John Alexander Serna, popularmente conocido como Chota, fue un visionario. La condición de visionario le ha convertido en una celebridad local de Medellín. Los turistas que visitan la Comuna 13 insisten hasta el hartazgo en fotografiarse con él. Chota dice a todos que sí, con una sonrisa profesional, incluso a una familia de dominicanos que viste para la ocasión con camisetas que lucen el rostro del narcotraficante Pablo Escobar. La Comuna 13 fue una de las canteras de sicarios y peones del cártel de Escobar, una organización acusada de asesinar a 5.500 personas entre las décadas de los ochenta y los noventa, según la revista Semana. Al narcoterrorismo le sucedió el conflicto armado entre guerrillas de todo signo, la policía y el Ejército. Serna dio un paso al frente para romper la maldición de Medellín, la que fue la ciudad más violenta del mundo, y empezó a pintar.

Serna puso la semilla de lo que es hoy una floreciente industria turística: la del arte urbano. La colina sobre la que se asienta la Comuna 13 se ordena a partir de una columna vertebral señalada por docenas de grafitis que él y sus colegas empezaron a pintar en 2008 como vía de escape de una realidad enferma. «De pequeño salía de casa y veía gente uniformada, todos al margen de la ley. Por su situación estratégica, todos querían su pedacito en la Comuna 13, porque traficaban con drogas, con armas. Escuchábamos las balaceras. Con sus sonidos, sabíamos incluso de qué armas se trataba», explicó el propio Serna en una entrevista en televisión de 2018: «Las personas que producían el mal dentro de la comunidad eran las personas que sobresalían. La meta de nosotros era ser una persona que tuviera un arma y que comandara la zona». Lo que le ha aportado fama fue que en vez de sumarse a la violencia optó por abrir un nuevo camino.

 

John Alexander Serna ‘Chota’ en la Comuna 13 de Medellín. (c) Jordi Brescó

 

Daniel Sepúlveda, guía de turismo en la Comuna 13, asegura que «lastimosamente, la mayoría de europeos vienen a Medellín por la historia de Escobar. Incluso los jóvenes de aquí que no lo vivieron, a veces te sorprenden con una camiseta dedicada a un tipo que hizo mucho daño». Dejó huella la leyenda del narcotraficante a lo Robin Hood, dice Sepúlveda, en una sociedad de profundas diferencias socioeconómicas: a un lado está la Comuna 1, conocida como la Popular, y al otro la Comuna 14 y su barrio más emblemático, El Poblado, una zona que no tiene nada que envidiar a los mejores distritos de Miami o Shanghai; el índice de calidad de vida en El Poblado es un 120% superior a la de la Comuna 1, según datos de la asociación empresarial Medellín Cómo Vamos.

Santo Domingo es uno de los cerros superpoblados que conforman la Comuna 1. Sus cuadras han ido creciendo sin orden a partir de olas migratorias procedentes de entornos rurales, familias que han huido de la pobreza y, sobre todo, de la violencia. «Hace 25 años, Santo Domingo era uno de los puntos con un peor conflicto armado. Los que vivieron la narcoguerra no pueden estar más que contentos de la situación actual», dice Jairo Gutiérrez, técnico de gestión social de la empresa del metro de Medellín. La ciudad ha sido un referente internacional desde 2004 cuando inauguró, precisamente en Santo Domingo, su red de transporte público mediante telecabinas, el metrocable.

El metrocable surca el cielo entre gallinazos —nombre que dan en Colombia al buitre negro—, se balancea sobre barracas y casas prefabricadas de las que emergen compases de cumbia, reguetón y música parrandera. Medellín es un extenso valle sobre el que reposan verdes laderas manchadas por ladrillos y uralita. El metrocable no solo ha servido para facilitar el transporte de los vecinos de Santo Domingo, sobre todo ha tenido una función de apertura del gueto. «La gente del barrio decía que no eran de Medellín, que eran de Santo Domingo. Ahora se sienten parte de una comunidad», apunta David Correa, director de comunicación de la empresa de transporte público.

