Mi casa estaba en la calle Francesco Baracca. En el número 100. Decir eso es decir que vivía en el barrio de Novoli; que mi casa quedaba, en otras palabras, bastante lejos de la cúpula de Brunelleschi y de las calles de mármol del centro. Tampoco había en mi calle ninguna tienda de Gucci ni de Prada ni de Burberry. Ni siquiera teníamos una fuente que adornara un poco el asunto ni un río Arno con piragüistas cruzándolo de cabo a rabo. Todos esos lujos estaban reservados para la Cara A de Florencia. Esa que visitan los turistas, la que sale en las novelas y en televisión y que sostiene con orgullo el título de cuna del Renacimiento. Así que no, Novoli no era la Cara A de Florencia, pero tampoco era la Cara B. No se paseaban por el barrio elegantes capos con traje, corbata y coches caros. Cuando uno piensa en la Cara B de Italia, piensa en escenas sangrientas y románticas a partes iguales. En ajustes de cuentas, en lealtades —unas respetadas y otras rotas—, en amenazas y en mafia. Pues no. Tampoco parecía Novoli un barrio especialmente impregnado, cuando menos para unos ojos inexpertos como los míos, de las cuestiones mafiosas. Por todo ello y por otras cosas mi barrio formaba parte de lo que podríamos llamar la Cara H de una ciudad. Ni la A ni la B. La H.

Desde la ventana veía una heladería, un Bar Royal, un Caffè Alex, un negocio de arreglos de ropa y una peluquería. Lo cierto es que no recuerdo el nombre del barbero, pero sí recuerdo que era simpático, que vestía siempre de punta en blanco y que era de origen magrebí. «Hay que ser valiente. Somos jóvenes, tenemos que movernos», predicaba entre tijeretazos, los ojos brillantes. Cuando, al cabo de un año de haber marchado, volví a Francesco Baracca 100, la barbería había cerrado y el barbero se había ido.

Tampoco estaba ya la heladería, siempre entreabierta, siempre queriendo ocultar algo. Su dueño, Carlo, solía sentarse en la puerta rodeado de tres o cuatro amigos y una camarera. Además de helados, también vendía cervezas Moretti y Peroni de litro. Algunas noches salían del local mujeres ebrias con vestidos más o menos pretenciosos y hombres ebrios, a menudo no tan preocupados por su vestuario. En la acera de enfrente, el Caffè Alex era, en cambio, lo que se conoce como un bar normal. De esos en los que los italianos se toman el café de un trago justo antes de completar el ritual con un buche de agua. Por las mañanas, ya entrada la primavera, cinco o seis mujeres, siempre las mismas, se sentaban en la terraza después de dejar a los niños en el colegio y antes de marchar a trabajar. Novoli es uno de esos barrios donde puede uno tomar café a un precio adecuado. Donde, a poco que hayas ido dos o tres veces a sus bares, Carlo y Alex recuerdan tu nombre y, si me apuras, hasta saben si prefieres un cappuccino o un ristretto. No le pidan eso al centro de las ciudades. Los mármoles son golosos, pero la sintonía con el camarero, también.

Novoli es uno de esos barrios donde puede uno tomar café a un precio adecuado… No le pidan eso al centro de las ciudades. Los mármoles son golosos, pero la sintonía con el camarero, también

Los edificios de Novoli son, casi todos ellos, color crema con las ventanas verdes y pequeñas. Es un barrio que se hizo mayor cuando Fiat decidió, en la década de 1930, colocar una fábrica en él y, por ende, también los hogares de sus trabajadores. Sin embargo, el verdadero crecimiento del barrio llegó en los años cincuenta y sesenta, cuando los edificios —esos color crema con las ventanitas verdes— crecieron a borbotones al son del boom económico e inmobiliario. El cierre de la fábrica de Fiat en los ochenta supuso, a pesar de todos los pesares, un nuevo impulso para el barrio. Las 32 hectáreas que dejó libres el complejo industrial se invirtieron en dinamizar la zona con la construcción de un centro comercial y la facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Florencia. Incluso se levantó en Novoli, para sorpresa de sus vecinos, el Palacio de Justicia de la ciudad, un armatoste gris y marrón de puntiagudas formas geométricas que, de lo grande que es, se ve desde el mirador de Piazzale Michelangelo.

