—¡Vamos! ¡Es hora de levantarse!

Escucho a los dos yonquis repetir su cantinela, tienen acento gaditano, piden limosna o algo para comer a los ancianos marroquíes que dormitan sobre grandes bolsones de ropa, algunas señoras largan retahílas en árabe a los críos que corretean entre los asientos, no vayan a molestar a la gente. Huele a mar y a café con churros y con los ojos todavía entrecerrados adivino el cielo que comienza a encenderse con una luz azul e indecisa como un brasero de butano.

—¡Que te despiertes coño!

Un policía del puerto me tironea de los vaqueros y me pide que me incorpore del todo y que le enseñe el pasaporte. No sé cuánto tiempo he dormido, seguramente poco, una tortícolis repentina confirma que utilizar la mochila como almohada no es una buena idea y que ya no tengo veinte años. Tras las legañas distingo carteles que advierten que uno no puede tumbarse en los asientos ni comportarse así por la vida y una sirena me recuerda que no tengo mucho tiempo y que el ferry está a punto de zarpar. Comenzar un viaje en barco no es un mal principio, da solemnidad, prestancia y un punto de romanticismo bobo al asunto. No sé si saben a qué me refiero, pero el caso es que uno tiene la impresión de zarpar hacia una larga travesía de final incierto en la que sale a descubrir una nueva ruta para las especias, un continente ignoto, una ballena asesina o algo por el estilo. Apoyado en cubierta miras el horizonte y entonces el golpeteo de las olas contra la proa te engorda el optimismo y, ya desatado, cuando la Biodramina hace su efecto, llegas a considerarte como el último eslabón (un tanto desvirtuado y lamentable) de una estirpe de navegantes intrépidos y te sientes orgulloso por empezar una aventura como lo hicieron ellos, asegurándote primero de que ésta flote. Comenzar un viaje en barco no es un mal principio, aunque el trayecto apenas sea de treinta kilómetros y se cubra en menos de una hora. En este ferry de la Transmediterránea, con capacidad para setenta personas y pintado de un blanco eficiencia hay salas que se llaman Neptuno, flotadores colgados de los pasillos y maquetas de barcos en miniatura en la tienda de souvenirs, cosas así. Sigue siendo muy temprano, hay pocos viajeros y tenemos suficiente espacio. El pasaje lo componen comerciantes marroquíes que vuelven a casa y parejas de franceses jubilados que se quejan de lo mucho que han subido los precios en África.

Amarradas a los costados del buque hay cuatro barcazas con capacidad para unas veinte personas. Una de las madames cuenta a sus amigas a voz en grito que en Marrakech conoce unas tiendas de artesanías «hipercool» en las que te venden unas lámparas preciosas, cuestan sólo unos dírhams y apenas se nota que son de imitación tuareg. Me pregunto si la Trasmediterránea te dejará elegir compañeros de bote en caso de naufragio. Junto a la proa hay una salita a oscuras en la que ponen un documental del National Geographic, me siento a ver como una montonera de ñus intenta cruzar el río Serengueti. Mientras los cocodrilos acechan, el barco forcejea con las olas del Estrecho.

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Hago este viaje para llegar a Tinduf, el campamento principal de los territorios liberados del Sáhara. Hago este viaje para escribir un libro. Los dos planes presentan bastantes problemas. Los libros y los viajes, a pesar de lo que se crea, suelen estar llenos de ellos. Primero el viaje: para llegar a Tinduf normalmente se sigue una ruta mucho más fácil que la que he elegido; los 1.500 kilómetros que separan los campamentos de refugiados saharauis de España se cubren en apenas dos horas de avión desde Valencia. Así lo hacen los miles de españoles que acuden al Sáhara cada año. Pero para eso hay que solicitar un visado a la delegación saharaui de tu comunidad autónoma que a su vez debe tramitarlo ante la embajada argelina en Madrid. Y para que te lo concedan hay que informar de la familia saharaui que te va a acoger y de los motivos de tu viaje. No conozco a ninguna familia saharaui, ni estoy seguro de que, en caso de que la conociese quisiera acogerme, en cuanto a los motivos… escribir un libro no sé si es uno muy convincente, sobre todo cuando en realidad ese libro tampoco presenta perspectivas especialmente alentadoras. Hace tres años que publiqué mi primer título de viajes y sigo aferrado, sin saber por qué, a la loca idea de que eso me obliga necesariamente a empezar un segundo, aunque nadie me lo haya pedido. Como si no fuera mejor dejarlo así, callarse para siempre y terminar de sacrificar árboles para escribir idioteces, resignarse a que la inspiración también puede acabarse y aceptar que veces uno no tiene mucho más que decir, aceptar que hacer un viaje e intentar contarlo en tiempos de Instagram, TripadAvisor, Google Maps y turoperadores masivos es un anacronismo que no tiene mucho sentido ni tiene por qué aportar nada a nadie. Pero no, yo sigo en las mismas, a lo mío, obcecado. Sigo como en los dos últimos años: recorriendo de forma alocada los muros del mundo sin saber muy bien por qué. En esta ocasión ese muro es un parapeto de arena de cientos de kilómetros de longitud que divide el antiguo Sáhara español en dos: a un lado los territorios liberados bajo autoridad saharaui y al otro los ocupados por Marruecos. El plan, más o menos, es el siguiente: atravesar Marruecos y Mauritania por tierra, cruzar desde ahí a los territorios saharauis liberados, recorrer unos 4.000 kilómetros por tierra infestados de policía y controles, llegar a Tinduf, contemplar el muro un rato, hacer algunas preguntas a la gente que vive allí y regresar por el mismo camino. Y contarlo, claro. Completar un viaje, cerrar una trilogía, demostrarme que puedo hacerlo otra vez. Llevo una guía de Marruecos y Mauritania, llevo dos pantalones vaqueros y cinco pares de calcetines, un saco de dormir, una novela de Paul Bowles y varias vacunas caducadas, llevo una luz frontal, una caja de Paracetamol y dos de Fortasec. Llevo treinta fotocopias de mi pasaporte para repartir en los controles de policía, dos cuadernos vacíos y una inquietud vaga y pegajosa que se entremezcla a ratos con la euforia tonta de no saber del todo qué estoy haciendo. Llevo seis meses en los que soy incapaz de escribir una palabra. Medio adormilado aún, subo a cubierta donde una barricada de nubes negras se disipa pulverizada por un sol cada vez más naranja y deja ver el trasiego de bandadas de gaviotas que orbitan alrededor de cargueros enormes. Me siento bien de repente, estiro los brazos y respiro el olor, siempre agradable, a tiempo por delante. El barco ya se acerca a la costa y este viaje empieza aquí.

