1

Los peones aislados son el emblema de la temeridad, entrando en suelo ajeno, buscando florecer y travestirse, la pieza cuyo riesgo le otorga la ventaja de convertirse en aquello que desee, una criatura disminuida, feroz en la compañía de sus semejantes, que se mueve pacientemente y guarda en sí todas las posibilidades. Su alcance es modesto, su talante es moderno. A veces las fuerzas que lo impulsan lo abandonan en la sexta o séptima fila, no pueden sostenerlo más y queda a la deriva en pleno territorio enemigo. Hay bloques de peones que acorralan a cualquier torre, el rey vuelto uno de los suyos, empujando parejo, paso a paso, diluidas las jerarquías. Los alfiles díscolos con su punta mellada, los caballos saltando alrededor, brincando ante la picada de la bívora, el monarca rival bloqueado por la cortina de hierro, hasta que alguno corona, cualquiera. Los peones son tan sutiles como groseros, pueden correr o blindarse, e incluso comer en una casilla fantasma, algo que no tiene permitido nadie más.

 

2

Ante enfrentamientos directos, el alfil todavía traza la diagonal, esquivo y solapado, abre surcos en medio de la maleza y parte la escena en dos, un rastro de fuego, una lengua dorada que cruza la espesura como un trino, te apunta a distancia y te fulmina, te inyecta el miedo, uno puede detectar su luz filtrada entre las paredes de la defensa, una tecnología de punta perforando un fortín antiguo, una corriente de agua serena que rompe por debajo el oleaje tempestuoso y arrastra cuerpos confusos, aquello que se cruza distraído. A veces cínico, siempre pícaro y elegante, un dandy a contramano, dispuesto a pactar fácilmente el armisticio cuando se queda solo con su semejante de color contrario. También puede verse desgraciadamente reducido a la estatura de un peón. La pareja puede reventar conjuntos opuestos técnicamente superiores. Es como un frío o un escozor, la hendija mal tapada con papel periódico, una navaja de bolsillo, quizá la criatura más maltratada por el principiante, que la usa en labores que no lo merecen, la malgasta en funciones elementales y ridículas. El alfil entonces se avergüeza y calla, porque el alfil trae un ruido, una frecuencia constante de fondo, algo que el oído apenas detecta y que te rompe por dentro como una radiación.

 

3

El caballo retoza, el gladiador que salta líneas, viene desde arriba y te encaja la daga en el costado. Se presta para trucos fáciles y golpes furtivos bajo presión. Domesticado por su propia mano, brinca temprano al ruedo. Sabe sacrificarse y desatar con su pérdida un aluvión de probabilidades, como piedras puestas a rodar por un despeñadero. Las piezas mayores quieren vengarlo, el caballo es sagrado, pertenece a un mundo clásico, no monárquico, su comercio es menos con el resto del ejército que con los dioses ausentes, las figuras fantasmales que pululan en el fragor de los duelos e inclinan sorpresivamente un arma o levantan un escudo. Los nervios, el empuje, el miedo, la duda. Su inquietante manera de moverse puede comprenderse mejor dentro de reglas oblicuas, anteriores a los hallazgos euclidianos. Le presta a la dama su desprecio por la muerte, establece combinaciones múltiples, pero el caballo guarda siempre la posibilidad de renacer, mínima, un dejo terminal. Aun así, es la única pieza que tiene reservado un golpe que la dama no puede. El caballo engaña a la dama, aunque engaña más al rey, es el amante furtivo de su mujer. Es pendenciero y pagano y se le abren en el escaque indicado mil bocas insaciables a punto de morder. No obstante, no practica la gula, solo come en un lugar, a veces ni siquiera el manjar más suculento, y perdona al resto y les permite una segunda oportunidad. Más que la victoria o la derrota, el caballo busca un momento, y con eso tiene.