Se lo puede definir, a Novoli, como un barrio en el que se convive. Conviven las madres que cuentan al céntimo la economía familiar; las prostitutas que esperan a sus clientes, normalmente, cerca de la gasolinera; el mecánico del taller de autos, el del taller de bicicletas y el del taller de autos y bicicletas; los coches que embotan casi cada día la vía Francesco Baracca y los niños y niñas que juegan al fútbol en el parque. Es en las Caras H donde los pequeños calciatori terminan los días con las rodillas llenas de rasguños, los tobillos ennegrecidos por el polvo que levantan los campos de tierra, los mofletes ardiendo y el pelo empapado. Madonna. En la plaza de Santa Croce, en el centro de Florencia, chutar un balón demasiado fuerte entraña el riesgo de volar la cabeza —con perdón— al Dante Alighieri petrificado que preside el lugar. Pero en Novoli no. En Novoli se puede chutar, cabecear y jugar duro, como se juega en Italia. Una vez, en 2019, pude entrevistar a uno de los entrenadores de la escuela de fútbol de Novoli los mismos días en que se estaba disputando el mundial de Rusia, del que Italia había quedado fuera. «Hay que cuidar a los niños», me decía con una cierta amargura, como si pensara que su país no lo había tenido suficientemente en cuenta. «Si queremos volver a ver a la selección en primera línea», sentenció, «tendremos que empezar por los parques».

Pero a los niños los cuidan, o eso me pareció a mí. Los cuidan hasta los borrachos del parque infantil de via Allori. Yo mismo tuve un percance con ellos una tarde de abril, o de junio. En mi afán por fotografiarlo todo, quise tomar una imagen de la Cara H de Florencia, a su paso por Novoli y, más concretamente, por ese parque en cuestión. En la instantánea aparecía un prado verde con la clorofila del césped en plena ebullición, un tren avanzando a paso lento justo al fondo —entre el prado y el cielo— y, delante de la vía, una escuadra de ocho o diez niños jugando un partido. Como porterías, cuatro mochilas. Me decidí yo a tomar la foto, lo hice y, cuando ya me disponía más ancho que largo a salir por la puerta, cámara al cuello, recibí el alto. Me lo dieron cuatro hombres, como digo, con gusto por la cerveza y el vino:

—¿Tú sabes que no se puede fotografiar a los niños? —preguntaron, tranquilos.

Yo les intenté explicar, con un italiano todavía en ciernes, que solo trataba de fotografiar el paisaje y que los niños apenas si se veían de lejos. Que era periodista, por si ayudaba en algo.

—Enséñanos la cámara —insistían, con buenas formas—. Solo queremos ver que no salen los niños en la fotografía.

Accedí, vieron las imágenes, dieron su aprobación y, amablemente, me devolvieron la cámara. Cuando volví a encaminarme hacia la salida, vi sentadas en un banco a unas mujeres que reían sin disimulo, pero con un cierto pudor culpable. Supuse que eran las madres de los niños y que se habían divertido con la escena. A mí también me hizo gracia haberla protagonizado. A lo lejos, los cuatro guardianes del parque también reían, ociosos, y yo continué mi camino con la seguridad de que la sangre nunca hubiera podido llegar al río. Me invadía una cierta sensación de tranquilidad. A riesgo de romantizar la cuestión, creo que los niños están, muchas veces, bastante protegidos en las Caras H. Esa parte de las ciudades cuya gente parece no importar a nadie, salvo a los que están dentro.

En la Cara H, Airbnb todavía no ha sustituido al vecino del segundo A. Aún se encuentra pan en el local de abajo. No hay un Dunkin’ Donuts. Los cafés todavía valen uno con treinta euros, en vez de cinco. Los carros de la compra abundan más que los riders de Glovo y los carniceros todavía regalan una loncha de embutido al nieto que acompaña a su abuelo a la compra. Todo eso es la Cara H. La letra que no suena, la que pasa desapercibida, pero sin la cual no podría recitarse el alfabeto ni conjugarse una ciudad.


En la cabecera, momento de las obras de realización del Palacio de la Justicia de Florencia, en Novoli, en el solar de la antigua fábrica Fiat. (CC-BY-ND 2.0 de Antonio Sofi)