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Ceuta aparece amurallada frente al mar entre cuarteles de la Guardia Civil: «Todo por la patria», capuchones picudos de iglesias y alguna casa de perfil colonial. Estrangulada por antepechos y baluartes, Ceuta es lo que parece, una ciudad preparada para defenderse. Así en general, defenderse, principalmente de cualquier cosa que llegue de fuera ya sean piratas, ingleses, benimerines o inmigrantes. En el paseo marítimo hay un busto de Estrabón; el padre de la Geografía mira con severidad a varios adolescentes que comparten auriculares y fuman cigarrillos de liar a su lado. Ha pasado mucho tiempo desde que Estrabón describiese el lugar donde hoy está emplazado Ceuta como «las siete colinas». Él, como casi todos los viajeros y marineros de la antigüedad, creía que aquí estaba una de las columnas de Hércules, que a partir de aquí no había nada más, que el fin del mundo era esto y que no era prudente aventurarse más lejos.

Más cosas de griegos: cuenta Homero en la Odisea, que Ulises vivió siete años en la isla de Ogigia, que algunas conjeturas históricas identifican como la actual Perejil, situada muy cerca de aquí, disfrutando de los encantos de la bellísima ninfa Calipso y de una cueva con vistas al fin del mundo. En realidad, Calipso engañó a Ulises para que creyera que el lapso de tiempo que había pasado en la isla era de apenas unos días. El tiempo vuela con amor y en vacaciones. Cuando descubrió la trampa, Ulises se cansó de su ninfa y le entraron unas ganas terribles de volver a casa junto a Penélope. Calipso no quiso dejarlo marchar y fue necesaria la intervención del mismo Zeus para que renunciase al aventurero y le proporcionase madera para construir un barco con el que volver a Ítaca. Así, desde las proximidades de Ceuta, y tras comprobar de un vistazo que, en efecto, más allá no había nada que mereciese la pena, Ulises abortó el viaje y emprendió el camino de regreso.

Doy una vuelta y desayuno tostadas con aceite, rodajas de lomo y té a la menta frente al mar. Hoy, al contrario que para Ulises y Estrabón, Ceuta para mí es sólo el principio. Un paseo por la ciudad ofrece fogonazos de lo que tal vez hubiese podido ser Al-Andalus de no haber existido la Reconquista: mujeres cristianas y musulmanas que pasean en grupos y, con acento andaluz, hablan mal de las vecinas, un costalero que tras acabar el ensayo se persigna de rodillas en el Santuario de Santa María de África. Sinagogas y minaretes de mezquitas, teterías, kebabs, Springfiels atestados de chicas jóvenes con pañuelo, chavales morenos con camisetas propalestinas y pinta de «fumetas» que se llaman «quillo» entre ellos y un periódico, El Faro de Ceuta, en el que un columnista pedante cita a Spinoza y se queja de lo mucho que bebe la juventud. Envolviendo todo eso, una mañana cálida de enero en la que el sol estalla contra los carteles metálicos de los bares que anuncian tapas de boquerones en vinagre. Un sol blanco y reconfortante que anticipa la cercanía de África.


Fragmento del libro, ‘Sin noticias de Ítaca‘ de Enrique Vaquerizo, (Laertes Ediciones, 2022)