Esto ocurrió antes de que Rusia volviese a dar miedo; si es que alguna vez dejó de dar miedo.

Me encontraba en el Mausoleo Soviético de Treptower Park, en Berlín. Acababa de sentarme en la escalinata que lleva al pabellón de mármol ubicado en lo alto de la montículo que preside el monumento. Sobre dicho pabellón se yergue la imponente estatua de bronce, ennegrecida por el tiempo, del Soldado Libertador con la triste niña perdida, aunque ahora ya a salvo, entre los brazos. La no menos imponente espada que el soldado empuña en su mano derecha, y con la que no duda en hacer pedazos la esvástica nazi que se encuentra a sus pies, parecía apuntar en ese momento directamente a mi cabeza. Como si se tratase de una admonición. Como si el dichoso soldado me estuviese exigiendo algo.

Desde el punto en el que me encontraba podía disfrutar de una panorámica completa del Mausoleo, aunque una panorámica invertida, por así decirlo, pues la figura central, como ya he dado a entender, quedaba a mi espalda. Tenía frente a mí los cinco enormes parterres centrales, con su radiante césped perfectamente cuidado, y también los dieciséis sarcófagos blancos, a ambos lados, con relieves esculpidos para recordar por siempre jamás el sacrificio del pueblo soviético durante la Segunda Guerra Mundial. Y al fondo, flanqueando el paso a las instalaciones, los dos gigantescos triángulos gemelos de granito rojo, inclinados como dos banderas indestructibles, luciendo ambas la hoz y el martillo en la esquina superior, apuntando hacia el cielo. 

Entendí que aquella impotente espada de bronce que pendía sobre mi cabeza suponía una recriminación, o un gesto de reprobación si se prefiere, porque en ese momento, sentado en la escalinata del Mausoleo Soviético de Berlín, me sentía absolutamente desolado, triste como pocas veces en mi vida. De hecho, estaba haciendo un serio esfuerzo para no echarme a llorar. 

Y lo peor del asunto era que no sabía por qué.

Supongo que lo que corresponde ahora es intentar explicar cómo había llegado hasta ahí. Con la distancia que me ofrece el tiempo puedo decir que estando en esa ciudad viví, en un breve lapso de tiempo, dos sucesos que, a pesar de no guardar una vinculación evidente, resultaron devastadores para mi percepción. Dos sucesos que fueron como dos oscuras revelaciones en el devenir de ese viaje. 

Empezaré diciendo que estaba en Berlín acompañando a mis alumnos de segundo de bachillerato. Era su viaje de fin de curso, lo que venía a ser el cierre de su etapa escolar. Más que un viaje para hacer balance se trataba de una breve pausa en la que relajarse antes de llevar a cabo el último esfuerzo que entrañaba la Selectividad. De hecho, íbamos a estar en Berlín tan solo cuatro días.

Era el primer año en que los alumnos de la escuela llevaban a cabo ese viaje, y si yo estaba allí con ellos se debía a que había sido uno de los ideólogos del mismo. Había pensado y diseñado ese viaje junto a la tutora del curso, a la que a partir de ahora llamaré M., con la que compartía por aquel entonces una visión global e inclusiva de lo que podía llegar a ser la enseñanza de las humanidades. Por aquel entonces, me veo obligado a aclarar, todavía confiaba mínimamente en el sistema educativo. Por ese motivo, habíamos pensado que yendo a Berlín los alumnos recibirían una buena dosis de datos históricos, de detalles económicos, de arte antiguo y contemporáneo y de literatura a través del proceso que mejor vehicula la adquisición del conocimiento: el paseo. Por todo lo dicho, cuando la dirección de la escuela aprobó el proyecto y me propuso que, junto a mi compañera M., acompañase a los alumnos a Berlín me sentí la mar de satisfecho. 

Sin embargo, cuando llegó el mes de mayo me di cuenta de que aquel viaje me pillaba a pie cambiado. Me encontraba en un momento muy extraño de mi vida. Tenía la sensación de que las fuerzas que me habían llevado hasta donde me encontraba se habían agotado. Los códigos en los que había creído, a los que me había aferrado para superar toda clase de retos y dificultades desde que salí de la universidad, casi veinte años atrás, habían agotado su valor simbólico. 

