En la portada del libro, la cara pálida, fantasmal, de Anna Politkóvskaya, los tanques rusos que pasan rugiendo de madrugada. A nuestro lado, en la cafetería de la Fira de Barcelona —cuatro mesas de plástico temporales, el ajetreo funcional de los grandes encuentros—, la cara pálida, fantasmal, de una cosplayer disfrazada de Ryuk, personaje del manga Death Note; una muerte festiva que juega con el móvil y pasa cargada de bolsas.
Converso con el dibujante italiano Igort (Igor Tuveri, Cagliari, 1958) en el centro de un ecosistema donde conviven sus reportajes intimistas con el terror juvenil para consumo masivo —el horror indigesto de la Historia y el susto caramelizado del entertainment—. Extrañezas de un Salón del Cómic donde algunas propuestas parecen a veces pez fuera del agua; como se siente, un poco, el propio Igort mientras le acerco la grabadora para hacer frente al ruido de la megafonía. Pero también donde más claro se ve que la potencia de este medio reside en una contaminación difícil de dirigir y prever entre vanguardia y mercado, entre lo popular y lo refinado, las raíces de la aventura heroica y un futuro ya presente que no entiende de géneros.
Hablando con Igort, hombre de discurso cuajado y elegancia thirties, saldrán a colación los nombres de Malévich, Hokusai o Brian Eno, Jiro Taniguchi, Franco Battiato… Cómic con raíces, cómic batidora de referentes intelectuales que encuentra en el nomadismo un método y en el viaje el motor de las historias.
Cuadernos rusos, cuadernos ucranianos
La visita de Igort a Barcelona se debe a la publicación de sus Cuadernos rusos por la editorial Salamandra Graphic. La penúltima obra, hasta el momento, de una carrera que abarca ya más de 30 años y varias decenas de títulos. Y también un rol clave en la suerte de la llamada novela gráfica en Italia: Igort es uno de los fundadores de Coconino Press, editorial fundamental para que las obras más relevantes del medio en su historia reciente llegasen al mercado italiano y casa de grandes nuevos autores no tan nuevos como Gipi o Manuele Fior.
Cuadernos rusos (la guerra olvidada del Cáucaso), al igual que los anteriores Cuadernos ucranianos, parte de un viaje que no fue como esperaba, un proyecto que cambió de rumbo. «Para mí el viaje es una idea que tiene que ver con el conocimiento. Yo no viajo casi nunca como turista, no me gusta, no me gusta vivir en un hotel. Alquilo casas, me quedo en los lugares durante periodos un poco largos.», afirma Igort. «En el caso de la ex-Unión Soviética había ido a hacer un libro literario, que aún no he hecho, sobre Chejov. Quería contar a Chejov a través de sus casas. Después decidí quedarme allí y entender cómo era el lugar; porque los lugares no están hechos sólo de cosas concretas sino también de cosas invisibles, que son las que activan a un narrador, en mi opinión. Entender el espíritu, el modo de ver el mundo; eso es lo que anima mi trabajo.»
Pero el libro sobre Chejov tendría que esperar: «Al final me quedé casi dos años, entre Ucrania, Rusia y Siberia. Era impresionante viajar por los países de la antigua URSS saliendo de allí mismo, esto es, no desde Italia o Francia para llegar a Rusia, sino de Ucrania para visitar Rusia, y de allí ir a Siberia. Para empezar entendí que Kafka hacía literatura realista, por ejemplo, no lo que yo creía, porque esta hipérbole de la burocracia que te cambia la vida es una dimensión que allí está muy presente. Después entendí qué significa tener certezas de base que allí no hay —¡y nosotros nos quejamos de Europa!— y por tanto entender que viajar significaba llevar en la mochila concepciones que eran puestas en discusión por la realidad del lugar.»
