El músico Fernando Cabrera se ofende cuando escucha que Montevideo es gris. «No, señor. ¡Montevideo es verde! Volvé a Uruguay en avión y desde arriba vas a ver que es verde», exhorta sentado a la mesa de un bar. Es uno de los cantautores uruguayos de más renombre, pero nadie se acerca a pedirle una foto ni a hablarle de su último disco. Sólo para dejarlo comer tranquilo, por respeto. Le contesto a Cabrera que cuando se dice que Montevideo es gris va más allá de una disquisición cromática. Lo sabe, pero para él esa afirmación es de un simplismo mayúsculo. La postal del hombre quietito en su silla playera chupando una bombilla adentro de un mate, para él, no es sinónimo de abulia o pereza. «Ese hombre está reflexionando, está pensando. Somos profundos, filosóficos», dice. Y se la cree.

Grises o verdes, el mito del uruguayo sin estridencias ni excesos de euforia existe. Aunque luego del histórico arribo de los Rolling Stones al Centenario, las funciones del Cirque du Soleil y la inauguración del estadio de Peñarol, la supuesta apatía del montevideano esté en entredicho.

Lo que distingue a Montevideo de cualquier otra capital sudamericana es que acá nos conocemos todos, como decía una publicidad de refresco cola made in Uruguay. Y eso que en esta ciudad vive la mitad de la población de todo el país. Un millón y medio de personas: la misma cantidad de habitantes de un barrio grande de San Pablo, el DF o Buenos Aires. La misma gente que metió los Stones en la playa de Copacabana en 2006.

Montevideo es una ciudad a escala humana y eso, dicen, es un atractivo para el visitante foráneo. No hay rascacielos y los edificios que más se le parecen no intimidan; atraen por su belleza rara, como el icónico Palacio Salvo o la más moderna Torre de las Telecomunicaciones. En la capital uruguaya todavía hay partidos de fútbol callejeros con arcos formados con dos piedras y el mozo no tiene urgencia en limpiar la mesa y levantar el pocillo del café.

El periodista Daniel Erosa publicó una anécdota para decir que Montevideo es un pañuelo. Resulta que un hombre sumido en mil problemas se sube a un taxi, da la dirección a la que quiere dirigirse y se queda callado y con cara de póquer. El taxista empieza a recrear cuentos de Roberto Barry, un especialista en chistes verdes. El pasajero le demuestra su malestar sin festejarle ni una humorada hasta que paga y se baja. Dos días después, en una reunión familiar, el hombre escucha que su cuñado —taxista él— comenta la estrategia de un colega: cuando ve subirse a un tipo que arrastra un mal día, se pone a hacerle chistes de Barry para ahorrarse la catarsis del viajero.

«Aldea dentro de esta aldea universal», canta el músico Edú Pitufo Lombardo. Eso: una aldea, pero que es la capital de un país. Uruguay es tan pequeño como Siria, pero con grandezas que le dan renombre internacional: el fútbol (la selección suma 15 Copas América, ningún otro país ganó más, y los dos clubes grandes suman seis Intercontinentales). Pero además es famoso por la calidad de su carne y están los nombres por los que nos reconocen en el exterior: Pepe Mujica, Diego Forlán antes, Luis Suárez ahora.

En ese contexto, llamar a Montevideo metrópolis es una hipérbole.

Lo que distingue a Montevideo de cualquier otra capital sudamericana es que acá nos conocemos todos

Hace unos días fui al bar de la esquina de mi casa a mirar un partido de Peñarol, mi equipo. Pedí sólo un whisky nacional porque andaba con poco dinero. El mozo me invitó a una pizza con mozzarella y otro cliente, agradecido por haberle permitido sentarse en mi mesa, me invitó a otra medida de whisky. Mi equipo ganó y yo volví a casa cenado: pagué poco más de un dólar, en pesos uruguayos. De ese tipo de historias mínimas de gente bonachona se ha escrito el mito de los montevideanos.

Cité al escritor Leandro Delgado en el bar San Rafael, el sitio donde almorzaba Mario Benedetti todos los mediodías sin que nadie lo molestara, en pleno centro. Delgado hizo una maestría en Comunicación en Leicester, Inglaterra, y luego se fue a Nueva York para estudiar Literatura durante cinco años. Volvió porque extrañaba, dice. Le pregunto «qué» y contesta: «Esto: poder tomarme un café sin apuro».