Estaba convencido de que mi estado respondía, al menos en buena medida, al conflicto que entrañaba para mí lidiar con mi vocación literaria. Había logrado acabar una novela y publicarla en una editorial bastante decente, tras nueve larguísimos años en los que había tenido que simultanear la escritura con formar una familia; entre otros pequeños detalles. Pero la editorial en cuestión había desaparecido sin dejar rastro año y medio después de la caída de Lehman Brothers. Por lo que, de algún modo, me sentía de nuevo en la casilla de salida como escritor.

Por otra parte, estaba aproximándome a esa edad en la que se empieza a mirar hacia el pasado con creciente congoja, pues la carga de los años que han quedado atrás empieza a resultar no solo más amplia sino también más peligrosamente atractiva que la perspectiva que ofrecen los que quedan por venir. Sin embargo, me costaba tanto admitir esa situación, la del paso del tiempo asociado a mi persona, que ni siquiera fui consciente, hasta que estuve en la habitación del hotel en Berlín, del clarividente título del libro que me había llevado conmigo: No es país para viejos de Cormac McCarthy.

La agenda de actividades para los días que íbamos a estar en la ciudad era muy apretada e intensa. Mi querida compañera M. era una verdadera experta en gestión e intendencia, amén de tener un sólido criterio estético y una fe en las bondades de la docencia a prueba de bomba; una fe que me permitía a mí, algo más descreído, desempeñar el agradecido papel de lugarteniente o incluso de secundario de humor. Gracias a la capacidad organizativa de M. habíamos visto prácticamente todo lo que se puede ver en tres días en esa ciudad, desde la Puerta de Brandenburgo al Pergamonmuseum, pasando por la East Gallery del Muro o el Museo de la Stasi. 

Fue precisamente en el Museo de la Stasi donde experimenté la primera de mis oscuras revelaciones berlinesas.

Para entender el alcance de la misma me veo obligado a aportar algunos datos que servirán para crear un contexto. Tengo que decir, por ejemplo, que la novela que yo había escrito y publicado en la editorial que la crisis se llevó por delante se titulaba, y se titula, El fin de la Guerra Fría. Que quede claro que era una novela, no un ensayo o una reflexión filosófica. El título respondía a la voluntad de expresar, a través de la ficción, una idea a la que venía dándole vueltas desde hacía mucho tiempo: que la guerra fría sí fue un conflicto directo, vivido y experimentado en el interior de la psique de todos los ciudadanos del planeta, y que con la caída del muro no desaparecieron, ni remotamente, los perniciosos efectos mentales causados por los cuarenta años de confrontación. Los personajes de la novela, o al menos esa era la voluntad del autor, pretendían mostrar cómo la guerra fría seguía instalada en el subconsciente de los seres humanos, afectando no solo a sus actos sino también a su emocionalidad. Repito, era, y es, una novela. Sin embargo, a ojos de algunas personas poco perspicaces, el mero título, porque era el título en lo que se basaban para llevar a cabo su juicio, me convertía en un experto en esa etapa histórica. Curiosamente, esa confusión llevó a que me encargasen varios artículos en prensa sobre el tema, a que me invitaran a participar en alguna tertulia radiofónica e incluso a que me ofrecieran la posibilidad de impartir una conferencia. Lo mejor del caso es que después de todo eso sí me convertí en una suerte de conocedor amateur. Casi por vergüenza empecé a leer libros de historia, a ver documentales y películas y a revisar la hemeroteca de ciertos periódicos en busca de cualquier clase de información relacionada con los cuarenta años de conflicto entre la URSS y Occidente. 

Lo que pretendo decir con esto es que la guerra fría había acabado convirtiéndose en un tema íntimo y personal para mí.

Por eso cuando llegamos a las instalaciones que ocupó la Stasi en Berlín durante casi cuatro décadas, en el barrio de Lichtenberg, convertidas ahora parcialmente en un museo, sentí lo que podría denominarse como una conmoción en la Fuerza. Crucé el amplio patio que da a la entrada sumido en un tenso silencio. Tenía muy presentes las imágenes de la película La vida de los otros: las idas y venidas del agente Wiesler, el coche del Ministro de Cultura, la detención de la actriz Christa-Maria. Esa diáfana explanada ubicada entre toscos bloques grises, verdaderos epicentros del terror y la extorsión en la extinta RDA, fue construida para semejar un insulso patio de vecinos, un entorno completamente anodino, aburrido incluso; un espacio que uno cruzaría para ir a comprar acelgas al supermercado de la calle contigua, bajo una inopinada llovizna invernal. 

