Las Islas Azores, ese pedacito de Portugal que brilla con tonos verdes en medio del Atlántico, están consideradas un santuario de biodiversidad y geodiversidad y son uno de los mejores destinos para la práctica del turismo sostenible de naturaleza. Altaïr Viatges ofrece la posibilidad de diseñar un viaje a medida que te permita conocer no solo su naturaleza, sino también la diversidad cultural y social de esas nueve islas. Como aperitivo, compartimos el viaje que Berta Jiménez Luesma y Mario Trigo hicieron a São Miguel, la isla más grande de las Azores y su centro político y cultural.

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Si sobrevuelas el Atlántico desde Oporto, en mitad de la nada azul, mucho antes de intuir Estados Unidos, están ellas. Las nueve: Terceira, Flores, Corvo, Graciosa, São Jorge, Pico, Faial, Santa Maria y São Miguel. «Casi nunca me sugieren una sola cosa, ni la misma dos veces seguidas. Por ejemplo, hay días en que São Miguel me recuerda a un cetáceo tranquilo que ha subido a la superficie de las aguas embravecidas y rayadas de blanco: la cola alzándose por allí, a la altura de Bretanha, y la cabeza, lisa como un mazo, en la Ponta da Madrugada, entre la Ponta da Ribeira y Água Retorta. Otros días ya no es nada de eso: me parece, única y simplemente, mi isla interior, con la identidad de su forma caprichosa, bien ceñida y corpulenta», dice el escritor micaelense João de Melo en Açores. O segredo das Ilhas (D. Quixote, 2016).

Las islas Azores son un archipiélago volcánico, como atestiguan su paisaje y su morfología. Un archipiélago vanguardista, con una sofisticada y activa agenda cultural. Un archipiélago de piñas, vino y té, de productos llegados de todo el globo y que luego las Azores enviaron de vuelta por todo el globo. Un archipiélago bien portugués, como manifiesta la presencia simbólica de la patria continental. Un archipiélago de clima inesperado, que «siempre fue y será la fuerza más dinámica de su paisaje», del horizonte azoriano, porque «todo el tiempo está hecho de cambio, en una estación de perpetua aventura» como escribió también de Melo. Un archipiélago en cuyas aguas se pueden ver cetáceos de todo tipo; un archipiélago de fuego donde la tierra a veces echa humo por las orejas, como si aguantase un enfado de milenios.

Las nueve islas de las Azores son distintas entre sí, pero son lo mismo. Se complementan y acompañan y los días sin calima es fácil ver a las colindantes desde alguno de los picos que las coronan. Siempre aisladas y siempre vinculadas con el resto del mundo por las rutas de navegación que las tuvieron durante siglos como parada imprescindible. Visitamos la puerta de entrada a las Azores, la isla de São Miguel, y construimos nuestro propio archipiélago de apuntes y estampas para intentar aferrar la imagen de estas islas cambiantes.

Ponta Delgada es la capital de las Azores. Es grande, pero accesible; y tiene mucha vida. O, mejor dicho, está viva. Está el Mercado da Graça, con un bullicio digno de tal lugar. Entre sus puestos huele a piña y a realeza (allí está O Rei dos Ananases), a realeza y a queso (aquí o O Rei dos Queixos) pero también simplemente a flores, a compra de diario, a relaciones humanas de lugar pequeño. Están las galerías de arte —como el oasis de Fonseca Macedo— y los museos —como el Carlos Machado, sorpresa expositiva en la memoria de un convento—. Los conciertos de tarde y de noche. También la universidad y su biblioteca. Y pintadas combativas que se leen en algunos muros. Ponta Delgada está viva. Y parte de este latir se lo debe a sus tascas, bares y restaurantes. Y más aún a lo que ofrecen sus cartas.

«Antes la gastronomía era más floja», dice Graça Teixeira, disponiendo la conversación con mirada de jefa de sala; dulce, seria y cuidadosa. «Un producto de base muy bueno pero realizado de modo sencillo.» Estamos sentados en el segundo piso de Anfiteatro, el restaurante de la Escola de Formación Turística y Hotelera que dirige. Anfiteatro se encuentra en el centro del puerto de Ponta Delgada, que es como decir en el centro de una cola de ballena, puesto que esa es la forma que le dieron a este espacio que aglutina puerto deportivo, terminal de cruceros y zona de ocio nocturno.