«Viajando por la antigua URSS entendí que Kafka hacía literatura realista»
El día a día, la exploración, la integración, cambian el proyecto artístico. En los Cuadernos ucranianos Chejov quedó aplazado en favor de la maltrecha realidad urbana del Cáucaso. «En Ucrania me encontraba con una realidad mimética que es el Segundo Mundo. Esto es, tú vas al Tercer Mundo, a África, y sabes qué te encuentras, pero este Segundo Mundo se parece el nuestro, sólo que no funciona nada. O sea, explotan las tuberías en invierno y la gente se queda sin calefacción porque no hay agua, se raciona la luz por barrios y así por la noche en algunas zonas es como si estuvieses en el campo, pero estás en ciudades con millones de habitantes. Hay racionamiento del gas. Hay un boletín de fallecidos cada día, 18 muertos en Odessa, 14 en Kiev, 12 en Lugansk… Son realidades a las que es muy difícil acostumbrarse; y a las que, en mi opinión, moralmente, no debemos acostumbrarnos.»
Se puede percibir el cambio de rumbo del autor en la misma estructura del libro, en el formato de los capítulos que, como elementos heterogéneos, van tomando un pulso diferente. Una flexibilidad que para Igort «es fundamental. Creo que este es mi modo de trabajo. No trabajo con tesis, no quiero realidades codificadas.» Así, vamos primero al día a día de una república ex-soviética, a los recuerdos de la gente común encontrada en el mercado. Y de ahí a otro hilo, a otro polo, que da su médula al libro: el Holodomor, el genocidio ucraniano que entre 1932 y 1933 mató a un millón y medio de campesinos. Una hambruna programada por Stalin, entre otras razones, para doblegar a los pequeños propietarios ucranianos en el proceso de colectivización de la tierra.
Crónicas históricas, fichas policiales, narraciones de supervivientes. Ancianos que recuerdan. Las cifras y los rostros, los fastos del régimen y el canibalismo: Igort da voz a las vidas pequeñas que engrosan la procesión de los condenados. Las historias personales tienen color, tienen narración, viñetas aún protegidas por el pudor de la acuarela. La gran imagen del hambre se reduce al blanco y negro, a la línea nerviosa, a siluetas acompañadas de textos sobrios, de formalidad casi funcionarial.
Desde el estallido a comienzos de 2014 de la Crisis de Crimea y la guerra «de baja intensidad» entre Ucrania y Rusia, Igort fue dejando constancia de su frustración por el asunto en su activo perfil de Facebook y en su blog. También del fuerte vínculo que desde su primer viaje le unía con amigos y conocidos ucranianos, gente que le había acompañado y ayudado en sus viajes. Ha pasado más de un año y la independencia de Crimea, resuelta de facto, ha sido desplazada de todas las portadas por nuevos conflictos, igual de difíciles de explicar al público occidental pero más frescos. «Hablo con gente de allí todos los días. Veo que las dificultades que viven en las diferentes regiones de Ucrania no las cuenta nadie. Esto me ha llevado a añadir 16 páginas a una edición nueva que acaba de salir en Italia de los Cuadernos ucranianos, contando las historias de estas personas, víctimas de una situación más grande que ellos. Me cuentan de las dificultades, los cañonazos, la comida que no llega, los soldados que no tienen nada para comer y son adoptados en los pueblos. Y veo lo que los medios europeos cuentan: una visión falsa, muy reduccionista de lo que ha estado pasando. Entiendo la razón de esto, porque hay una hipocresía importante que se debe al miedo a perder el gas. Francia tiene sus centrales nucleares, pero Alemania depende en un 24% del gas ruso; Italia en un 40%. No veo a nuestros gobernantes diciendo al pueblo: «Queridos conciudadanos, este invierno no hay gas». Así que estos ucranianos parecen invisibles, no importan mucho en el tablero de ajedrez internacional…»
Lo invisible: lo que puede quedar en el aire del estrecho ascensor de un edificio moscovita. El rincón donde asesinaron a la periodista Anna Politkóvskaya en 2006, tras varios intentos, cuando ya era demasiado molesta con sus opiniones y su actitud para la «Democradura» rusa. Una personalidad que representa el hilo humano de los Cuadernos rusos con su voluntad de justicia y verdad para la guerra sucia en Chechenia.