Una joven guía nos esperaba en el vestíbulo del bloque principal, en el que se exponía una maqueta del complejo en su totalidad, con una clarificadora leyenda que indicaba las diferentes secciones temáticas en las que el Ministerio para la Seguridad del Estado había diversificado su mirada escrutadora. La guía era joven, demasiado para mi gusto, y hacía gala de un entusiasmo impropio; empujada seguramente por la adormilada bisoñez de los alumnos a los que iba a tener que seducir con sus explicaciones. Yo habría preferido una mujer mayor, más corpulenta y con traje de falda y chaqueta de gruesa sarga marrón. 

Recorrimos los pasillos donde se encontraban las salas de interrogatorios. Vimos una exposición con toda una serie de artilugios dedicados al espionaje, tan ridículos a estas alturas, tan patéticos, que parecían sacados de un especial de Mortadelo y Filemón. Por último recorrimos los diferentes despachos de los cargos medios y altos de la Stasi. Allí estaban las largas mesas de madera pulida, los amplios sillones de cuero, las cortinas fruncidas de un inconcreto tono amarillento y, sobre todo, los mastodónticos aparatos telefónicos con carcasas de plástico negro o rojo, plagadas de botones arcaicos e incomprensibles. Ese fue el momento más impresionante, pues todo seguía igual, no habían tocado nada. Como si las personas que habían ocupado esas mesas y asientos se hubiesen marchado minutos atrás sin hacer ruido.

Desde esos despachos, desde esos teléfonos monstruosos, se había decidido sobre la vida y la muerte de miles de personas. Casi podía olerse el aroma de puros rancios propio de los peces gordos de antaño. Casi podía oírse el eco de las empalagosas melodías, o de las amables marchas militares, de un imposible hilo musical comunista, favoreciendo la tranquilidad y la armonía.

Fue precisamente el marcado contraste entre la iniquidad y lo cotidiano lo que me resultó más turbador. Y también que todo estuviese detenido, limpio pero fosilizado. Recordé lo que había dicho Ryszard Kapuscinsky sobre los campos de trabajo de Kolima tras la caída del imperio soviético: todo ese esfuerzo, dolor y sufrimiento dieron como fruto una ruina inservible, arrasada por el tiempo. Eso era lo que nosotros estábamos haciendo allí, en el museo de la Stasi, aunque los alumnos no lo captasen debido a su edad: estábamos recorriendo las ruinas de una absurda civilización que había muerto de la noche a la mañana sin dejar ni tan siquiera un atisbo de algo que pudiera ser considerado como un legado digno. Porque aquel lugar y todos aquellos objetos eran ya inservibles, estaban contaminados por una radiación simbólica; como si se tratase de un aséptico Chernóbil a pequeña escala. 

Tras su desaparición, como podía apreciarse en aquellos despachos pulcramente abandonados, el sueño soviético tan solo había dejado un gigantesco vacío. Nada más.

Esa misma tarde, aprovechando uno de los escasos ratos libres de los que disponíamos, me escapé al barrio de Mitte para cumplir con un encargo que me había hecho mi mujer. Mi intención, amén de cumplir con el encargo, era airearme un poco, alejarme durante un rato de la intensidad emocional que estaba presidiendo esa estancia en Berlín. Pero el resultado fue justo el opuesto al que esperaba, pues recorriendo las calles de Mitte experimenté la segunda oscura revelación berlinesa.

Fui caminando hasta mi destino, disfrutando del largo paseo. Adoro de Berlín esa mezcla de naturaleza y edificación que caracteriza tantas de sus calles: los árboles, las hierbas, los matojos invadiendo ciertas zonas del territorio urbano. También los bosques que rodean la ciudad, un derroche de exuberancia, pues parecen querer recuperar a la mínima oportunidad el terreno perdido o bien convivir con lo artificial en régimen de igualdad. Algo que no puede encontrarse en ninguna otra gran ciudad de Europa. Y luego está la historia, la sucesión de fases de apogeo y declive, los momentos de esplendor y también los de gris ignominia, oleadas que han dejado un poso en todas las avenidas y plazas, un legado intangible que parece exponer la fragilidad de lo humano al rodillo implacable del paso del tiempo. Porque Berlín, en cierto sentido, es una ruina viva, un vestigio que sigue latiendo. 