Ese producto de base del que habla Teixeira es sinónimo de las Azores para el resto de Portugal: carnes y quesos superlativos, denominaciones de origen para vino —blancos volcánicos—, té —de los únicos en Europa— y piña. Y un océano; o sea, pescado y marisco fresco y abundante.

Aunque tanto en la escuela como en el restaurante sigan apostando por el producto local, además les interesa la proyección en el extranjero. Por eso cada año organizan el 10 Fest Azores, donde diez chefs de todo el mundo acuden durante diez días a la escuela para hacer talleres, conferencias y sesiones de cocina para alumnos y comensales —azorianos y forasteros; las reservas se agotan con bastante antelación—. La filosofía de Teixeira y de la escuela es que «todo está en Azores» —«Los chefs del 10 Fest alucinan… «¡Pero qué productos tan buenos!”, nos dicen»—. Así que lo que quieren con iniciativas como este festival gastronómico es «repensar la cocina y sofisticarla».

Con el primer plato, sus palabras se materializan: caldo de cerdo con soja, rábano y brotes de verdura. Ligero y refinado pero anclado en tierra.

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Entre platos charlamos con Teixeira de gastronomía, pero también de esto y de aquello. Explica su visión de azoriana no azoriana (aunque lleve décadas en Ponta Delgada, nació en Mozambique y se crió en Portugal). Nos recomienda visitas: «¡Para comer carne al modo tradicional tenéis que ir a la Associaçao Agrícola de Rabo de Peixe!». Nos cuenta que Ponta Delgada no es lugar de segundas residencias, que hace demasiado poco —como un año y medio— que los vuelos low cost han llegado a sus islas. Claro que el océano es sin duda otra de las grandes puertas del turismo; y el crucero transatlántico que vemos por el ventanal —atracó en el puerto con las primeras luces del alba— da cuenta de ello.

Ahora es el turno del pescado: caballa con cubos de ñame fritos, pimienta roja y cebolla. Solo con hincar el tenedor en el lomo se percibe cuan tierno va a estar el pescado. El dulzor del ñame —otra especie traída a las Azores de África, recuerdo de la historia imperial portuguesa— se funde en la boca.

Las Azores son unas islas reversibles

En Anfiteatro hacen sus prácticas los estudiantes de cocina y hostelería. Las paredes de esta escuela, que han visto pupilos dar y darse sus primeros cortes, intentarlo y fallar hasta dar con la receta, se enorgullecen de la repercusión que ha conseguido: «Los estudiantes suelen ser de Azores, algunos salen al extranjero, y cuando vuelven montan sus propios restaurantes», dice Teixeira. Más tarde lo comprobaremos al visitar las cocinas, hablando con el chef Nuno Santos entre un grupo de estudiantes que profundizan en la realización de dulces. A pesar de su juventud, antes de volver a casa y convertirse en el sous-chef de Anfiteatro, Santos trabajó en restaurantes a medio mundo de distancia —de nuevo la conexión necesaria para las islas más distantes—.

Pero ahora llega el postre. Fondant de piña acompañado de crocanti de arroz, helado de yogur y tierra de galleta especiada con gusto picante. Un cierre de altura.

Aunque sea un placer, no es necesario ir a Anfiteatro o tomar un menú degustación para disfrutar de la gastronomía azoriana. Basta con dejarse caer por cualquier restaurante que llame la atención. El riesgo es mínimo: complicado no encontrar un buen vinho branco de la casa, un caldo o el que sin duda es el plato estrella para un visitante curioso: morcela com ananas. La mezcla carnosa de lo dulce de la piña con lo salado de la morcilla, lo fresco y lo recio, es apropiada porque une lo de dentro, lo que brota de la tierra, con lo que vive en su exterior, lo que llega de fuera. Y no hay mejor resumen de las Azores que este: las Azores son unas islas reversibles.

