Hay nombres que tenemos a menudo en la boca sin saber muy bien por qué, y después de leer En la Patagonia pensé que Bruce Chatwin era uno de ellos. Fue una lectura decepcionante. Cuando traté de discernir los motivos de la presunta adoración popular por el inglés, ninguno de mis interlocutores letraheridos españoles se salió nunca de los adjetivos de manual —fascinante, genial, enorme, brillante— a los que alguno añadió el de «original», aunque sin señalar nada mucho más allá de lo obvio: Chatwin había optado por una narración fragmentada para abordar aquel pedazo argentino. O sea que tampoco es que resultara el colmo de lo original. Pero cuando de verdad se encendían los ojos del personal era al hablar de él, de su biografía glamourosa y su carácter lo bastante ambiguo y seductor como para hechizar hasta el punto de colgarle el adjetivo clave: «sexy».
«No era una persona, era un enjambre», había asegurado el crítico de arte Robert Hughes de aquel hombre aniñado de extraordinaria ambición que divertía a sus audiencias imitando igual a Jacqueline Kennedy que a la señora Gandhi y murió enfermo de sida. De modo que temí estar ante un caso paradigmático de Persona que Vence a Su Obra. Por si me equivocaba, leí Los trazos de la canción. Y entonces: ¡oh! ¡Ooooohhhh! Qué emocionante fue aquella inmersión al fondo del nomadismo. Un libro técnica y argumentalmente muy por encima del patagón porque Chatwin, una década más veterano, había perfeccionado el ritmo del relato y, sin renunciar a la fragmentación, ahora encajaba las piezas —historias, poemas, sentencias, canciones— con sublime armonía.
Asumiendo ya la grandeza de Chatwin, decidí que sería cuestión de gustos decantarse por uno u otro de sus libros-bandera, si bien parecía irrebatible distinguir a Los trazos… como una cima superior. Así lo creí durante años, hasta que un periódico me pidió que eligiera cinco libros para explicar la literatura de viajes del siglo XX. Por entonces había ampliado bastante mi perspectiva de lo que ofrecía el género aunque nunca me había detenido a analizar las obras con el propósito de enmarcarlas en un plano general. Al hacerlo, comprendí la dimensión de En la Patagonia: era el primer libro de viajes serio que enfocaba un lugar recurriendo a la abstracción.
En su libro argentino, Chatwin abandonó el clásico recorrido lineal basado en parto de un lugar-recorro un camino-llego a un destino para, saltándose los límites espacio-temporales y mezclando testimonios, leyendas, vivencias en primera persona o reflexiones propias, brindar una impresión de aquella geografía. Al intentar aprehender la atmósfera esencial de un territorio más allá de un tiempo concreto, al concentrarse en un impacto sensorial, Chatwin rompió el molde demostrando que con el género de viajes también se podía hacer vanguardia. Aunque imperfectamente bisoño, ese libro había abierto un camino fundamental, de modo que me tragué la preferencia por el virtuosismo de Los trazos… y en aquella serie periodística incluí En la Patagonia como el libro más revolucionario del siglo en este género.
Luego, me pregunté por qué nadie a lo largo de muchas conversaciones me había señalado los motivos reales por los que Chatwin trascendería en la historia de la literatura, al margen de su biografía sexy. Alguien de este país debía conocer esos motivos pero al margen de los escasos iniciados a los que no logré consultar —y, presupongo, existían—, resultaba llamativa la falta de opiniones, críticas, estudios generales… la ignorancia, en fin, que demostraba España alrededor de un género que ha aportado tantísimo a la literatura universal, y ahí está El Quijote, por decir algo.
Por otra parte, resultaba significativo que Chatwin se aupara hasta la vanguardia literaria mundial tras haberse criado en el campo y trabajar como evaluador de obras de arte en la casa de subastas Sotheby’s. Su complicidad con los formatos arriesgados, su mirada educada entre el silvestrismo y la civilización más refinada, le invistieron del atrevimiento y la sabiduría precisos para transgredir donde nadie había pensado que la transgresión cabía, porque desde La Odisea, los viajes se venían contando más o menos igual. El cineasta Werner Herzog lo definió como «el narrador máximo» mientras el paleontólogo Bob Brain reconocía en él la virtud de ser de los pocos capaces de «moverse entre especialidades», un atributo frecuente entre los artistas pioneros y que demuestra la singular capacidad de las mentes híbridas para inventar aleaciones impensadas. Entonces, al profundizar en su obra acudiendo a analistas y biógrafos extranjeros empecé a hallar pistas más firmes sobre su sólida influencia y las raíces del genio.