En eso pensaba mientras recorría Linienstrasse en busca de una pequeña tienda de bisutería artesanal. Mi mujer había descubierto ese negocio, Villa Sorgenfrei, en internet y las delicadas piezas que exponían le habían encantado. Como todavía no vendían online, me pidió que si tenía la oportunidad pasase por allí. Muy cerca ya de llegar a la dirección indicada, vi que a mi izquierda, en la otra acera, se extendía un muro de piedra cubierto de grafitis que ocupaba toda la manzana y que, en su centro, tenía una vieja puerta con barrotes metálicos, abierta en ese momento de par en par. Al otro lado de la puerta, desde mi posición, vi árboles frondosos y muy altos, césped recortado y un sendero de tierra o grava. Al fondo, en un costado, se erguía lo que parecía ser una cruz de piedra. Y también había pequeños bloques de piedra en el suelo, sobre el césped. Crucé la calle y me coloqué frente a la puerta, sin cruzarla. Descubrí entonces que se trataba de un cementerio, y que las piedras que había en el suelo eran lápidas antiguas con inscripciones en alemán. Estaban dispersas sin seguir un orden concreto. Pero era muy lindo. Y no estaba abandonado, como podría pensarse por su ubicación, pues todo parecía cuidado y limpio. Transmitía calma. Daban ganas de pasear por él o de sentarse en alguno de los bancos de madera pintados de verde para leer un rato. Pero yo me quedé donde estaba. Algo me impedía cruzar la puerta. Ahí había gente enterrada. Personas muertas hacía ya mucho tiempo. Decenios, tal vez incluso siglos. Al pensarlo, de repente me sentí mayor, no viejo, pero sí de camino a serlo. Soplaba un suave viento que apenas movía las hojas de los árboles. No pasaban coches a mi espalda, por Linienstrase. Me invadió entonces una profunda zozobra que me llevó a pensar en todas las cosas que yo ya nunca sería. En todas las cosas que jamás llegaría ya a vivir.

Tras cumplir con el encargo de mi mujer, me monté en el metro de vuelta al hotel con esa sensación de pérdida pesándome en los hombros, como si se hubiese pegado a mi piel. Rodeado de gente extraña me dio entonces por pensar en mis hijos, a los que sentía dolorosamente lejanos. Me habría gustado llamarlos por teléfono para decirles dónde me encontraba. Decirles simplemente que estaba en Berlín, en el metro, y que si miraban el plano de la ciudad podrían situarme en la parada de Stadmitte, que está en Friedrichstrasse, no muy lejos del famoso Check Point Charlie. El no hacerlo, el no telefonearlos por considerarlo irracional, no hizo sino aumentar la sensación de pérdida hasta convertirla en algo parecido a la angustia. Una angustia asociada a lo que podría ser definido como una indeseada sensación de libertad extrema, sin retención alguna.

Pues bien, al día siguiente me encontraba sentado en la escalinata que lleva al pabellón de mármol que preside el Mausoleo Soviético de Treptower Park, en Berlín. Con aquella gigantesca espada pendiendo sobre mi cabeza. Tenía ganas de llorar y no sabía por qué. Observaba la perfecta perspectiva que dibujan las líneas rectas de los parterres bajo los que están enterrados los soldados soviéticos que murieron en la heroica toma de la ciudad, y también los triángulos de granito rojo con la hoz y el martillo apuntado hacia el cielo, y me sentía abatido como pocas veces en mi vida. 

Noté entonces que alguien me tocaba el hombro con los dedos reclamando mi atención. Dos, tres veces. Volví la cabeza sobresaltado. A mi lado, de pie, un tipo grande, corpulento, vestido con una camiseta negra, lisa, unos tejanos algo raídos y unas deportivas Nike sucias. Tenía el pelo liso, más bien corto, más o menos peinado, con raya a la izquierda. Lucía una poblada barba, bastante descuidada, prácticamente cana por completo. Sus pequeños ojos azules, como escarbados en lo más profundo de su rostro ojeroso, me miraban con una seriedad acongojante. Me tendió la mano. 

«Soy Slavoj Zizek», me dijo en inglés. «He venido para hacerte compañía en estos momentos tuyos de confusión y tristeza.»

Antes de que pudiese levantarme del todo para mostrarle mis respetos, me obligó a sentarme de nuevo apoyando su poderosa mano en mi hombro. Se sentó a mi lado.

«Esto que estás sintiendo no es ostalgie, no es ese anhelo de la vida en tiempos del comunismo que ahora está tan de moda. Lo que realmente te está ocurriendo es que estás adquiriendo distancia, para superar el trauma. Recuerda la película Goodbye Lenin, con su propuesta de la construcción de una RDA idílica y alternativa. No era una nostálgica historia de amor de un hijo por su madre, era una historia mucho más dura que La vida de los otros. Venía a decir que no había resistencia posible en aquel entonces, que la única manera de escapar a la locura era desconectar de la realidad.