Sete Cidades no solo es azul y verde

El Miradouro da vista do Rei, al oeste de la isla de San Miguel, engaña. Confunde aún más que los otros —un mirador es una promesa que no siempre se cumple—. Y eso que, con poner un pie en las Islas Azores, es complicado no soñar con las vistas desde todos esos picos, pliegues, montículos y montañas que se alzan por el territorio sin dejar duda de que estamos en tierra volcánica.

Todo aquí es verde, todo isleño: resistencia (al océano), periferia (con respecto a la hegemonía de los territorios no rodeados por agua) y aislamiento (en cuanto a paraje). Y las islas per se tienen algo más atractivo que la tierra firme. Ya se sabe: los buenos perfumes van en frascos pequeños. En cierto modo, aquí la belleza está asegurada antes de contemplarla.

Pero el Miradouro do Rei miente. Aún más que los otros, decíamos.

Una espera que, en un momento dado, al final de esta carretera que no para de subir y girar, girar y subir entre bosques de cedro japonés, la calzada se abra y deje sitio a pocos o muchos automóviles. Y que, quizás, una valla de madera bruta, sin acabado, como si fuese casi la rama de un árbol, haga las veces de barandilla. Y después, ante ti, se presente el impacto de los lagos gemelos de Sete Cidades —en realidad mellizos, porque son diferentes—. Pero no. Lo primero que aparece es ese hotel. El Monte Palace. Uno como de montaña, grande. Uno arquitectónicamente brutalista, Kubrickiano (por El resplandor). Una inmensa mole; pero con estilo. Y abandonado. El hotel Monte Palace está abandonado y lejos de molestar se ha mimetizado con el entorno. Es ya parte del paisaje.

El Miradouro da vista do Rei, engaña. Confunde aún más que los otros. Da tres veces más de lo pedido

Pero sus 88 habitaciones apenas llegaron a ser disfrutadas. El 15 de abril de 1989 abrió sus puertas; al año siguiente el director del hotel recibió el galardón al «Hotel del año», y bastante antes de que el hospedaje cumpliese su segundo año, el 26 de noviembre de 1990, quebró. Y cerró. Desde aquel año estuvo desocupado. Y desde 2011 dejó de tener vigilancia. Ahora es un hotel vacío, del que solo queda la estructura, pero por el que —a riesgo del visitante— se puede pasear y explorar, al menos hasta que lo vuelvan a poner en marcha los inversores extranjeros que, según se comenta en la isla, quieren revivir este gigante de hormigón.

Aunque el cielo se va despejando, algo de lluvia, intermitente, cae aún en el interior del Monte Palace. El suelo encharcado y las paredes goteantes crean un ambiente aún más mágico; algo fantasmagórico. Esa sensación de tensión agradable. La de hacer algo —falsamente— arriesgado. El Monte Palace es un mirador en sí mismo, sus grandes ventanales —quizás correspondientes a alguna de las lujosas habitaciones— dan paso a la vista de los lagos. Según la guía de viaje no hemos elegido el mejor día para nuestra visita. No sólo por las precipitaciones; también hay niebla. Una bruma que impide que la vista sea de la nitidez adecuada para ese viajero que necesita congelar con una fotografía una vista exacta a la que encontraría googleando Sete Cidades. Las Azores —su geología primaria de roca en movimiento y flora voraz— nos plantean la necesidad humana de encontrar sentidos en el paisaje, de hurgar en busca de explicaciones, marcar, acotar, nombrar. Por qué hay dos lagos en un cráter, por qué cuando los ilumina un sol despejado parecen tener colores diferentes. Sete Cidades es una clase resumida sobre la invención del mito y el paso del mito al logos. Sete Cidades es también el hiperbólico nombre de una minúscula localidad que no llegó a encontrar a las seis restantes. Es la Cíbola azoriana.

La tierra bufa en Furnas

En el pueblo de Furnas queda manifiesto que el alma volcánica de San Miguel sigue viva. Sus entrañas todavía rugen, todavía bufan. La epidermis es verde montaña, verde salvaje. La dermis e hipodermis, fuego y furor. Y Terra Nostra nos brinda, abiertas, estas dos capas, este mundo y su inframundo.