Los invisibles: Musa, Tupal, Elsa Kungáyeva, adolescentes chechenos torturados, violados y asesinados en controles aleatorios; el teniente Bagreev, quemado con cal viva por sus superiores por negarse a jugar a tiro al blanco con civiles chechenos; soldados rusos anónimos, carne de cañón, victimarios que pasan a ser víctimas con el estallido de una mina en el bosque.
Cuadernos japoneses, cuadernos místicos
Cuadernos rusos acaba en el fondo más blanco de Siberia, entre la nieve, en el limbo. (Igort: «hice un viaje concreto para ver de verdad qué era Siberia en invierno».) Son páginas austeras, apenas unos trazos sobre el blanco para marcar un bosque, unos postes. Lector y autor están agotados: «Es muy difícil hacer libros en los que hablas de muerte, abusos, destrucción… Porque son documentales, son reportajes dibujados, y tienes que dejar que todo eso que ves y vives te atraviese para poder devolverlo en la obra».
Se hace entonces necesario volver a empezar desde esa página blanca, desde ese silencio. La búsqueda es casi interior y toma forma de dos libros. Dos vías para la sanación: la nostalgia y la introspección, los Cuadernos japoneses (recién publicados en Italia) y los Cuadernos místicos (en proceso de preparación).
«Tienes que dejar que eso que ves y vives te atraviese para poder devolverlo en la obra»
«Cuadernos japoneses es un libro sobre la belleza y no sobre el dolor, porque necesitaba tomarme un respiro», confiesa Igort. Es un libro también sobre la memoria. A comienzos de los años 90 del siglo pasado, Igort se trasladó a Japón y empezó a trabajar para Kōdansha, una de las principales editoriales japonesas. Yuri, el niño del espacio, viajó por entregas en las páginas de la revista Comic Morning.
Eran años de ruptura en ambas direcciones: el manga empezaba a desbordarse en los mercados americano y europeo, transportando lenguajes, códigos y referencias nuevas, y algunos autores europeos ponían un pié en el mercado japonés. «Quiero contar cuál era la dimensión laboral en aquel momento en Japón. Cuadernos japoneses es, como los anteriores, un ensayo, unas memorias, un reportaje y también una reflexión sobre lo que es esta herencia de la visión japonesa en todo el mundo.» Un modo de mirar que incluye otras disciplinas («estoy también redibujando fotogramas de películas de animación o imagen real japonesas que me marcaron») y que para Igort precede con mucho la «invasión» del manga.
Por su parte, Cuadernos místicos, de algún modo, se reconectará con el origen de los viajes de Igort por Rusia y Ucrania. «Nació como reacción y como consejo de Galia Ackerman, amiga queridísima de Anna Politkóvskaya y también mía», explica. «Me dió un libro acerca de los informes de los servicios secretos sobre literatos e intelectuales perseguidos durante el estalinismo y el comunismo en general. Ahí leí la historia de Pável Florenski, que me fascinó.» Florenski era un gran físico y matemático, pero también era un pope ortodoxo. «Por esto nunca aceptó quitarse su túnica, por ejemplo. Y por esto lo mandaron al gulag y murió. Se supo en 1980, pero fue en 1937 cuando le pegaron un tiro en la nuca.»
Para Igort, el personaje de Florenski funcionará como puerta a una faceta del pasado del Cáucaso: «fue un lugar de encuentro de culturas, de búsquedas sutiles, espirituales. Hay tres personalidades del mundo ocultista, místico, que crecieron y vivieron en parte en el Cáucaso: Madame Blavatsky (fundadora de la Teosofía), Gurdjieff y el propio Florenski. Se trata de un paisaje secreto de gran influencia para el pensamiento ruso.»
«En el Cáucaso hay un paisaje secreto de gran influencia para el pensamiento ruso»
De la fascinación de Igort por la cultura rusa en general y, en concreto, por sus vanguardias artísticas da buena cuenta el volumen Pagine nomadi, editado en 2012 por Coconino junto con la IULM, la universidad milanesa que le dedicó una exposición retrospectiva. Una obra imprescindible para conocer la trastienda de estos cuadernos de viaje y el método de trabajo de Igort, de la que provienen la mayoría de las imágenes de esta pieza.