Como presentación me pareció de lo más extraño. Aun así, no me atreví a preguntarle a qué trauma se estaba refiriendo, porque la expresión «desconectar de la realidad» me inquietó; tal vez porque la sentía peligrosamente cercana a mi manera de comportarme en aquel tiempo.

«La posición del testigo débil es también un componente crucial de la experiencia de lo Sublime», dijo Zizek. «Esta experiencia tiene lugar cuando nos encontramos frente a algún acontecimiento horroroso que excede nuestra capacidad de representación; es tan abrumador que no podemos hacer nada excepto permanecer en el horror; a un tiempo este acontecimiento nos supone una amenaza inmediata para nuestro bienestar mental, así que podemos mantener la protectora distancia del observador.»

Eso sí creí entenderlo. Aunque el hecho de que hablase sin referente, sin crear un contexto, me lo ponía muy difícil. Yo entendía lo Sublime como aquello que te impacta de tal modo, a un nivel estético y sensible, que en tu percepción no encuentra el correlato en un discurso lógico y, por tanto, la sensación que provoca mezcla la fascinación y la repulsa a partes iguales, sin límite concreto. ¿Y acaso no era eso lo que estaba experimentando yo allí, en el Mausoleo Soviético, y también durante buena parte de mi estancia en Berlín?

«¿Por qué, entonces, es el observador pasivo e impotente?», prosiguió Zizek. «La habilidad del observador para actuar aporta luz al hecho de que se convierte en esclavo de su propia fantasía.»

Quise preguntarle: ¿entonces, estos sentimientos que tengo tienen que ver con una fantasía que yo mismo he creado respecto a mi situación en relación al tiempo y al lugar en el que estoy? Sin embargo, no quise preguntárselo. De algún modo, la pregunta me parecía un poco pueril. Así que Zizek prosiguió con su discurso.

«El problema de los media contemporáneos reside no en que nos lleven a confundir la ficción con la realidad sino, por contra, en su carácter hiperrealista, lo que hace que saturen el vacío que mantiene abierto el espacio de la ficción simbólica. El vacío cubierto por la ficción simbólica creativa es el objet petit a, el objeto-causa del deseo, el marco vacío que proporciona el espacio para la articulación del deseo. Cuando este vacío está saturado, la distancia que separa a de la realidad se pierde: a cae en la realidad.»

Sin duda Zizek fue consciente de mi cara de pasmo, dado que nunca he manejado con soltura el término lacaniano del objet petit a, por eso me agarró del antebrazo y me miró con intensidad. «Hablamos de representar en palabras aquello que da la impresión de que no puede ser expresado, ¿no es cierto?» A mí, he de confesarlo, el filósofo esloveno, con su pinta de leñador retirado perseguido por Hacienda, no solo me impresionaba: tenerlo tan cerca me provocaba, directamente, miedo.

«No se trata de una descripción que localiza su contenido en un espacio y tiempo históricos, sino de una descripción que crea, como trasfondo del fenómeno que describe, un espacio virtual propio inexistente, de modo que lo que aparece en él no es una apariencia sostenida por la profundidad de una realidad, sino una apariencia descontextualizada, una apariencia que coincide plenamente con el ser real. Esta descripción artística no es un signo de algo que yace fuera de su forma, sino que más bien extrae de la confusa realidad su propia forma interior».

Se expresaba con su habitual vehemencia, con gestos bruscos y haciendo uso de esa manera suya tan particular, casi intimidatoria y sin duda voluntaria y estudiada, de hablar en inglés: con su característico acento metálico, arrastrado, torpe y chirriante. Lo que me extrañaba era que nadie a nuestro alrededor se volviese para mirarlo, o incluso se acercase para llamarle la atención, pues estaba elevando mucho la voz. Con la intención de suavizar un poco la tensión del momento, que amenazaba con aplastar mi tristeza por la fuerza y sin haberme pedido permiso, le dije: «Tengo la impresión de estar falseando el pasado simplemente para contar una historia en la que las piezas encajen. Creo que por eso me siento apesadumbrado. Soy un falsario, mis sentimientos no son reales, ¿no es cierto?»