 

La línea K del Metrocable conecta las estaciones de Acevedo y Santo Domingo. (c) Jordi Brescó

 

El metrocable línea H, el que escala el barrio de La Sierra, impone por su verticalidad. Desde las alturas se pueden contemplar callejuelas y hogares ganados a la selva mediante la tenacidad que da la supervivencia. Aquí y allá, entre barracas y barrancos, aparecen pequeños cafetales. El ascenso también impone porque es el mismo escenario de La Sierra, un documental de 2004 dirigido por Scott Dalton y Margarita Martínez que causó impacto internacional. La Sierra relata la vida y muerte de los integrantes de Bloque Metro, un grupo paramilitar que controló el barrio a principios de este siglo. Chicos que nacieron en una sociedad sin esperanza y con unos únicos referentes, aquellos «malos» de los que hablaba Chota en la Comuna 13. «Los de allá matan a los de aquí porque los de aquí son de aquí; y los de aquí matan a los de allá porque son de allá», resumía ante la cámara uno de los primeros testimonios de La Sierra. El campanario en forma de aguja de la parroquia de Santa María de La Sierra era una presencia constante en la película, como lo es hoy. «Son muchachos», proseguía aquel vecino entrevistado en el documental: «Estamos en manos de muchachos armados. La vida de nadie vale nada».

 

Operación Cirirí

La vida hoy vale más, mucho más, asegura Víctor Ortiz, historiador local y guía para grupos organizados del Ayuntamiento, como en el que participó Altaïr Magazine el pasado noviembre. «Yo nací en 1980, soy de la generación que iba al colegio y no sabía si volvería a casa», comenta Ortiz a la entrada de la Casa de la Memoria de Medellín. Este museo se levantó en 2006 a la vera de la Quebrada de Santa Elena, un río que dividía La Sierra entre la vertiente controlada por Bloque Metro y la vertiente controlada por el Bloque Cacique Nutibara. Estas fuerzas paramilitares y rivales tenían sus raíces en la narcoguerra: el líder de Bloque Metro era Carlos García, alias Doble Cero, un enemigo del Cártel de Medellín; el padre de Cacique Nutibara fue Don Berna, otro de los rivales de Escobar en el grupo paramilitar de Los Pepes. «La gente conoce más estos nombres y sus fechorías que los nombres de quienes les plantaron cara», explicó Manuel Villa, exsecretario privado de la Alcaldía de Medellín, durante un encuentro con la prensa del pasado diciembre. En la Casa de la Memoria se recuerdan a todas las víctimas, a las del cártel de Medellín, a las de los Pepes, a las de las guerrillas de izquierdas pero también a las del ejército. El museo da voz a testimonios como el de Fabiola Lalinde: su hijo fue asesinado en 1984 por el Batallón de infantería Ayacucho. Lalinde movió cielo y tierra durante décadas hasta que el Estado fue condenado por la desaparición de su hijo. El tesón de Lalinde fue bautizado como Operación Cirirí, nombre tomado de un pajarito, el sirirí, que se caracteriza por seguir hasta la extenuación a la rapaz que le roba uno de sus polluelos.

 

En el Museo Casa de la Memoria se pueden consultar artículos históricos en pantallas interactivas. (c) Jordi Brescó

 

De entre todas las violencias que ha sufrido Medellín, la de Escobar duele de forma especial porque su recuerdo se ha convertido en un mito y su figura en un Mickey Mouse de lo macabro. «Cometimos el error de dejar que otros explicaran nuestra historia», afirmó Villa. Muchos elevaron a Escobar al altar de la cultura de masas, y nadie ha hecho más para ello que Netflix y la serie Narcos. Carole, Jens y Dave son tres veinteañeros, de Estados Unidos, Alemania e Inglaterra, respectivamente. Mochileros en ruta por Colombia, se conocieron en el hostal de Medellín en el que coincidieron. Los tres confirmaron que han visto Narcos, pero que su paso por la ciudad no estaba motivada por ello. Sí admitieron haber estado en el cementerio donde está enterrado Escobar. La visita a la tumba del asesino es una parada obligatoria en los llamados narcotours de Medellín. Los tres chicos subrayaron que habían rechazado otras visitas que les habían ofrecido, como jugar con fusiles de paintball en la Hacienda Nápoles, la famosa villa en la que Escobar coleccionó animales de todo el mundo. «Hay tours en la Hacienda Nápoles que hasta incluyen tomarse unas rayas de cocaína», añade Ortiz.

