Hace unos 1 300 años, cuando el obispo Auberto de Avranches decidió construir un oratorio dedicado al arcángel San Miguel en un peñasco frente a la costa normanda, hizo su entrada en las páginas de la Historia un lugar que, mediado el tiempo, se convertiría en uno de los mayores iconos del turismo mundial. La devoción religiosa se conjugaba con los caprichos de una naturaleza espléndida y en este rincón de Europa —barrido por las mayores corrientes y mareas de todo el continente— se producía la maravilla de Mont Saint-Michel.

La enorme roca de granito aparece en la lejanía como un extraño ente flotante sobre la planicie verde. Sus contornos difusos se perfilan contra el lienzo de un cielo eterno que solo ella parece habitar. A medida que te vas acercando y ella se agranda, eres consciente de lo insólito de este lugar impensable: peñón o islote según la marea sea baja o alta, clavado en la arena en medio de una bahía grandiosa o habitante solitario del océano, respectivamente, su presencia se alza frente a la desembocadura del Couesnon, un río costero y manso cuyo estuario se funde con esa bahía formando un paisaje de atmósfera arrebatada.

Llegamos en plena bajamar, y tenemos la fortuna de hacerlo en los últimos días de primavera, cuando la tribu turística aún no es masiva. En Francia, solo París y Versalles superan en poder de atracción al monte, visitado por unos tres millones de personas al año. Se cuentan historias terribles sobre el monte invadido de visitantes, con horas de espera para acceder, calles colapsadas y rampante estrés vacacional, pero poco de eso nos espera. Y, aunque aún no lo sepamos, poco de eso le espera al lugar en los tiempos por venir. Aún no se ha extendido la pandemia de Covid-19, aún no se han aplicado las medidas de confinamiento que detendrán el turismo internacional y vaciarán el Mont Saint-Michel… A lo largo de 2020 y 2021 las diferentes limitaciones a la movilidad impuestas por el gobierno francés convertirán al monte de nuevo —con excepciones en los momentos de menor presión sanitaria— en un enclave aislado de recogimiento. La abadía declarará una bajada de dos tercios de sus visitantes habituales; deberá permanecer totalmente cerrada al público durante 5 meses. Durante largas temporadas, el monte entero será accesible solo para sus habitantes y los vecinos más cercanos, los del radio de 10 kilómetros permitido para desplazamientos no justificados por trabajo o salud. En el año de la pandemia, cerrarán las tiendas y restaurantes y los pocos nativos de la roca redescubrirán un silencio que llevaban décadas sin apreciar. 

Pero todo esto aún no ha pasado. En la explanada que precede a la puerta principal de acceso, una señora nos pide que le hagamos una foto delante de un carruaje para turistas tirado por caballos. Los equinos son estupendos y ella queda encantada, pero es justo detrás donde comienza el espectáculo. Desde aquí, la vertiginosa verticalidad del lugar, rematada por el pináculo de la abadía, arranca los primeros gestos de asombro. Nunca deja de sorprender el talento de los monjes para levantar sus reductos de oración y estudio en los lugares más remotos e insospechados. Hay algo reverencial en pisar por primera vez un lugar que llevabas toda la vida deseando conocer, en caminar por esta calle principal que serpentea por las faldas del monte, las callejuelas como afluentes. A poco que la imaginación funcione, sobrecoge evocar sus calles hace siglos, silenciosas, recorridas solo por frailes y pescadores. Pero la realidad es terca y, ya desde los primeros pasos, te devuelve al presente de esta Grande Rue infestada de restaurantes, hoteles, confiterías y tiendas. Sí, el bacilo del más descarado mercadeo se enseñorea de este lugar desde hace tiempo, aunque parece ser que durante la Edad Media, cuando el monte era un importante punto de peregrinaje, aquí ya se vendían souvenirs.

A poco que la imaginación funcione, sobrecoge evocar sus calles hace siglos, silenciosas, recorridas solo por frailes y pescadores

Victor Hugo dijo que el Mont Saint-Michel era para Francia lo que la Gran Pirámide para Egipto. Supongo que es cuestión de gustos, pero intuyo que bajo las palabras del escritor francés se esconde una cierta verdad. Según asciendes hacia la abadía, que ocupa el colofón del monte, el gentío se dispersa y la tranquilidad, condición indispensable de la contemplación, va en aumento. Hoy, el día ha amanecido luminoso, pero en jornadas más oscuras la apariencia del cenobio debe ser fantasmagórica, casi amenazadora. Cada vez es menor el murmullo humano, que pronto se ve sustituido por otra banda sonora más acorde con el decorado: el graznido de cuervos y gaviotas, el trino de otros pajarillos y la melodía del viento inundándolo todo. 