Zizek, no sé si a modo de respuesta a mis palabras, hizo una mueca de repulsa y dijo: 

«La narración tiene un poder transformador que satisface la necesidad de construir realidades ficticias alternativas. Reescribir el pasado es un acto de generosidad que le permite al sujeto cambiar el futuro. Incluso aunque las realidades ficticias no sean bonitas, incluso aunque dé la impresión de que el dolor es reemplazado por otro dolor mayor y más amplio respecto al pasado, existe en ese cambio un beneficio patológico secreto, se genera un excedente de placer».

Miré hacia la lejanía, dejándome llevar por la perfecta perspectiva que trazaban las líneas de fuga que iban a morir en el justo centro entre las dos banderas de granito rojo.

«La verdad tiene la estructura de la ficción. Recuérdalo siempre.»

Zizek había dicho que reescribir el pasado «es un acto de generosidad que le permite al sujeto cambiar el futuro». Así pues, no tenía necesidad de retirar mi fantasía ni de sentirme culpable.

«Defender causas perdidas no tiene que ver con alguna clase de juego deconstructivo, en plan «cualquier causa tiene que ser perdida para poder ejercer toda su eficiencia como causa». Al contrario. El objetivo radica en dejar atrás, con toda la violencia que sea necesaria, lo que Lacan definía con sorna como «el narcisismo de la causa perdida», y aceptar con valor la plena realización de la causa, incluido el inevitable riesgo de un desastre catastrófico. Es mucho mejor un desastre basado en la fidelidad a un acontecimiento que mostrar indiferencia hacia el mismo. Parafraseando la memorable frase de Beckett, después de fracasar, uno tiene que seguir adelante y fracasar mejor. La indiferencia, sin embargo, hace que profundicemos cada vez más en la ciénaga de la imbecilidad.»

Fue entonces cuando me levanté, casi de un salto. Zizek, sorprendido, me preguntó: «¿Qué haces?» Yo le dije: «Me voy». Zizek parecía un tanto irritado, tal vez porque, como me comentó acto seguido, todavía tenía muchas más cosas que decirme. «Por eso precisamente me voy», dije entre dientes, sin saber si quería que me oyese o no. Había entendido lo que tenía que entender. Temía que sus explicaciones, si me llevaban más lejos de donde había llegado, borrasen también, al igual que el método Ludovico en La naranja mecánica, las nuevas perspectivas que se estaban dibujando en mi embotada percepción. Se estaban aclarando las nubes de la pesadumbre. De eso se trataba. Porque la espada que pendía sobre mi cabeza lo que me estaba exigiendo era que me largase de allí. Me estaba diciendo que aquel no era ya mi lugar, que aquel vacío no hablaba de mí, que yo no era una ruina del pasado sino un futuro por contar.

Yo ya había descendido la mitad de la escalinata cuando le oí decir: «Te entiendo. Hay situaciones en que lo único verdaderamente práctico que cabe hacer es resistir la tentación de implicarse y «esperar y ver» para hacer un análisis paciente y crítico».

«Sí, sí, eso es, tienes razón», respondí dándole la espalda mientras me alejaba.

«En ocasiones, negarse a luchar entraña un acto mucho más violento pues lo que se rechaza…»

En ese punto dejé de escuchar sus palabras.

Llegué hasta donde se encontraban reunidos parte de mis alumnos. Parecían cansados a pesar de que eran poco más de las doce del mediodía. En breve almorzaríamos, les recordé, recogeríamos nuestras maletas en el hotel y nos dirigiríamos al aeropuerto de Tegel.

Estábamos esperando a reagruparnos todos para emprender el camino de salida del Mausoleo Soviético, cuando se me acercó mi querida compañera M. Señalando con el mentón hacia la escalinata y el pabellón de mármol, me preguntó: «¿Quién es ese tío, el de las escaleras? ¿Lo conoces?» «No», le respondí. «¿Un homeless?», preguntó M. como para cerrar la cuestión. «Eso parece», dije yo.

Desde la lejanía, vi cómo Zizek se ponía en pie y me saludaba con la mano. Yo me di la vuelta sin devolverle el saludo y me eché a andar.

Cuando atravesé el arco de piedra que da entrada al Monumento a los Soldados Soviéticos, en la Avenida Pushkin, al observar de pasada la estrella comunista con la hoz y el martillo grabadas en lo alto, me di cuenta, con un suspiro de alivio, de que el abatimiento y la angustia habían desaparecido.


En la cabecera, un soldado cruza una plaza del Berlín oriental en febrero de 1989, antes de la caída del Muro. Fotografía de Dave Collier.