Terra Nostra es un jardín botánico con orígenes en el siglo XVIII. 12 hectáreas con más de 200 variedades de árboles distintas. Terra Nostra es además el corazón de Furnas, no solo por encontrarse en el centro de la localidad, sino porque también sus aguas laten calientes: el parque ofrece a sus visitantes una piscina al aire libre de aguas a 35 grados y la posibilidad de pasear entre sus caminos, sus muros de setos, sus flores y enredaderas. El agua marrón pardo leonado, casi ocre, y el inesperado calor agradable que sube por la mano al rozar la superficie de la piscina termal generan una ilusión propia de la niñez, de cuando se empieza a leer un libro de aventuras. Ojos como platos pero no de sorpresa; solo expectantes. Abiertos a comprender la evolución de este territorio melancólico, de este jardín que pasó de manos de cónsules a vizcondes. Personajes de buenas familias, de apellidos compuestos y títulos nobiliarios: Thomas Hickling, Viscondes da Praia, los Bensaude, Duarte Borges Da Camara e Medeiros, Antonio Borges de Medeiros Dias Da Câmara e Sousa… Cada uno añadió nuevas especies de plantas, ampliaciones en jardinería, topiaria e instalaciones, hasta construir este jardín entre tropical y británico que se pierde entre el vapor.

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Hoy dispone de un hotel, ligeramente separado del jardín, y por el camino empedrado que los une pasa un goteo de visitantes en albornoz que van a dejarse flotar, o vuelven ya reconfortados a descansar. Otros pasean como exploradores entre las araucarias, las camelias o las trescientas variedades de helechos que cubren el suelo.

La vegetación distrae y es fácil perderse. Encontrar el silencio roto solo por el aleteo de algún pájaro escondido entre los arbustos o, de lejos, los graznidos de los pavos, el cuacuar de los patos o el cuchichí de las perdices que conviven en un pequeño río al comienzo del jardín. Pasear, sin cruzarse con nadie, por una plaza cuyo suelo cubierto de flores dibuja figuras geométricas. Subir los peldaños de la escalera de caracol que, en medio de la nada, invita, sencilla, a tener otra perspectiva.

En Terra Nostra, un goteo de visitantes en albornoz van a dejarse flotar a la piscina termal o vuelven ya reconfortados

En Furnas la cultura volcánica se respira casi literalmente. A poco más de cinco minutos en coche del centro del pueblo aparece la Lagoa das Furnas. Ya de lejos se observan columnas de humo brotar de la tierra, del suelo, de las paredes de la montaña, de la orilla de la laguna. Anuncian el gran espectáculo natural: las caldeiras o fumarolas, que escupen vapor de agua y azufre, cuyo olor lo envuelve todo. En este terreno concreto —vallado por cuestión de seguridad— hay ollas naturales. Una, gigantesca, deja ver el agua grisácea, hirviendo amenazante y hermosa. Pero también hay ollas metálicas. Cacerolas y pucheros de los que sirven para cocinar.

Los ingredientes del cocido tradicional de Furnas son bastante comunes para quien haya probado este plato en sus variedades ibéricas: lleva chorizo, morcilla, patata, pollo, ternera, cerdo, zanahoria, berza, col y (esto sí es una especificidad local) ñame. Pero el «cozido das furnas» se elabora en las caldeiras. Lo elabora la propia tierra, en una suerte de cocina volcánica o geogastronomía (ya que se elabora con calor geotérmico). Aunque las crónicas cuentan que los habitantes de Furnas ya aprovechaban las fumarolas para hervir ñame en el siglo XVIII, la preparación del cocido no siempre fue así. Luis Arruda, el chef del restaurante del Hotel Terra Nostra Garden, nos cuenta con su cerrado acento furnense que hasta los años 40 y 50 el cocido era más convencional y los vecinos lo preparaban en sus casas con los productos de sus propios huertos y granjas. En aquellos años empezaron a hacerse obras en la carretera en el entorno del lago y fue entonces cuando los obreros comprobaron que, si dejaban la comida traída de casa en determinadas zonas del suelo, se conservaba caliente. Así, poco a poco, fueron experimentando: cavaron agujeros y enterraron productos crudos; tras un par de horas, salían cocidos. Para los años 70 y 80, se había establecido la tradición de preparar el cocido en las caldeiras y ofrecerlo a propios y extraños en los restaurantes locales. Desde entonces, las caldeiras se imponen como «culpables» de la específica gastronomía de Furnas.

