LiteNatura es la serie de artículos de Gabi Martínez en Altaïr Magazine. Un espacio abierto a textos literarios que cedan el protagonismo al territorio y la naturaleza.


—La primera vez que le vi, tomaba notas junto a una turbera al este de Inglaterra. Percibí que tenía una mirada como la mía y, sí, le he seguido durante años —dice Míster Águila, al que interrogo por ver si me ayuda a encontrar a Robert Macfarlane—. Pero ahora no sé dónde está. Ese tío no para de moverse. ¿Por qué le buscas?

No le voy a decir que el erudito andarín es un perfil muy bien cuidado en la literatura anglosajona, y que como ahora tiene en Macfarlane a una de sus cumbres quiero pedirle un autógrafo. Por cierto que esa palabra, cumbre, adquiere aún más sentido teniendo en cuenta que Macfarlane es escalador y alcanzó el estrellato naturalista tras publicar Las montañas de la mente, un libro que revela por qué el ser humano se ha visto históricamente atraído por las montañas y cómo los últimos trescientos años han cambiado nuestra percepción de las mismas. Una obra que, como el propio Macfarlane señala, «no es sobre montañismo, sino un libro sobre la imaginación».

No suelo pedir autógrafos pero la emoción; la iluminadora elegancia de su prosa tensa; el dinámico ritmo narrativo; la impresionante ilustración; y su talento para comunicar las propiedades, regalos o desafíos de los espacios naturales me dan hasta ganas de aullar.

—¿Por qué le sigues tú?—, respondo.

—Responder preguntando es feo. Pero da igual. Le sigo porque es un hombre capaz de volar como yo. Un todoterreno capaz de rastrear el hayedo o el cabo, la sierra, la marisma o la turbera, el bosque y la cañada, la isla o el peñasco. Gracias a él he descubierto paisajes más o menos intocados de este Reino Unido supercivilizado donde es fácil «olvidar la presencia física del territorio», como él dice.

—¿Habláis?

—Bueno, lo escribe, pero yo tengo una vista fetén, ya sabes.

Esa frase es de Naturaleza virgen, un libro para recordar que incluso las islas británicas preservan espacios aún lo bastante puros donde cualquiera que lo pretenda en serio puede establecer contacto con una forma más natural de existencia. Y al águila le ha servido.

En Naturaleza virgen Macfarlane también trae la figura del andarín ilustrado al siglo XXI, demostrando que además del paseo, el trekking y la escalada, el narrador naturalista moderno puede navegar, trepar a árboles de cincuenta metros o nadar largos tramos en aguas de distinto signo.

—Varias veces lo encontré con su amigo Roger Deakin —sigue el águila—, ése que escribió Waterlog después de nadarse el Reino Unido para explicar el país desde una perspectiva anfibia.

El portentoso Roger es una presencia constante en el libro, inspirador de ese espíritu que impulsa a Macfarlane y pasa por conciliar fluidamente la acción vital con las meditaciones, las citas humanísticas o las aportaciones técnicas. El resultado son páginas que destilan la sustancia de lo perdurable, tan sólidas como lúcidas, que igual describen con creativa precisión el sistema ocular de un pájaro que invitan a reflexionar sobre cómo un paisaje puede modificar un carácter, o interpretan tendencias colectivas, como cuando Macfarlane manifiesta que nuestra actual incapacidad para sintonizar con las tierras abiertas podría deberse a que en los últimos dos siglos nadie haya proclamado ni defendido su valor, sucumbiendo al desarrollo agrícola o industrial.

En Naturaleza virgen Macfarlane trae la figura del andarín ilustrado al siglo XXI, demostrando que el narrador naturalista moderno puede navegar, trepar a árboles de cincuenta metros o nadar largos tramos en aguas de distinto signo

Convengo con Míster Águila que Macfarlane propone atender de nuevo a la naturaleza virgen que, aun sin darnos cuenta, nos rodea. Y que para eso escribió este libro con aires de revelación, señalando donde parece no haber, descubriendo mundos de esquisto, cuarcita y gneiss, de escaramujo y saúco, de carotenos y taninos. Un mundo rico hasta el esplendor pero casi no mencionado por nadie. Un mundo que amplía las posibilidades del nuestro, cada vez más acotado, haciéndonos aflorar una alegría latente.

—Siempre está leyendo libros—, añade el águila.

Por eso, Macfarlane acude con frecuencia a las máximas del propulsor de los parques naturales John Muir, a Sócrates o a los dreamtimes aborígenes australianos además de a los mapas trazados a base de relatos que guían a los Koyukon. Rescata episodios como cuando el explorador antártico Robert Scott se cruza con el investigador del movimiento de las dunas que legó un libro fascinante sobre cómo se desliza la arena. Todas sus sentencias e historias alimentándose mutuamente mientras flotan junto a las plumas, partículas, piedras, pétalos, huesos que conforman la galaxia de un Macfarlane siempre atento, eso sí, a su autor faro, Edward Thomas, el escritor y poeta a quien ha dedicado más páginas admiradas.

—Y su animal favorito es la liebre. A mí también me gustan mucho —observa la rapaz—. Mira, ahí va una.

Levanta el vuelo y se lanza en picado a por ella con una gracia que me hace recordar frases de Macfarlane sobre «la erótica del paisaje»: «Mi aliento lanzaba flechas al aire»; «el aire olía a minerales y escarcha». Su poesía y optimismo impelen a secundar su forma de mirar y vivir.

