maneja Edgar. Solo las mascarillas y protectores faciales que todos llevamos advierten que hay algo siniestro en el aire.

Al mirar por la ventana, mientras en la radio suena Esa página de amor, clásico de la salsa sensual, casi nada hace pensar que estamos en medio de una peste: a excepción de las calles vacías, los mercados cerrados, los buses con pocos pasajeros, parece un día feriado

Edgar Gonzales León — limeño de cuarenta y siete años, baja estatura, voz suave— se parece al bolerista Lucho Barrios, y pese a sus ojos tristes y saltones, transmite cierta tranquilidad: no tiene esa mirada endurecida que esperas en alguien que lleva veinte años incinerando cadáveres humanos. Aún así, dice, no termina de acostumbrarse a lo que absorbe sus días desde que empezó el estado de emergencia: dirigir a veintiún hombres que van por calles, casas y hospitales de Lima para recoger fallecidos de covid-19 y llevarlos al crematorio. Un trabajo que empezaron la mañana del 20 de marzo de 2020, cuando el Gobierno informó del primer peruano que murió en su casa, víctima del virus.

Gonzales León recogió personalmente ese cuerpo. Se llamaba Eduardo Ruiz García y era un psicólogo y exsacerdote de sesenta y nueve años que se desplomó en su departamento del malecón de Miraflores, mientras esperaba el diagnóstico de la prueba que se había hecho días antes en el Hospital Edgardo Rebagliati, uno de los complejos médicos más grandes del país. Cuando murió, una mujer que había sido su paciente escribió en el diario El Comercio que Ruiz García había viajado a Europa semanas antes, pues una persona querida para él había fallecido, y luego pasó por Madrid a saludar a unos amigos. Apenas aterrizó, sintió los malestares. Era hipertenso. Tenía problemas cardíacos. Le habían extirpado un pulmón. Cuatro días antes de morir, canceló todas sus citas. Escribió a sus pacientes avisando que se mantendría en cuarentena. Y nadie supo más de él hasta que un médico amigo suyo, al ver que el psicólogo ya no contestaba el celular, llamó a las autoridades de salud imaginando lo peor.

Edgar recuerda que un doctor lo despertó a las cuatro de la madrugada para rogarle que fuera por ese cadáver, pues ninguna funeraria aceptaba acudir por miedo a la nueva enfermedad. Lina Arquiñigo, su esposa, le lloró para que no fuera. Las noticias de esa extraña gripe, aparecida en el centro de China en los últimos días de 2019, ya tenían varias semanas propagándose por las pantallas del mundo. En Lombardía, epicentro europeo del virus, miles de cuerpos se amontonaban en las morgues de los hospitales y los médicos enfrentaban dilemas éticos: decidir a quién darle una cama y a quién no. En Nueva York, se construía una fosa común y se desplegaban camiones refrigerados como morgues improvisadas: para inicios de abril, la cifra de muertos de covid-19 superaba en seis veces la del 11 de septiembre. En São Paulo, un ejército de doscientos cincuenta sepultureros cavaban nuevas tumbas a toda velocidad en Vila Formosa, el cementerio más grande de América Latina. En Guayaquil, se abandonaban decenas de ataúdes y cuerpos en las calles, incluso eran quemados por temor al contagio, y gallinazos sobrevolaban la ciudad. Mientras las naciones del planeta cerraban sus fronteras, Tedros Adhanom, director de la Organización Mundial de la Salud advertía: «El coronavirus es peor que cualquier ataque terrorista».

—Yo pensaba que todo era mentira o una exageración —cuenta Gonzales León—. A mi mujer y a mis tres hijos les dije: tal vez sea una enfermedad normal, tranquilos.

Luego de convencer al tarmeño Álex Aza, su mano derecha, y a Héctor Orellanqui, negro alto al que de cariño llaman Guajaja, Edgar subió con ellos a la furgoneta del crematorio y manejó hasta aquel edificio de Miraflores con la promesa de entrar juntos a recoger el cuerpo. Mientras llegaban, apagó su celular para evitar las llamadas de sus tres hermanos y socios: Roberto, Henry y Miguel Gonzales León estaban furiosos. La empresa no solo era suya, le advirtieron, iban a dar la orden de no dejarlo entrar al crematorio con ese cadáver. Edgar cuenta que, cuando llegaron al edificio, las cámaras de televisión los esperaban. Ya vestidos con los trajes de bioseguridad, subieron hasta el cuarto piso. Pero debido a la ignorancia sobre el virus, ni los policías ni el personal de salud que los acompañaban se atrevieron a abrir la puerta del departamento. Los hombres del crematorio tuvieron que derribarla de una patada.

La cifra de muertos de covid-19 superaba en seis veces la del 11 de septiembre

—Pensé en todas las cosas que podían pasar, a mí, a mi familia, a los muchachos que entraron conmigo —recuerda Edgar. En la sala llena de libros y decorada con obras de arte, el cadáver llevaba unas veinte horas en el piso, como si se hubiera desvanecido mientras trabajaba en su computadora—. No sabía si al tocar el cuerpo o con el mismo aire podía contagiarme de ese virus desconocido.

