«El yunque y el martillo es el descanso del herrero», dice Pepe, el de las navajas —los ojos pillos y los labios mínimos de los que sonríen primero con la mirada y después con la boca—. Puesto que entiende su trabajo como un descanso podría decirse que, con noventa y dos años, no ha dejado de trabajar o que no ha trabajado nunca. Lo mismo sería. 

Pepe, el herrero, Pepe, el de las navajas, Pepe de Valdespino, José Ares Blas, acaba de llegar a la fragua, un cubículo oscuro como boca de lobo. Ni siquiera centellea todavía un tímido fuego al fondo. Huele a polvo viejo. Ha colgado una garrota de madera en la pared, junto a la puerta, porque, en realidad, no la necesita. El bastón esboza la imagen mustia de los objetos que no sirven para nada.

Pepe, el herrero, Pepe, el de las navajas, Pepe de Valdespino, José Ares Blas, acaba de llegar a la fragua, un cubículo oscuro como boca de lobo.

Pepe, el de las navajas, se coloca un viejo mandil de cuero y me analiza con la mirada picaresca del que no oye. «Me voy a poner el aparato porque no te oigo y me voy a llevar el sombrero al huerto, que está feo», dice con una sonrisa mientras amusga los ojos. Se coloca el audífono como si se atornillara el oído y, tras el estridente pitido del aparato en movimiento, me mira con los ojos más confiados, con esa expresión que marca el inicio de algo. «Todo lo que ves lo hago yo: hierro, madera, fuego y a la lumbre. Voy a encenderlo, que lo veas», me dice con un acento casi gallego que él también reconoce y asocia con la proximidad. Estamos en Valdespino de Somoza, la Maragatería, León.

Puesto que entiende su trabajo como un descanso podría decirse que no ha dejado de trabajar o que no ha trabajado nunca

Lo que veo es un pequeño local oscuro en el que la bombilla cumple su función a duras penas. Una ventana azul da paso a una luz gris, húmeda, casi llovediza. Bajo la ventana se extienden pedazos de hierro puntiagudos, mangos de madera a medio trabajar. Hay un banco deformado por setenta años de golpes, un yunque que espera el ritual diario, un fulgor naranja que comienza a arder. Hay cucharas de madera, tenazas, llaves, llamadores, un badil. Hay cortafríos —pequeños, para que no campaneen al darles martillazos; para no golpearse los dedos—, punteros e infinidad de herramientas perfectamente dispuestas, siempre a mano. Hay un enorme fuelle que acumula polvo junto a la fragua.

—Cuando limpie esto y le ponga los ejes, seco una hoja para hacer una navaja. Si quieres que la hagamos, la hacemos. A ver si me entiendes.

Pepe comienza a trabajar en silencio. Vigila la fragua como si aún no pudiera escuchar nada que no fuera el crepitar del fuego. Se mueve de un lado a otro ensimismado y se ha quitado la sonrisa después de soltar la gorra. Su trabajo requiere solemnidad. Al menos al principio. De un cubo con agua extrae una hoja de metal, la aproxima a la fragua y, sumido en su mutismo, sigue trabajando durante más de diez minutos. El inicio de su jornada es litúrgico y no le quiero molestar hasta que decida romper el silencio a martillazos.

Trabajo de semidioses

Los herreros siempre se parecieron a los dioses y la forja tiene mucho de liturgia. La sacralidad del hierro, del martillo, del yunque y del herrero que han compartido diversas culturas a lo largo de la historia podría remontarse a los mitos que encuentran el origen de la humanidad en las piedras y que, a su vez, guardan una estrecha relación con el cielo. Si en Australia se creía que el cielo era una bóveda de piedra de la que a veces caían pedazos negruzcos, cuenta Mircea Eliade en Herreros y alquimistas que «cuando Cortés preguntó a los jefes aztecas de dónde sacaban sus cuchillos, estos le mostraron el cielo». La piedra como origen de la humanidad es un mito que llegó hasta el Antiguo Testamento.

La encaja y la gira y la vuelve a girar y la sigue girando con entusiasmo y desenfreno.

Thor no es el único dios con martillo. La mitología universal está repleta de dioses herreros, de semidioses herreros, de héroes forjadores que provocan rayos con sus martillos. Mucho más cerca de Valdespino de Somoza, donde vive Pepe, el de las navajas, la forja tuvo su propia mitología. En Los pueblos de España I, Julio Caro Baroja explica que «aún en la época romana, la Celtiberia era país donde las fraguas tenían fama especial», y se refiere a un dios nocturno que, martillo en mano, respondía al nombre de «el que golpea bien».

Los herreros fueron bajando del pedestal de los semidioses, pero se les siguió admirando a niveles más pedestres. La fama del herrero del pueblo siempre fue la del hombre bronco, fuerte y colosal. En El camino todavía puede encontrarse una reminiscencia del herrero heroico en la figura de Paco, el herrero, al que Miguel Delibes describió como alguien cuyo aspecto era «salvaje y duro de dios primitivo».