Él, que se considera un observador de Montevideo —«estudiosos hay muchos, observadores pocos»— dice que le encanta caminarla. «Es una ciudad que se camina muy bien», sostiene. En una capital sin subtes y con un sistema de transporte en plena reestructura, bien vale ir a pie. (O en taxis con conductores locuaces, como vimos).

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Todo queda más o menos cerca en Montevideo. Y sus atractivos permanecen inalterables con el tiempo: desde la sencillez de una feria largamente centenaria, como la de la calle Tristán Narvaja, en el barrio Cordón, hasta el pintoresco Mercado del Puerto en la Ciudad Vieja, junto al mejor puerto natural de Sudamérica. Están a 15 minutos. Acá da la impresión que siempre se puede llegar a cualquier lado en un cuarto de hora.

En la tradicional feria dominical de Tristán Narvaja el curioso encuentra frutas, verduras y quesos junto a primeras ediciones de libros antiquísimos, vinilos de los que ya no se consiguen o antigüedades varias. Todo voceado, como en un pueblo, pero en el centro mismo de la capital: frente a la Facultad de Derecho y la Biblioteca Nacional que fundó el cura Dámaso Antonio Larrañaga, el intelectual escriba del prócer José Artigas.

Lo del Mercado del Puerto es otra cosa. Allí el lector podrá encontrarse con un combo bien criollo: carne uruguaya de exportación, morenas bailando al ritmo de candombe, parejas bailando tango y «medio y medio», un aperitivo híbrido entre vino blanco y champagne. El mercado, fundado en 1868 por el acaudalado español Pedro Sáenz de Zumarán, resume lo mejor de la gastronomía y la buena vida. Si un turista llega a Montevideo y no pasa por aquí será como haber ido al Louvre e ignorado a La Gioconda. Está emplazado en la Ciudad Vieja, el barrio donde se respira la historia de la Banda Oriental.

Todavía se conserva erguida la puerta de la Ciudadela, símbolo de la entrada militar a la ciudad amurallada cuando la defensa de la colonia. Ahí también están los restos de Artigas, en un mausoleo bajo custodia en plena Plaza Independencia. Está la Torre Ejecutiva, donde tiene su oficina el presidente de izquierda Tabaré Vázquez, el hotel cinco estrellas Radisson Victoria Plaza y el histórico Teatro Solís, la edificación más emblemática de la ópera y la alta cultura. El Solís, inaugurado en 1856 y bautizado con el nombre del navegante sevillano que descubrió el Río de la Plata, permite visitas guiadas por una sala que remite al Teatro alla Scala de Milán.

Acá da la impresión que siempre se puede llegar a cualquier lado en un cuarto de hora

A dos cuadras de allí se puede ir a tomar una «uvita» al boliche Fun Fun, una tanguería que atrae a intelectuales y jóvenes bohemios que quieren serlo. Las fotos evocan la repetida presencia de Carlos Gardel acodado en aquella barra. Cuentan que, en 1933, el Zorzal cantó a capela para los presentes. Los grandes maestros del tango frecuentaron el lugar, desde Julio Sosa a Pichuco Aníbal Troilo, Francisco Canaro o el marplatense Astor Piazzolla. La uvita es una bebida de elaboración propia y de fórmula que alguna vez fue «secreta», antes de Internet. Es una copita de vino garnacha mezclado con oporto y añejado con bastante azúcar, pero la clave está en las proporciones.

Montevideo es como los parroquianos del Fun Fun. Es gris, se repite, porque los montevideanos lo son. Amantes del tango y la nostalgia, nada efusivos, meditabundos, reflexivos. No todos lo ven así. Cabrera —sabemos— no, y aclaro que no es daltónico.

«Tenemos rasgos conservadores, pero hemos demostrado ser un pueblo instruido, hondo, con capacidad de abstracción», dice. Habla con una copa de vino tannat en la mano, una especialidad varietal del suelo uruguayo, donde la vid se cultiva en un clima templado. Hasta el advenimiento del cambio climático, acá hacía frío en invierno, calor en verano y solía estar agradable en otoño y primavera. Todo promedio, sin estridencias. El clima no es algo menor para Cabrera: «Yo no podría vivir en Londres, donde suele haber smog, o en Toronto o Berna, donde hace mucho frío y hasta nieva. Ahí no podría vivir, por más avances tecnológicos que tengan».