 

4

En la planicie, en la sabana, las torres severas avanzan como una tromba o un símbolo románico, geometría de la razón. En la planicie, en la sabana, las torres severas se asoman en la distancia, y su aliento carga el aire con el tráfico de la piedra diluida. Se vislumbran, se presienten, la perspectiva quizá las engrandece o las sublima. Son recias y graves, un carácter de funcionario estricto que suele rebajarse de vez en cuando con algunos involuntarios toques de candor. El músculo, la fibra, los embajadores de la religiosidad material. A veces quedan en la reserva, pendientes en su esquina, el lance se dirime sin que tengan que entrar en el tablero. Poseen un código moral del que carece el resto, un mapa de las formas conclusas. Incorruptibles en el terreno, creen fatídicamente en la gloria. Perdieron a su familia en algún juego anterior. Viudas, huérfanas, hay cicatrices en su torso, y otras peores que no se ven. El contrapunteo ensordecedor de las torres conjuntas resiste casi cualquier embate, derrota cualquier ofensiva desorganizada, aniquila cualquier defensa sin ingeniería, o la más leve falta de algún recurso. Desprecian la debilidad, y la castigan. Estremecen el tablero, son las únicas piezas con raíces. Hay una torre debajo de la torre visible, sus pies son un espejo pulido. Provocan temblores, acoquinan, derriban también los templos del arte. Son previsoras, practican la memoria como una actividad onírica, reciben señales brumosas que se encargan de traducir de modo unilateral. Ejecutan, no explican. Protegen al rey incluso desde antes del peligro, y no mencionan jamás una palabra sobre su decrepitud, algo que el resto de las piezas comenta hasta cuando no viene al caso, o cuando no hay otra cosa interesante que decir.

 

5

Es la figura de los mil sexos, de los mil trajes y los mil disfraces, vegetal y mineral, animal sin sombra, ramera estéril, príncipe trastocado, mensajero enjuto. Los nuevos la adoran y la pierden fácil, la envían a cualquier parte y apenas la valoran, luego la buscan con desespero en la línea de fondo. Pretende los cielos, pero no es inmortal. Su poder no es tiránico, es sádico, la violencia del rey recibida en la paz le entregó una ofensa irresuelta, un dolor, un detalle, una escama fulgurante que desata el delirio. Puede hacer esto o aquello, busca hacia adelante lo que se encuentra afuera, y su sacrificio ocurre porque sabe que va a volver, que la van a llorar, que rápidamente podrá ser restituida de algún modo, incluso de modo indirecto, flotando cono un ánima. Las demás piezas reunidas alcanzando un cómputo similar a su presencia, pero el cálculo es fortuito, y a veces esa celebración no completamente justificada, el gesto del dardo envenenado, la traiciona, quedando trágicamente sepultada, enterrada viva. La celebración es unánime. Si no es unánime, es circo, es distracción. La dama tiene todo, pero no tiene rostro. Su vestido de enaguas está cosido con fósforo y metano, sus pliegues están bordados con dientes vivos, y hay alrededor de su cintura un círculo negro. Viaja sola, no tiene carruajes. Su flirteo no mata, amputa. El punto cruel de sus ataques está ligado a la melancolía. Busca en las vísceras de los otros aquello que le robaron. No le está permitido esconderse, ni parece querer, no hay un lugar desde el que no se vea. ¿O quiere esconderse la dama? ¿Es eso lo que le sucede? ¿Encontrar un rincón, un retiro? Su dirección en el juego, su dirección metafísica, es algo que nadie puede rastrear. Única pieza que pesa más que la mano, que pesa más que Dios. Eventualmente, sus estados de ánimo no desconocen la decepción. La lengua le cuelga entre las piernas, puesto que solo la dama puede hablar. La palabra sale de ella intermitente, como un residuo o como una ligera enfermedad.

 

6

No se sabe lo que fue, y lo que es no se entiende, no se espera que siga estando, pero tampoco nunca ha dejado de estar. Solo en compañía de los peones puede volverse magnífico, y uno recuerda entonces lo que significa. El rey sabe que su semejante le trae la verdad en un sobre nacarado, lo sabe porque él carga a su vez con el sobre del otro, y ninguno de los dos quiere enterarse. Impusieron para sí mismos la ley de que no podían acercarse, y ese es el por qué. Viven con un dictamen ajeno encima, algo que pesa cada vez más con el transcurso del tiempo. Sus pies son de barro, y también su corazón.


Imagen de cabecera, CC Eidvindw