El parque temático de la Hacienda Nápoles es objeto de una instalación de videoarte expuesta en el Museo de Arte Moderno de Medellín. Su autor, Sebastián Múnera, filma en Delito y ornamento a varios grupos de visitantes de la Hacienda Nápoles, registrando sus reacciones ante las imágenes de Escobar y sus secuaces, las sesiones de fotos y su interacción con la fauna. Frente a la video instalación, en la nave central del museo —los antiguos talleres siderúrgicos Robledo—, un cubo de poliuretano almacena un montón de huesos: es una obra de León Ferrari que dialoga con un texto de Cortázar sobre «la negación del olvido», un alegato por los desaparecidos que dejó la Junta militar argentina en los ochenta, un mensaje que se puede traducir a cualquier idioma y contexto.

 

Los narcotours

«No nos interesa acabar con los narcotours, si eso es lo que el visitante extranjero quiere», explicaba Villa, y lo argumentaba porque, entre otras cosas, Escobar y la violencia que ha sufrido Medellín «son parte de nuestra historia». La alternativa, planteaba el exsecretario de la alcaldía, es promover desde las instituciones un trabajo de revisión de la memoria que incluya rutas turísticas. Villa atendió a los medios de comunicación en una de sus últimas intervenciones oficiales. La derecha perdió la alcaldía de Medellín, feudo tradicional del expresidente Álvaro Uribe, ante el independiente Daniel Quintero. La planta más alta del Ayuntamiento de Medellín, donde se ubican las oficinas del alcalde, respiraba la tranquilidad de la mudanza que ya está prácticamente terminada. Solo los dos perros del exalcalde Federico Gutiérrez rompían la monotonía del espacio, ladrando y campando a sus anchas por los pasillos de la alcaldía, un edificio brutalista de la década de los setenta, un muro colosal de hormigón y cristal que parece proteger el Monumento a la Raza de Rodrigo Arenas Betancourt. La escultura tiene la forma de una curva temporal y relata la historia de Antioquia evolucionando a partir de la figura de un pequeño pez hasta la cumbre del arco, ocupada por un ángel de la muerte.

 

Brutalismo arquitectónico en la Plaza de la Libertad, con el edificio de la Alcaldía (izq.) y el Monumento a la Raza (der.) (c) Jordi Brescó

 

Uno de los dos perros del exalcalde de Medellín, paseando por las oficinas de la última planta del edificio de la Alcaldía. (c) Jordi Brescó

 

Un símbolo que ha querido dejar el alcalde Gutiérrez es el Parque Conmemorativo Inflexión, unos jardines concebidos para recordar a las más de 46.000 víctimas que, según el Ayuntamiento de Medellín, provocó el narcoterrorismo entre las décadas de los ochenta y noventa. El parque se ha erigido en el solar que ocupó el Edificio Mónaco. El Mónaco fue residencia de Escobar y punto de peregrinación para los admiradores de su reino del terror. El edificio fue demolido en 2019 para dar paso al nuevo espacio de memoria.

La historia reciente de Medellín ha tenido un lado salvaje como pocas urbes en el mundo. En 1991, momento álgido de la violencia del narco, se produjeron en la ciudad 7.273 asesinatos, lo que supuso alcanzar una tasa de 266 homicidios por cada 100.000 habitantes; hoy la tasa es de 24 muertos por violencia por cada 100.000 habitantes, una cifra que refleja un salto cualitativo espectacular pero que también indica el mucho trabajo que queda por hacer: en un país como Estados Unidos, la tasa de homicidios intencionados por 100.000 habitantes era de 5 muertos en 2018, según Naciones Unides, y en España, de 0,73, según el Instituto Nacional de Estadística. Hay unos pájaros gordinflones del artista Fernando Botero que simbolizan la resiliencia de Medellín. Una bomba, colocada en la base de su escultura El pájaro, mató en 1995 a 23 asistentes en un festival que se celebraba en el parque de San Antonio. El pájaro resultó dañado y Botero, oriundo de la capital antioqueña, instaló a su lado una pieza idéntica a la original como símbolo del resurgir de la ciudad.