Vista de la Plaza Independencia, en la Ciudad Vieja de Montevideo. (c) Berta Jiménez Luesma

Fernando Cabrera le ha dedicado a la capital muchas de sus composiciones —escuche El tiempo está después en YouTube y después me cuenta— y ha defendido la identidad oriental en cuanto documental se filme o suplementos se publiquen. Dice que lo enamora de la ciudad lo mismo que a tantos extranjeros que la eligen para vivir: el aire puro (en parte consecuencia de la decadencia industrial, ejem…), la brisa, el cielo luminoso y despejado, producto del viento y del vínculo estrecho que la urbe tiene con el mar.

He ahí otro de sus encantos: Montevideo se da el lujo de tener una rambla o costanera bordeada con numerosas playas como la Ramírez, la de Pocitos, Buceo, Malvín o Carrasco. No hay montevideano que no se jacte de la Rambla, quizás mirando con sorna a la majestuosa Buenos Aires, que carece de una. Fue nombrada monumento histórico y propuesta para Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Los fines de semana, especialmente, las parejas la recorren mientras comparten el mate, la infusión criolla a base de yerba mate. Otros bajan con un libro, en patines o bicicleta.

El intendente Daniel Martínez —el gobernador de Montevideo— vive a 200 metros de la Rambla y baja los fines de semana para comprar pescado en el Puertito del Buceo, o la recorre en bicicleta. Muchos lo saludan, le manifiestan su respeto (lo hayan votado o no), nadie comete el atropello de insultarle. Al ingeniero Martínez, de extracción socialista, lo invité a tomar un cortado en el Café Brasilero, enclavado en la Ciudad Vieja desde 1877. Llegó con su encargado de comunicación y no pidió nada, tomó mate durante una hora sin permitir que lo interrumpiera el celular. Ocupado con complejidades tales como qué hacer con el desembarco impertinente de Uber, cómo sancionar a los que tiran basura fuera de los contenedores o cómo paliar el déficit que dejó la intendenta anterior, concedió una hora para hablar de qué cosas lo enamoran de la ciudad que desde febrero de 2015 le toca gobernar.

«Me encanta la fortaleza del Cerro, ver la ciudad desde allá arriba. Y la Rambla», dice. «Pero por sobre todo, me gusta su gente.» Parece un cliché demagogo, pero no lo es. Hace 10 años, cuando trabajaba como ingeniero de una fábrica en el sector público, recibió una oferta laboral muy tentadora: debía radicarse en París y viajar esporádicamente a distintos países de Latinoamérica como encargado de una empresa de tecnología. Su sueldo se hubiera multiplicado por cinco, pero dijo que no. «Acá tengo a mis amigos, mis afectos, mi equipo de fútbol todos los fines de semana, por el que discuto y peleo. No podría irme de acá tan fácilmente.»

No hay montevideano que no se jacte de la Rambla, quizás mirando con sorna a la majestuosa Buenos Aires, que carece de una

La elección del Café Brasilero para la entrevista no fue antojadiza. Era el lugar en el mundo del escritor Eduardo Galeano, fallecido el año pasado por un cáncer de pulmón. Galeano elegía siempre la mesita que daba sobre el ventanal que da a la calle Ituzaingó, tomaba un diario y hacía anotaciones en una libreta de apuntes. Era un fanático del café, pero hacía cuatro años que el médico se lo tenía prohibido: se había pasado al jugo de naranja con medialunas de manteca. Hoy, los dueños del Brasilero ofrecen a los clientes el «café Galeano» —según se puede leer en un pizarrón en la vereda— que tiene café, amaretto (un licor de almendras), dulce de leche, crema y chocolate rallado.

La huella de Galeano en el lugar es indisimulable. Detrás de la barra hay una suerte de altar dedicada al autor de Las venas abiertas de América Latina con cuatro fotos juntas, como si formaran un collage. En una, en blanco y negro, está él en su mesa de siempre, junto a la ventana. En otra, a color, también está él contra la ventana, pero está leyendo un periódico, como despreocupado del lente. La boina es azul y lleva puesto un saco verde. En la tercera foto está del lado de afuera, parado, con una mano en jarra y la otra en el bolsillo, ensayando una media sonrisa. Y en la cuarta, se destaca el nombre del bar y se puede distinguir su sombra del otro lado de la ventana.