Arruda explica que todo se prepara el día anterior, y que sobre las 4 de la mañana se entierran las ollas con los ingredientes y ahí permanecen hasta el mediodía, cocinándose a unos 80 o 90 grados de temperatura. Ahora, cada restaurante de la zona tiene su propio agujero junto a las calderas, y cuando los encargados vuelven a sacar la olla, la cargan en una furgoneta y la llevan directa al plato. «El sabor de los cozidos de fumarola es totalmente diferente al que se hace en casa», asegura el chef. El gusto, claro, no es a azufre. Pero el sabor ahumado esconde algo diferente. También la ternura de la carne y la textura de los productos. A la hora de comer las calles de Furnas se vacían. Todos se preparan en los restaurantes para conectar desde el paladar con la tierra.

Viaje al centro de la tierra

¡Din don! ¡Din don!

La entrada al Observatório Vulcanológico y Geotérmico de las Azores tiene una alarma-sensor que suena cada vez que alguien accede. Es tarde y el museo ya está cerrado al público. Las últimas horas de los empleados llenan impacientes el reloj. Pero su director, Víctor Hugo Forjaz, nos ha citado aquí. Este no solo es su trabajo, estas paredes aglutinan su pasión. El estudio de toda una vida en el lugar —las islas Azores— de toda la vida.

Víctor Hugo Forjaz también es el fundador de la Red Sismológica y Vulcanológica de la Región de Azores y fue durante años coordinador del Máster de Geología de la Universidad dos Açores pero ahora, con 77 años, está retirado y «en vez de pasar el tiempo en casa sentado con las flores», dirige el centro. El observatorio se divide en dos espacios que a esta hora, a oscuras, parecen inertes, y resulta complicado imaginar qué encuentra el visitante ortodoxo. Sin luz, en uno de los lados se intuyen figuras antropomorfas —tal vez la mascota del museo—; también maquetas de volcanes. En el otro una rampa da paso a una sala diáfana donde se entrevén algunas piezas expuestas.

Bajan del primer —y único— piso dos trabajadores jóvenes. Se están yendo, se despiden de Víctor Hugo; nos saludan. La puerta suena otra vez: ¡Din don! ¡Din don! Víctor Hugo irradia amabilidad y cortesía: «Son unos bebés —dice refiriéndose a sus compañeros— uno tiene 34, otro 40 y otro 25. Así que mi posición es que no quiero ser el dictador de la institución, sino la persona encargada de traer a gente joven para nueva bibliografía en nuevos contextos». Víctor Hugo Forjaz es casi un predicador del vulcanismo divulgativo. «Pero no es fácil». Nos pregunta si necesitamos esto. Si queremos lo otro. Nos deja varios libros para ojear. El sensor de la puerta parece que se ha colgado y el din don, din don, din don no para de sonar, como si un montón de personas (invisibles) fuesen a acompañarnos en la visita. Finalmente, y tras un comentario anti-tecnológico, Forjaz desconecta el dispositivo. Pero el silencio no reina mucho rato; lo rompe, esta vez, su teléfono móvil. Nos pide que le disculpemos un segundo, que enseguida está con nosotros. El tono de llamada es un sonido como de agua, como de gotas que caen o de burbujas de aire que se retan las unas a las otras abriéndose hueco hasta llegar las primeras a la superficie. Al principio resulta paradójico. O, como poco, divertido. ¿Un vulcanólogo que elige el agua, y no el fuego o la tierra, como melodía? Ya se sabe, en casa del herrero… Pero no. Lo cierto es que a Forjaz el agua fue lo que le convirtió en geólogo especialista en vigilancia volcánica.