Las dos esculturas siguen en su lugar, una al lado de la otra, esperando a los tours de la memoria. Botero tiene otras obras que obligan al visitante a reflexionar sobre el terror. Estas se encuentran en el Museo de Antioquia, posiblemente la gran joya patrimonial de Medellín. El edificio, de 1937, había albergado las dependencias de la alcaldía; es una construcción que sigue la estela del art déco de Estados Unidos adaptada a un estilo latino, casi colonial. Entre sus pasillos abiertos y galerías interiores se muestra la gran colección de pintura de Botero, y en ella se pueden ver dos pinturas dedicadas a la muerte de Escobar: en las dos aparece el héroe/villano descamisado y descalzo, con el revólver en mano, abatido por las balas de la policía. En uno de los cuadros, una mujer parece rezar por el alma del muerto mientras que un agente de la autoridad le señala con el dedo. Escobar yace en un tejado, como un gigante, mientras Medellín, vista desde las alturas, parece empeñada en existir. En otro cuadro, de 1999, Botero dibujó la explosión de un coche bomba y cómo este parte en dos una casa, metáfora de la ciudad.

 

‘Carrobomba’, Fernando Botero (1999). Óleo sobre lienzo. Museo de Antioquia. (c) Jordi Brescó
‘La muerte de Pablo Escobar’, Fernando Botero (1999). Óleo sobre lienzo. Museo de Antioquia. (c) Jordi Brescó

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Putrefacción detrás de lo bello

«Botero dice que detrás de lo bello debe haber algo putrefacto», explica Ortiz. Por eso, añade el historiador, el artista dibuja moscas en sus bodegones o en las escenas de harmonía familiar. Lo putrefacto detrás del museo de Antioquia es una plaza de columnas que hay a escasos metros, frente a la Iglesia de la Veracruz. Se trata de la esquina fundacional de Medellín, en la antigua calle Real —hoy calle Boyacá—, una arteria hiperactiva en comercio ambulante, trapicheos, mendigos, prostitución y policía. Ortiz llama la atención de lo que significa el patio de columnas: en cada una de ellas se encadenaba a los esclavos que iban a ser vendidos al mejor postor. «Hoy continúa la esclavitud», dice Ortiz señalando a las chicas apostadas en las columnas a la espera de un nuevo cliente.

«Es una zona compleja», resume Ortiz. «Un zona compleja» también era la expresión que un taxista utilizaba en La Sierra, y eran las mismas palabras que la periodista Liliana Monroy usa para referirse a Barrio Triste, otro de los viejos rincones y cinematográficos de Medellín. Por allí deambulaban los niños de la calle de La vendedora de rosas, la película de Víctor Gaviria que en 1998 asestó un mazazo en la conciencia colombiana. En el río Medellín desembocaba la miseria que exponía el film, el mismo río por el que hoy baja un agua más cristalina, el mismo escenario por el que los protagonistas de La vendedora de rosas se refugiaban para traficar, robar o para esnifar cola. Ese tramo del río ha sido hoy ajardinado para el paseo y el ocio. «Barrio triste continúa siendo una zona compleja, por eso se ha querido integrar con los parques del río», resume Monroy.

 

El tranvía de Medellín recorre 4,3 kilómetros, del centro al este de la ciudad, conectando San Antonio y Oriente. (c) Jordi Brescó

 

De nuevo en la Comuna 13, los vecinos preguntados por Altaïr Magazine coinciden en que Medellín es hoy un lugar mejor. Así lo aseguran en la cremería de Doña Consuelo, regentada por su hijo, Jaime Alonso Castro. Doña Consuelo es famosa, en una de sus paredes cuelgan fotografías de ilustres visitantes, como el expresidente de Estados Unidos Bill Clinton. El producto estrella es la paleta mango biche, un helado que dos mujeres preparan en la cocina a base de mango de Tolima, limón y sal. A Castro le asiste un niño de 11 años de Maracaibo, Venezuela, de donde su familia huyó, como tantos otros venezolanos, acuciados por el hambre. «La vida cambió para bien. Tenemos trabajo, los gringos vienen y consumen. Incluso tenemos estas escaleras mecánicas que nos suben y bajan», dice Jurisa Flores, 29 años, propietaria de una tienda de legumbres, mientras unta su paleta en el jugo del limón.

Chota baja raudo las escaleras mecánicas, con un compañero siguiéndole los pasos, cargando un caballete. Pregunto a uno de los guías del barrio a dónde se dirige Serna. «Chota salió a pintar», responde sin ocultar un punto de orgullo comunitario. A lo lejos, ya como figuras diminutas, se les ves subidos en una motocicleta, el artista a los mandos y su colaborador cargando el caballete como si fuera un mástil, rumbo a un futuro desconocido, pero mejor que lo que dejaron atrás.

 


Imagen de portada: Exhibición de break dance en la Comuna 13 por el grupo Black And White C13. (c) Jordi Brescó