No sólo detrás de la barra hay fotos de Galeano. Las paredes del histórico bar rezuman pedacitos de idiosincrasia rioplatense: hay fotos de Gardel, del argentino Troilo, de un afiche que promociona La Cumparsita de Mattos Rodríguez, del extinto compositor tanguero Horacio Ferrer, del escritor Felisberto Hernández, de Galeano (obvio) y de su amigo Benedetti.

Una curiosidad: una suerte de cuadro vidriado muestra una foto de Benedetti sentado a la mesa que desde hacía más de 25 años había elegido su amigo Eduardo. Y al lado, la tapa del libro A imagen y semejanza, una antología de cuentos de Benedetti, ese gran retratista del uruguayo medio, el oficinista, el hombre gris encantado con la nostalgia. ¿Dije gris?

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Al músico Fernando Cabrera le gusta caminar Montevideo. Recorrer el Parque Rodó, pasar por entre juegos infantiles como el Gusano Loco o el Tren Fantasma y pasear por su parque de 25 hectáreas. Ir hasta el Prado con sus múltiples espacios verdes o —como Martínez— llegar hasta el Cerro, sobre la bahía, con su fortaleza que recuerda la última construcción de la defensa española, a 132 metros sobre el nivel del mar. Los cañones en desuso remiten a la vigilancia del faro y la posición cautelosa de los españoles ante las invasiones inglesas.

Pero Cabrera, un tipo sensible, nunca deja de mirar para arriba en su ciudad. «Es que me encanta la arquitectura. Veo que acá coexisten estilos armoniosamente. Desde los años 20 a los 50 hubo una arquitectura modernísima, aggiornada con lo mejor del mundo. Hoy sigue siendo un museo viviente de aquella época. Cuando viene un arquitecto extranjero se le cae la mandíbula», opina el artista.

No en vano Le Corbusier también se enamoró de la capital uruguaya en 1929 y quedó pasmado con el Palacio Legislativo, una alegoría del lujo y la ostentación de la época. El italiano Vittorio Meano diseñó esta representación del republicanismo y la voluntad popular, y su compatriota Gaetano Moretti fue el mentor estético. Para concretar este despropósito que demoró 22 años en erigirse, Moretti trajo artesanos de toda Europa para hacerse cargo de cada detalle, desde los mosaicos hasta los vitrales y la orfebrería. Planificó con esmero el Salón de los Pasos Perdidos, como si fuera una sala del Palacio de Versalles, pero lo pensó en el barrio de Aguada y visible desde la céntrica Plaza Fabini, al fondo de la Avenida Del Libertador. Es el sitio donde los parlamentarios concurren todos los días para negociar nuestras condiciones de vida.

Otra obra de la época dorada que un visitante no puede dejar de conocer es el Estadio Centenario. Se construyó en apenas nueve meses para la competición del primer Mundial de fútbol de 1930, que ganó Uruguay en final rioplatense. Dicen que, para no evidenciar un favoritismo, Gardel fue a desearle suerte a la selección argentina y luego a la locataria. El arquitecto Juan Scasso diseñó un estadio de fútbol para 70.000 personas a las apuradas y en 1983 fue declarado Monumento Histórico del Fútbol Mundial, única construcción con semejante bautismo. Acá juega la selección de Suárez y Cavani, y con intermitencias juegan Peñarol y Nacional, los dos grandes del fútbol uruguayo, que han sabido sacar pechera a nivel internacional.

El Estadio Centenario de Montevideo (CC Santiago Barreiro).

El Centenario está ubicado en el Parque Batlle, un escenario ideal para caminatas o para practicar deportes (está la pista de atletismo y el Velódromo Municipal) o incluso admirar arte. Con algún que otro grafiti, en el parque está la obra La Carreta del prestigioso escultor José Belloni. En Montevideo, las manifestaciones culturales y la impronta popular siempre van de la mano; y es más idiosincrasia que posmodernismo.