Cada recodo en la subida se convierte en un mirador espontáneo. Este es el escenario de las más grandes mareas que azotan la Europa continental, capaces de alejar el mar hasta 18 kilómetros de la costa. En marzo de 2015 se produjo la que dio en llamarse «marea del siglo». La alineación de la Tierra, la Luna y el Sol (con el consiguiente eclipse solar) y la fuerza de atracción combinada de estos dos sobre el océano terrestre, más el hecho de que nuestro satélite se encontrara en fase de luna nueva, hicieron que las aguas subieran casi 15 metros. Tanto como un edificio de cuatro pisos. Más ático. Ese trasiego monumental de aguas no podía crear otra cosa que el contraste de dos panoramas que son como dos mundos, el de la bajamar y el de la pleamar, hermanos pero contrarios, como unos Caín y Abel en perenne conflicto y reconciliación.

La abadía benedictina, contribución humana al prodigio natural, es visitada solo por una pequeña parte de los turistas. Puede ser porque requiere cierto esfuerzo de escalada (no mucho), o bien porque hay que pagar entrada (no tanto), pero no hacerlo es vivir solo una parte de la experiencia. Estos impresionantes muros de granito esconden y soportan una joya arquitectónica que se funde con el monte y lo remata como si formara parte de él. Recorrer sus criptas, estancias y galerías, su delicioso claustro vecino del mar, es retroceder a un tiempo pasado, a un universo paralelo de silencio y recogimiento, ese bálsamo que muchos viajeros persiguen huyendo del estrés. Como poniendo carne a estas reflexiones, se cruza a nuestro paso un joven monje. El edificio, que es propiedad del gobierno galo, está ocupado desde el año 2001 por la Fraternidad Monástica de Jerusalén, una orden religiosa francesa. Viven aquí una decena de religiosos, parte de las alrededor de 50 almas que conforman la población permanente del monte.

Frente a la fachada de la iglesia abacial, ya en la parte alta del conjunto, se extiende una amplia terraza que es una atalaya sobrecogedora. Lo que desde aquí se observa es el resumen perfecto —y el regalo mayor— de la emoción que este lugar transmite. Esta bahía milagrosa, desplegada en todo su esplendor por el repliegue de las aguas, se pierde en una nebulosa lejana tras la que debe estar el mar. Pero este no se ve. En torno al kilómetro que rodea el monte, la bajamar crea un paisaje extraño e hipnótico, con balsas de agua aquí y allá, una especie de húmedo desierto que debe ofrecer uno de los mejores paseos del mundo. Se observan en la distancia grupos de personas como puntitos en una galaxia de arena. Pero no hay que confiarse. Con la marea baja se forman traicioneras charcas de arenas movedizas, y ya en 2013 hubo que rescatar a un grupo de turistas atrapados en ellas. A lo que hay que sumar la rapidez con que el flujo del océano progresa hacia la costa. De nuevo fue el autor de Los miserables quien lo expresó con exagerada pero certera metáfora al decir que las mareas avanzan aquí «a la velocidad de un caballo al galope». Lo cierto es que, según los especialistas, las aguas circulan por este lugar a entre 25 y 30 kilómetros por hora; es decir, si la atención está dispersa, una pleamar potencialmente peligrosa y homicida. Muchas fueron, en tiempos remotos, las vidas de peregrinos que encontraron por esta causa su tránsito al otro mundo…

En torno al kilómetro que rodea el monte la bajamar crea un paisaje extraño e hipnótico, con balsas de agua aquí y allá, una especie de húmedo desierto que debe ofrecer uno de los mejores paseos del mundo

Dirigiendo la mirada algo más hacia el norte, se observan los contornos de otro inquilino de la bajamar. Es el pequeño islote de Tombelaine, una isla mareal a tres kilómetros del monte. Aunque dejamos pasar el tiempo con la esperanza de ver acercarse las aguas, algo me dice que es con la marea baja cuando este lugar adquiere la magia que le ha hecho mundialmente famoso. El día se encamina hacia su crepúsculo cuando las primeras ráfagas de bruma cruzan por delante de la estatua del arcángel San Miguel, que, rematando el pináculo a 157 metros del suelo, protege desde las alturas todo el monte. Su figura de cobre dorado mide casi 5 metros y pesa más de 500 kilos, y leo que fue fabricada en la misma fundición donde se creó la Estatua de la Libertad de Nueva York. Nos observa según vamos descendiendo, ya de regreso al continente, a un par de kilómetros de distancia.

Como en aquella deliciosa Brigadoon, fábula musical del viejo Hollywood que dirigiera Vincente Minnelli en 1954, en la que dos americanos se pierden en los bosques de Escocia y llegan a un pueblo encantado que no está en los mapas, pintoresco y hermoso, y que aparece solo un día cada cien años para desaparecer después en las nieblas del tiempo, así Mont Saint-Michel nos despide ya convertido en misterioso habitante de la bruma, silencioso y espectral, alejándose como engullido por su pasado, de vuelta al hechizo de su idilio perpetuo con el mar.


Fotografía de cabecera de Stefan Jurca (CC BY 2.0)