—Se me ha escapado —dice el pájaro, que se posa de nuevo con las garras vacías—. ¿Por dónde íbamos?

Comento que saber llamar a tanta naturaleza por su nombre le procura unas ideas y una imaginación singulares. Y que se esfuerza por mostrar conexiones positivas entre los humanos y su entorno natural.

—Por eso se fue a recorrer antiguos caminos —dice el águila—. Quería ponerlos como ejemplo de adaptación humana al medioambiente, y el resultado es Las viejas sendas

Después de atender a las montañas y a la naturaleza virgen, Macfarlane decidió ahondar en el «civilizado» espacio de los caminos.

—Ahí ya fue más fácil seguirle—, dice el águila.

Cañadas, veredas, vaguadas, trochas, quebradas… «nos enseñan una lección de humildad —escribe Macfarlane— pues son producto de la perserverancia en lugar de creaciones inmediatas. Holladas por el hombre y surcadas por las ruedas de los carros, ofrecen una crónica de viajes al mercado, al mar o a los lugares de culto».

Recuerdo las frases de Macfarlane sobre «la erótica del paisaje»: «Mi aliento lanzaba flechas al aire»; «el aire olía a minerales y escarcha»

Los caminos están llenos de signos, de rastros que contienen relatos, de manera que se pone a recorrerlos tomando apuntes al natural para ofrecer un libro que contraría los vientos modernos: en lugar de auparse al púlpito de las teorías y ofrecer una «respuesta» tras otra, se limita a describir la realidad de esos lugares para invitarnos a pensar en ellos. Y, promoviendo el pensamiento, nos devuelve a la raíz de las preguntas. Un gesto primordial si queremos empezar a cambiar algo.

—Aún no has dicho por qué lo buscas—, insiste el pájaro.

—Es una excusa para caminar un poco—, miento.

«Cualquier excursión está solo a un paso de convertirse en historia», dice Macfarlane al inaugurar sus incursiones por sendas de Inglaterra, Escocia y alguna extranjera.

—¿Y qué aprendiste siguiéndole por los caminos?—, pregunto yo ahora.

El águila abre un poco las alas, las vuelve a plegar.

—La tendencia a la depresión de los caminantes de larga distancia; el desprecio que durante siglos recibieron los caminos oceánicos; o cómo los mosquitos son un imbatible estímulo para caminar sin parar. Pero lo que más me gustó fue percibir cómo afectan esos caminos al interior de las personas, porque Macfarlane aborda los aspectos físicos y espirituales tanto del caminante como, si esto es posible, del camino.

En lugar de auparse al púlpito de las teorías y ofrecer una «respuesta» tras otra, Macfarlane se limita a describir la realidad de esos lugares para invitarnos a pensar en ellos

Estoy de acuerdo. Y es que su literatura atribuye cualidades humanas al paisaje, sin que esto parezca raro. Le fascina comprobar hasta qué punto las personas se reconocen a sí mismas a través de los paisajes. Siempre, todo, alumbrado por esa creatividad lingüística que habla de «reverberaciones bovinas», del «origami sobrenatural» que proponen algunos bosques o del «brutalismo geológico» que gobierna el planeta. Expresiones de un imaginario naturalista apuntalado por una prosa sobriamente clásica que se hunde en las simas de la lengua, coherente con el universo que describe.

—¿En qué piensas?—, me pregunta el águila.

—En que este libro cojea donde otros no—, digo.

—¿Ah, sí? Yo es que solo le leo los fragmentos que pillo al vuelo.

—En la tercera parte, la ambición de encarar sendas lejanas le hace apartarse del territorio familiar para narrar tres incursiones exóticas: Palestina; el Camino de Santiago español; e India. Literariamente, sólo se le percibe algo cómodo en India. Las otras dos experiencias caen en el tono del coleccionismo costumbrista, rozando el tópico varias veces, quedándose en la estampa endeble.

Fuera de su espacio, Macfarlane desfallece. Se le ve impostado y hace pensar en peajes editoriales que podía haberse ahorrado.

—Y si lo encuentras, ¿se lo vas a decir?

—No creo. El libro es muy recomendable aunque evidencie un cierto agotamiento del autor.

Al águila le evito mi impresión de que, en algunos tramos, Macfarlane reitera ideas trabajadas en anteriores obras, a veces se apoya en recursos trillados, y hay párrafos ausentes de sustancia y motivación.

—Da la sensación —concreto— de que las islas británicas han sido un filón espléndido para desplegar su genio pero del que, de momento, no puede extraer mucho más. Por eso, ahora se abre la duda sobre cómo se regenerará el artista.

—El otro día, mientras esperaba a que saliera una liebre de su madriguera, oí comentar a dos topos que habían visto a un tipo recorriendo galerías subterráneas. No me extrañaría que se tratara de él. Aunque, si me encontrara en su lugar, yo me tomaría una especie de descanso invernal.

Y de nuevo estamos de acuerdo. Un reposo que le permita recobrar la magia y, con ella, un nuevo objetivo desde el que pueda regalarnos volúmenes tan brillantes como los que hasta hoy ha firmado. Ser un todoterreno naturalista del siglo XXI debería incluir etapas de reciclaje. La expectación por saber cuál será el siguiente paso del gran Macfarlane es total.


Imagen de cabecera, Biodiversity Heritage Library