La identidad nacional también viene en otros envases. En cualquier esquina montevideana le servirán un buen «chivito» canadiense (pero nada más uruguayo). Se trata de un churrasco de lomo tiernizado entre panes con lechuga, tomate, huevo y aderezos o al plato, con fritas y ensalada rusa. Fue inventando de apuro una noche a fines de los años cuarenta en el restorán El Mejillón de Punta del Este. Una clienta venía del norte argentino y pidió «carne de chivo», vaya a saber por qué. Antonio Carbonaro, el chef y dueño del restorán, improvisó: ablandó un trozo de lomo, le sumó una feta de jamón, mozzarella y condimentos y lo puso entre dos panes. Voilá, había inventado el «chivito», el plato criollo por excelencia.

Para sentir Montevideo (más que probarla) basta darse una vuelta por los barrios Sur y Palermo, «rivales y hermanos» al decir del cantautor Jaime Roos. Son calles angostas entre el Centro y la Rambla, donde se palpita el candombe, género de reminiscencia africana, con negros que todavía le pegan con alma al chico, piano y repique, los tambores del sonido local. Conocer el desfile de Llamadas y las murgas de carnaval una noche de febrero es aprehender el espíritu montevideano de un solo golpe. Como un trago de tequila o una mordida de taco, con la diferencia de que restoranes mexicanos hay por todas partes.

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Cuando entrevisté al historiador Aníbal Barrios Pintos ya no podía caminar la ciudad. Tenía 81 años y una reciente viudez, y prefería quedarse a leer y escribir en su casa del Cordón, un barrio tipo de Montevideo: donde las vecinas hablan de una vereda a la otra y hasta hace unos años nadie cerraba la puerta a la hora de la siesta (hoy es un riesgo poco conveniente). El director de la revista de la Academia Nacional de Letras recomendó el Museo Histórico Nacional, el municipal de Bellas Artes y el Torres García, que homenajea la obra del pintor fundador del universalismo constructivo, que puso de moda el mapa donde el Sur está arriba.

En aquella charla evocó las galerías comerciales históricas, como el London Paris, que ya dieron paso a los shopping centers como sitios comerciales y de recreación favoritos. El primero fue el Montevideo Shopping, cuando la reapertura democrática en 1985; hoy —prosperidad y delirios de renacimiento de «la Suiza de América» mediante— ya son cuatro shoppings y se anuncia la pronta construcción de un quinto. Las multitudes prefieren un gran centro comercial con mucho para ver, cines y plazas de comida, todo en un mismo lugar.

Entre montañas de libros con sus investigaciones sobre cada departamento (provincia) del país y papeles escritos a máquina, Barrios Pintos —quien falleció en junio de 2011— recordó los atardeceres contemplados desde las canteras de la Facultad de Ingeniería. «Es un rito que vale la pena y es gratis. La gente va a comer bizcochos y tomar mate, ven la caída del sol y se van. Es un momento precioso», me dijo en 2010.

En Montevideo las manifestaciones culturales y la impronta popular siempre van de la mano; y es más idiosincrasia que posmodernismo

Barrios Pintos coincidió con el músico Cabrera en que Montevideo es verde. Destacó sus «remansos de paz» que fueron pergeñados por técnicos franceses a fines del siglo XIX y principios del XX. Tentado por el oficio, señaló que Charles Tahys pensó el Parque Rodó y el Parque Batlle, en honor al expresidente colorado y progresista (cuando la izquierda, toda una rareza, todavía no se había adueñado del término). «En el Prado, diseñado por Lasseaux, está el museo y el Jardín Botánico, en el que Charles Racine reunió en 1902 miles de especies de plantas llegadas de los más remotos países.»

Ni a Delgado, ni a Cabrera o Martínez les sorprendió que Montevideo encabezara el ranking de calidad de vida entre las ciudades latinoamericanas para Mercer Human Resources. En la mañana del 1 de marzo de 2010, cuando asumió José Mujica como presidente, el entonces mandatario colombiano Álvaro Uribe salió a correr sólo, sin custodia, por la Rambla montevideana. Cuando en abril de 2012 vino Paul McCartney a tocar en el Centenario, la recorrió en bicicleta como el intendente Martínez. Quizá en esas cosas se fija la consultora suiza.

La sencillez de sus pobladores, el don de gentes de buenas costumbres y los taxistas parlanchines son medias verdades que invitan a comprobarse in situ.