Cuando era solo un adolescente, en su isla, Faial —la de mayor herencia volcánica del archipiélago y donde entonces residía— el volcán de los Capelinhos estuvo activo más de un año seguido, de septiembre de 1957 a octubre de 1958, debido, según los expertos, a la combinación de dos erupciones. Dos erupciones bajo el agua. «Ha sido una erupción submarina debidamente observada, documentada y estudiada, de inicio a fin. Se da en condiciones privilegiadas, junto a una isla habitada.» O esto declaró con apenas 17 años junto a su padre, en aquel momento director de la Junta del Distrito de Horta, donde todo ocurrió. Desde entonces el de los Capelinhos es su volcán. Una de las explosiones, la primera, fue surtseyana: esto es, mucho humo blanco o grisáceo. Una cresta de muchas puntas que inunda el cielo. Densas. Verticales. La segunda fue una erupción stromboliana: «Este tipo es igual que una piña», dice Forjaz. Pero una grande, luminosa. Una explosiva, que gruñe y quema. 

Y esta actividad volcánica, explica Forjaz, es producto de las microplacas: «Esta es mi teoría preferida.» Las Islas Azores se encuentran sobre microplacas, que a su vez se localizan entre placas continentales. Están entre la Eurasiática, la Africana y la de América del Norte. Además, prácticamente las atraviesa la dorsal mesoatlántica. Para Forjaz, es en estas microplacas donde se halla el quid de la cuestión. Pero no toda la sociedad geológica comparte esta idea: «Hay científicos que no la apoyan porque no han sido ellos los que la han descubierto», apunta divertido.

Pero basta de teoría. Ha llegado la hora de la visita y Forjaz nos guía hasta una especie de puerta. Cuando atina a iluminarla —solo un poquito—, vemos que es una gruta: una entrada de cartón piedra al inframundo, la mejor puerta posible para que decenas de visitas escolares entren al museo con el espíritu justo. Forjaz se adelanta, pasa primero. Y nos invita a adentrarnos con él.

—Julio Verne es nuestro dios—dice muy lento, y la frase resuena con una emoción inesperada en el museo vacío.

El túnel, la penumbra, la entrega y las ganas de jugar de Forjaz, la ilusión infantil en la voz anciana provocan una atmósfera más líquida que gaseosa. Aumentan aún más las expectativas con respecto al museo, pero especialmente con respecto a su explicación.

Nos enseña fósiles recogidos por su abuelo. Uno de hace 2 500 años. Nos permite sentir entre las manos el peso, las texturas y la magia de un meteorito que fue descubierto en una finca de naranjos. Nos enseña fósiles de la isla de Santa María. Nos explica que los minerales son como personas y que algunos deciden no casarse, como el oro o el diamante. Que la pasta de dientes procede del volcán, de la fluorita. No duda en dedicar el tiempo merecido a cada una de las piezas. Todas son importantes.

—Si viene una visita de un colegio de Azores la visita es gratis. Pero si viene una visita de Estados Unidos o de cualquier otro lugar, no. —Y tras una pausa dramática añade—: La condición para entrar es traer una roca de tu país: «Volcán amigo, roca amiga».

Pero Forjaz y su equipo se expanden más allá del observatorio. Tienen 70 libros publicados. Hacen actividades en el exterior, se desplazan hasta los colegios a hacer formaciones. Tienen un kit geológico y viajan a diferentes localidades a enseñar materiales.

—Los alumnos de los institutos están muy poco familiarizados con los volcanes— dice entristecido. Se pregunta cómo es posible que en unas islas con ese origen no se enseñe apenas nada sobre vulcanismo. No entiende por qué si hay avistamientos de ballenas en las islas (uno de los grandes atractivos turísticos de las Azores) no los hay, también, de volcanes. —Es un territorio muy pequeño en el que se concentran una gran variedad de volcanes, es muy interesante.

También le preocupa el poco interés institucional y asegura que la tierra, su tierra, no va a dormir eternamente, que en 30 o 40 años puede ser peligrosa —el mayor evento de las últimas décadas tuvo lugar en 1980; un terremoto entre Terceira, Sao Jorge y Graciosa causó 71 muertos—. Hasta este momento habíamos ignorado esos ojos de Forjaz, siempre muy abiertos, siempre alerta. Ojos grandes pero como entrecerrados. Algo acusadores. De sospecha. Como si fuesen a saltarle chispas. Ahora lo entendemos: Forjaz también tiene alma de volcán.


Ilustraciones de Mario Trigo

Aquí puedes leer la segunda parte de nuestra serie de apuntes sobre São Miguel y las Azores.