Pero en España, Chatwin era Chatwin sin más. Un grande señalado a dedo y aceptado porque sí. ¿Para qué argumentar su talento cuando otros ya lo habían hecho? ¿Para qué siquiera «comprenderlo»? Ay, cómo nos gusta copiar, decir lo que otros han dicho. Rubricar con ingenio el análisis de los expertos.
Con Tom Wolfe y su renovación del periodismo literario había ocurrido algo semejante: Wolfe por aquí, Wolfe por allá, y cuando intentabas escribir siguiendo su estela en una revista o un diario, los mismos redactores jefe que encumbraban su figura prohibían a los periodistas locales escribir artículos tocados por la refrescante corriente que estaba exportando el de Richmond porque, esgrimían, «los lectores de aquí no lo van a entender».
O sea que, durante décadas, Chatwin y Wolfe han sido apellidos de muy sexys resonancias en nuestro imaginario aunque en España no haya casi rastro de sucesores suyos. De todos modos, la mayor alarma se dispara con Chatwin, cuya magnífica huella tampoco deja reseñables herederos… en el mundo. Chatwin, Chatwin, Chatwin… Su nombre se rodea del grandilocuente misterio de los dinosaurios o las criaturas mitológicas en lugar de pronunciarse como el de un lúcido y terrenal creador que un día tendió un testigo indicando las inmensas posibilidades de la no ficción viajera. Se le ha ensalzado tanto y tan vicariamente que se ha perdido de vista el porqué del halago original, quedándonos con las fotos agradables y simpáticas de un rubio en pantalón corto. Que el público lo pierda de vista no es raro si los propios críticos y escritores lo hicieron ya. Sobre los críticos no hablo porque desconozco sus mecanismos más íntimos pero sobre los escritores me pregunto por qué, en general, habrán desestimado la bombonera que Chatwin les puso delante.
Para situarse en vanguardia se precisa, es verdad, el arrojo y la honestidad del poeta, y quizá los escritores de libros de viajes estamos tan pendientes de pagar el alquiler que se haya perdido el tono y la valentía necesarios para enfrentar a un editor armados con un artefacto no inmediatamente reconocible. Quizá.
Pero como por fortuna los poetas aún existen, siempre existe uno, al menos uno, y se distinguen porque sus orejas perciben vibraciones fundamentales antes que las de los demás, fue una especie de poeta italiano con corazón semiluso, Antonio Tabucchi, quien a su manera alcanzó a recoger la invitación patagona facturada por Chatwin en 1977 para, seis años más tarde, proponer una Dama de Porto Pim, que dio una nueva vuelta de tuerca a los libros de viajes. En este caso, Tabucchi se fijó en las Azores para practicar una reducción minimalista del lugar —es fácil pensar en el cocinero Ferran Adrià—. Se diría que Tabucchi desestructuró a las Azores con un filtro de abstracción y poesía, echando mano incluso de reglamentos para cazar ballenas, de los que incluyó páginas enteras revelando la extraña hermosura de un documento funcionarial.
Tabucchi siguió escrutando las posibilidades del viaje narrado en formato breve y su siguiente libro, Nocturno hindú, es la aproximación más matemáticamente exacta que yo haya leído al alma de un lugar. Se trata de una novela, eso sí, y como después su fantasía y emociones le inclinaron hacia otras formas de expresar, su Dama y su Nocturno no suelen considerarse cuando se habla de literatura de género, aunque a algunos nos resulten capitales.
Si acordamos que Tabucchi merece incluirse entre los autores modernos que, desde un exótico minimalismo, han probado con excelsa fortuna otro rumbo para el relato viajero, ya tenemos dos nombres en el Olimpo de la innovación. Una pareja con apellidos que coinciden en esa infrecuente combinación consonántica que es la ch, sonido algo raro a según qué alfabetos y que, por eso mismo, hace de sus portadores dos tipos de lo más sexy. No hay duda de que, de haber sido músicos, habrían formado Chatucchi, un delicioso dúo de vanguardia. Ojalá que su música se extienda.
La ilustración de cabecera de este rincón en que escribe Gabi Martínez es obra del dibujante de cómics e ilustrador barcelonés Tyto Alba.