Hace más de una década, el vallisoletano Javier Cantalapiedra se instaló en la ciudad china de Hangzhou. Venía de bañarse en febrero en la sierra de Béjar, de ser campeón de karate de Castilla y León en categoría azul-marrón, de vender maquinaria para madera, doctorarse en Historia y de, con 24 años, superar un cáncer que le recluyó varias semanas en una burbuja aséptica, obligándole a comunicarse a través de un cristal. Javier sabía bastante, en fin, sobre el esfuerzo y el aislamiento así que cuando su hermano escultor afincado en China le animó a buscarse la vida en aquel país, el reto le pareció bien. El gobierno chino le concedió una beca para elaborar una tesina sobre las relaciones diplomáticas entre China y España, y se fue.
«Quiero aprender chino hasta las últimas consecuencias», me dijo Javier en 2006 haciendo kan peis (secar el vaso de un trago) de mei hua san feng (coñac, ron y café con leche) en una taberna de su nueva ciudad. Después de casi un año de estudio intensivo, Javier ya podía mantener una charla en mandarín pero era consciente de que necesitaba profundizar en los ocho niveles de la lengua china para acceder a los documentos y realizar las entrevistas que le revelarían información inédita en occidente sobre las relaciones sino-españolas.
Esos días, la retentiva e ilustración de Javier me hicieron pensar en los hombres-libro imaginados por Ray Bradbury que se tornaron realidad durante la Revolución Cultural, personas que memorizaban textos para que su contenido no se perdiera cuando los bárbaros los destrozaran. Javier manejaba tantas ideas que de pronto le salía una nueva, original, y por eso, cuando en la primavera de 2015 asistí a la lectura de su tesis en Barcelona, fue estupendo escuchar las felicitaciones de los evaluadores ante su último hallazgo: la realidad descentrada. Javier acababa de describir el cúmulo de experiencias y, sobre todo, desengaños que permitió a los chinos entender que había personas al menos igual de capaces que ellos, y cómo el hallazgo había dinamitado su idea de ser el centro total. A la consecuente apertura al exterior y a los nuevos titubeos sobre los antiquísimos valores que sustentaban aquella civilización, Javier lo llamó «descentramiento».
Durante siglos, China se consideró el país del centro. Del centro del mundo. Creía no necesitar relacionarse con países ajenos a su órbita, a los que juzgaba inferiores hasta el punto de que enviar a un político a vivir en el extranjero se equiparaba a un destierro. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XIX, acontecimientos como las Guerras del Opio y las sucesivas derrotas ante fuerzas occidentales y japonesas agrietaron seguridades espoleando los interrogantes sobre esa dudosa supremacía.
La investigación de Javier cifra el desmoronamiento de la idea del todopoderoso centro en cuatro generaciones. La primera generación deslizó una ligera duda, destacando el valor de otras naciones, pero los gobernantes la arrinconaron sin problemas. La segunda generación se saltó el imperativo sinocentrista de la dinastía Qing, y ahí aparece Lin Zhen, «el primer chino que abrió los ojos al mundo» tras viajar a Nueva York, donde, si bien criticó la esclavitud confederada, señaló las diferencias del avanzado norte estadounidense respecto al sur, añadiendo que las mujeres eran más “emocionales” que las chinas, y que les gustaba más flirtear. De todas formas, sus Notas para andar fuera de China son más bien una cautelosa presentación de otras atractivas formas de vida, y serán autores como Li Gui quienes osarán exponer cualidades foráneas que China debería imitar. Es cierto que Li Gui señaló la desigualdad en las universidades y los altos índices de criminalidad americanos, así como la falta de pudor en las óperas, si bien reivindicó la igualdad entre sexos afirmando que sentencias como «es una virtud para las mujeres no tener talento» habían perjudicado a la sociedad china. Sus Cuadernos de viaje y el Nuevo registro de viajes alrededor del mundo, publicado en 1875 y del que se vendieron 3000 copias, forman parte de un legado que pese a todo no logró gran influencia.
En cualquier caso, la tercera generación asumía abiertamente ciertas carencias de una China que, eso sí, se empeñaba en acotar las virtudes de otras naciones punteras a sus avances técnicos, despreciando el aspecto espiritual, la filosofía o esa «doctrina de Jesús» que no merecía ser estudiada por vulgar. «El saber chino como fundamento y el saber occidental para la aplicación práctica» es la frase que resume las conclusiones de esta generación.
Si Kan Youwei comparó a China con Francia destacando el atraso en lo material y en el derecho de las personas, su discípulo, el traductor Liang Qichao se encargó de introducir los estudios occidentales en China con el objetivo de salvar a su país del atraso. Liang Qichao representa la vanguardia de los chinos que comenzaron a atender las propuestas extranjeras, intentando importar algunas. Un aperturismo azuzado por la necesidad de proteger a los propios chinos que trabajaban en el extranjero, a menudo de manera forzosa. China tomaba conciencia de sus debilidades, cediendo paso a las corrientes más críticas y prooccidentales que emergerían sin cortapisas en la cuarta generación.
Y es en este punto donde China y España volvieron a confluir después de siglos de alejamiento.
Javier señala que un propósito fundamental de los primeros diplomáticos internacionales chinos consistió en detener el tráfico de culíes como esclavos, del que los españoles obtenían grandes rentas. Ante las malas condiciones laborales de los chinos que abandonaban el país, en 1860 se celebró una convención en Pekín para controlar la creciente emigración china, y en 1866 se legisló para detener el tráfico de esclavos. Aún así, varios políticos y comerciantes españoles aprovecharon los huecos que ofrecía la región de Macao para continuar incluso raptando a cientos de personas, que ponían a trabajar en los campos de azúcar de una Cuba escasa de obra barata desde que se liquidara el tráfico de negros.
Así, el primer consulado abierto por China en un país extranjero fue en Cuba, en 1879, con la principal misión de controlar el esclavismo. En este caso, los informes de un diplomático sí fueron decisivos. Desde 1874, Chen Lanbin había reseñado el maltrato a los culíes, especificando que algunos morían o se les mataba en la especie de prisiones donde vivían, y sus cenizas eran vertidas en los ingenios azucareros. Las acusaciones de Chen Lanbin fueron secundadas por numerosas potencias extranjeras y ese mismo 1879 también se inauguró la embajada china en España. El rey Alfonso XII no tardaría en invitar al enviado del gobierno chino, Li Shuchang, a asistir a la ceremonia de apertura de Las Cortes.
Para mí, fue una sorpresa descubrir la importancia de España en la nueva política de relaciones internacionales china, y la meticulosidad con la que Javier había expuesto unos hechos que evidenciaban su buceo en archivos solo accesibles a los muy versados.
En efecto, Javier ha llevado hasta las últimas consecuencias su inmersión china. Por eso suma cinco años compartiendo su vida con una mujer de Hangzhou a la que conoció haciendo kan peis y hoy adora. Ese conocimiento le permite afirmar que la curiosidad china ha cambiado enormemente en este siglo y asegura que, en la actualidad, «los chinos saben más de Occidente que al revés», sugiriendo que quizás ahora sean Europa y Estados Unidos los que se creen el centro del mundo y, si desean de verdad avanzar, van a tener que descentrarse un poco.