La transmisión del recojo de ese muerto en los noticieros quizá haya sido la primera vez que los peruanos fuimos conscientes de que la pandemia había llegado a nuestras vidas. Pero también fue el punto de inflexión para el negocio de Edgar Gonzales León y sus hermanos. Si antes de la emergencia cremaban hasta dieciocho cuerpos al día, durante la Primera Ola llegarían a incinerar unos cincuenta diarios, tres veces más. Por contratos con el Seguro Social y el Ministerio de Salud, Piedrangel realizó ese trabajo sin costo para las familias de los deudos.

De hecho, a inicios de abril de 2020, al anunciar la creación de un comando para el levantamiento de cadáveres y evitar así que Lima se convirtiera en Guayaquil, el entonces ministro de Salud, Víctor Zamora, advertía dónde mataría la pandemia en el país: «Un grupo va a morir en el hospital; otro, en la calle, en albergues o en sus casas». Pero al ver que sus brigadas eran insuficientes, las autoridades sanitarias recibieron apoyo de Piedrangel, convirtiéndose en el crematorio que más cuerpos incineraría durante el primer año de la pandemia: en sus hornos, más de dieciocho mil cadáveres —uno de cada diez muertos de covid-19 en el Perú— fueron reducidos a cenizas.

Así, los hermanos Gonzales León se comprometieron a trabajar juntos: Henry en la gerencia general, Roberto en el área comercial, Edgar en el recojo de cuerpos y Miguel a cargo del crematorio. Sus seis furgonetas y dos carrozas hacían veinticinco viajes por día. Pero los muertos aumentaban a tal velocidad, que a veces avisaban a los hospitales que no podían recoger más. Solo si alguien moría en su casa o en la calle, para evitar que los vecinos se alarmaran por el olor a cadáver, hacían una excepción.

—Esos casos, obviamente, no pueden esperar —me dice Edgar, que esta mañana atiende el celular cada dos minutos. Son llamadas o mensajes de WhatsApp de médicos que le indican la cantidad de cuerpos que se acumulan en sus hospitales. Otras, son de familias que preguntan por su difunto, que ruegan verlo para despedirse, que cuentan que les acababan de avisar que solo queda de él o ella un puñado de ceniza que Piedrangel les entregará en una urna de mármol.

—Cuando fallece la persona, sus familiares no saben qué hacer, entonces el hospital les da mi número. Algunos me tiran la pelota. Como si yo hubiera tomado la decisión de enviarlo a cremar.

Semanas atrás, en la ciudad portuaria del Callao, una veintena de vecinos se les vino encima cuando intentaron sacar el muerto de una casa. Les tiraron piedras. Golpearon la carroza. Edgar y su equipo tuvieron que huir.

Los muertos aumentaban a tal velocidad, que a veces avisaban a los hospitales que no podían recoger más. Solo si alguien moría en su casa o en la calle, para evitar que los vecinos se alarmaran por el olor a cadáver, hacían una excepción.

—Quieren ver el cuerpo, que les abras la bolsa, y a veces quieren pegarte porque no los dejas. Es entendible.

Mientras avanzamos en la carroza con el cadáver de Celestino Guillén, Edgar cambia la salsa por las noticias. En el día treinta y nueve del estado de emergencia nacional, el entonces presidente Martín Vizcarra anunciaba la extensión del «aislamieno social obligatorio» —el Gran Confinamiento— por dos semanas más: debíamos seguir encerrados en nuestras casas hasta el Día de la Madre. Luego dio su acostumbrado reporte: 20 914 casos confirmados, 7422 pacientes recuperados, 572 fallecidos…

—Raro —dice Gonzales León, antes de contestar otra llamada—. Al vuelo te puedo decir que en mis hornos hemos pasado los mil.

No era un comentario banal. En una nota titulada Los muertos que el gobierno no cuenta, IDL-Reporteros, el medio donde yo trabajaba, demostraría que frente a los 303 fallecidos de covid-19 reportados por el Ministerio de Salud en Lima y Callao hasta el 24 de abril, los datos de dos centros funerarios, Piedrangel y Campo Fe, contaban 1073 muertos por la misma causa, en la misma zona y en la misma fecha: más del triple que la cifra del Gobierno.

Al vuelo te puedo decir que en mis hornos hemos pasado los mil fallecidos

Una enorme grieta se abría entre los informes oficiales y la realidad. Aunque para revelarla sería necesario conocer primero el interior de algunos hospitales y revisar el «libro de los muertos»: el registro de fallecidos.

—Yo lo veo todos los días, hermano —me dijo Edgar, al comentar la creciente cantidad de muertes. Solo ese día, tras visitar tres hospitales y una casa, recogeríamos treinta y seis cuerpos—. Nos estamos preparando para lo peor.


Fragmento del libro ‘Algo nuestro sobre la tierra’ de Joseph Zárate (Literatura Random House)

Imagen de cabecera, fotografía de la portada de ‘Algo nuestro sobre la tierra’, Omar Lucas