Se explica así en qué medida enganchó a Igort su viaje al Cáucaso. Afirma entusiasmado que «fue un viaje, digamos, a las raíces de mi educación. Yo me llamo Igor, mi padre es un compositor de música clásica y amaba la música y la literatura rusas, yo crecí en medio de las historias y las vidas de los grandes escritores rusos… Tuve tres educaciones rusas: la primera cuando era niño y mi abuela me recitaba de memoria las poesías de Pushkin. La segunda cuando tenía unos 20 años y efectivamente, intentaba absorber todas las vanguardias artísticas rusas. Y la tercera cuando fui a vivir allí y a ver cómo era esta cultura y entender cómo habían vivido las personas que habían salido de esta dimensión».
La new wave y el método nómada
«No tengo nostalgia de un tiempo pasado, pero sí sé reconocer prácticas e instancias que, en mi opinión, te hacen avanzar, y otras que, de nuevo en mi opinión, te hacen retroceder.» Quien siga la actividad de Igort en Internet encontrará una fuente inagotable de datos, imágenes y detalles sobre el fermento experimental del cómic italiano a finales de los años 70 y comienzos de los 80. Un grupo de jóvenes que se concentrarían en el grupo Valvoline: Lorenzo Mattotti (ilustrador extraordinario), Giorgio Carpinteri, Marcello Jori, el propio Igort… Se movían en la estela de figuras como el holandés Joost Swarte o Art Spiegelman, que pocos años después revolucionaría el panorama con Maus —y que publicó sus trabajos en la revista RAW—. Dejaban clara una voluntad de apertura que ponía en entredicho lo que era el fumetto y su relación con las demás disciplinas, empezando por la música.
«Desde un punto de vista histórico, todas estas instancias, que se derivaban del punk, el postpunk, la new wave… representaban un enfoque abierto y receptivo. Nosotros lo llamábamos «abrir ventanas» a otros panoramas», afirma Igort. «Y eran las mismas prácticas experimentales de Maiakovski o Malévich. Pero también eran una idea de nomadismo —cultural pero también físico— como el del poeta Bashō y el maestro Hokusai…»
Cuando cuenta cómo fueron aquellos años, busca devolver una idea de variedad a la producción artística del cómic, entonces y ahora: «Por ejemplo, hablando de música ambient, se menciona a menudo sólo a Brian Eno. Pero el ambient lo inventó Erik Satie hace un siglo, y después trabajaron los alemanes, Roedelius, Can, Klaus Schulze… Quiero decir: yo soy contrario a la simplificación. La síntesis quien la tiene que hacer es la persona, y esto es una cuestión moral y política. El deber de quien trabaja en los medios culturales es la variedad. Es una cuestión de honestidad intelectual. En el momento en que una sociedad se organiza sólo según un esquema, se está empobreciendo la realidad; y quien escucha o quien lee se ve privado de la posibilidad de escoger.»
La propia carrera de Igort, que pasa de lo experimental al género (los mafiosos de 5, el número perfecto) al fresco histórico multilocalizado (la serie Baobab) y de ahí al reportaje de los diferentes Cuadernos, supone una defensa en primera persona de la variación y la posibilidad: «Yo estoy a favor de la bibliodiversidad. Es fundamental luchar porque puedan existir también las personas que hacen cosas completamente diferentes a las de uno mismo.»
Cómic: el terreno de las potencialidades —que a veces cuesta proteger— y de las potencias —que nos golpean como la primera vez cuando abrimos de nuevo uno de estos libros con imágenes que se mueven quietas. Y dejan marca: «Cuando salí de Cerdeña fui a la universidad, a Bolonia. Estudiaba en el DAMS, el instituto de arte, música y espectáculos. Y entonces me encontré con los cómics de Muñoz y Sampayo. Y me dije: «Vale, ok… Tengo que irme. ¿Qué hago aquí? Tengo que hacer cosas». Los libros son objetos mágicos. Si yo soy muy sincero cuando hago uno, mi lector lo nota, pasa algo. Pasa esa energía. Y yo creo en esto. Los libros cambiaron mi vida.»