La mitología universal está repleta de dioses herreros, de semidioses herreros, de héroes forjadores que provocan rayos con sus martillos

Pepe, el de las navajas, es en cambio un hombre menudo al que los años han ido reduciendo como él lo ha hecho con el hierro todo este tiempo. Su tío empezó a enseñarle el oficio cuando Pepe tenía catorce años y todavía, con noventa y dos, casi noventa y tres años, no ha dejado de dar martillazos. «Bah, aquí, de toda la vida», dice.

—Sí, me gustaba, claro —expresa con entusiasmo—. Si no, no habría aprendido. Yo empecé al salirme del colegio. Mi tío tenía cuatro chicas, pero no tenía varón ninguno el tío mío.

—Y le tocó al sobrino continuar…

—Eso es. Mi abuelo y mi tatarabuelo eran herreros: ya venía de raza. Ahora morirá todo. Mira este cuchillo, es de punta roma. Lo hice así porque es más guapo.

Para Pepe, sus navajas y cuchillos son como bebés: son guapos y los arropa con esmero y cariño. «Como hay que cuidar las cosas», esclarece.

—No va a dejar de trabajar nunca, ¿no?

—Yo de trabajar dejaré cuando no pueda ya más —dice tras parar el rítmico repique del martillo sobre el yunque—. Ya te dije: en vez de hacer dos, haré una. Estoy aquí muy bien y estoy entretenido.

Su hermano pequeño, que ya murió, también era herrero, aunque él sí se adaptó a los nuevos tiempos y mecanizó su trabajo. Pepe, que mantiene esta fragua desde 1948, siguió trabajando a martillo y a puntero y tardó veinte años en instalar la ventilación, el taladro y el esmeril. Hasta entonces, siguió trabajando como lo hicieron su tío, su abuelo, su bisabuelo y su tatarabuelo. La forja del hierro es un conocimiento que pasa de padres a hijos porque hace siglos estaba lleno de secretos que sólo compartían personajes heroicos. El herrero de la antigüedad remataba un trabajo que la naturaleza dejaba inconcluso. Al forjar el metal, el herrero no sólo terminaba ese proceso, también lo aceleraba. Por eso se convirtieron en titanes capaces de alterar el tiempo.

Pepe nunca se ha dado un martillazo lo bastante fuerte como para no ir a la fragua.
«Lo que tengo aquí son navajas y cosas que hago yo. Y alguna cuchara de madera. Y cubiertos. Cada uno deja nacer de donde se apareció».

Pepe nunca ha dejado de trabajar; nunca se ha dado un martillazo lo bastante fuerte como para no ir a la fragua. Una vez se golpeó con tal vehemencia que aún recuerda con cierto orgullo cómo se curó.

—Una vez, este dedo —señala el índice—, de un martillazo lo desarmé. Estaba herrando, marchó un martillo de esos pequeños de herrar y me di golpe. ¿Sabes con qué lo curé? Con aguarrás y un paño —se ríe—. Tenía a lo mejor ocho días o diez, pero yo no dejé de venir a trabajar. Y esta es la caja de los ahorros que tengo…

—Pero hombre, eso no me lo diga.

—Lo que tengo aquí son navajas y cosas que hago yo. Y alguna cuchara de madera. Y cubiertos. Cada uno deja nacer de donde se apareció.

Hay dos tipos de forjadores: está el herrero y está el herrador. Pepe ha sido de los dos. Entre rejas y navajas también hay callos de vaca, que son como herraduras que van en cada pezuña. Durante años compaginó el trabajo en la fragua con la ganadería. «Vivíamos con las ovejas, cuando los rapaces eran ya de diez años y tenían que ir al colegio. Ahora eso ya se acabó».

Sus hijos no son herreros y Pepe se sabe el último de su estirpe. Si llega a vivir unos diez años más, lo cual no descarta ni duda, le gustaría enseñar el oficio a sus bisnietos —hoy demasiado pequeños— si es que les llega a interesar.

Pepe, el de las navajas, es un hombre menudo al que los años han ido reduciendo como él lo ha hecho con el hierro todo este tiempo.

La hoja de la navaja ya está casi lista. Tras pasar varias veces por la fragua y el yunque, ha ido tomando la forma deseada, esa delgadez uniforme tan propia de una navaja, con las mínimas variaciones de la artesanía. Mientras busca el martillo que culmina con un sello, Pepe introduce la hoja de la navaja en el cisco para que el hierro no se endurezca de golpe. «¿La ves caliente, no? Pues ahí la dejo».

Pepe, el de las navajas, extrae uno de los mangos que cuelgan de una pared pedregosa. «Espera, que le doy la vuelta pa que se vea». Al borde del hierro hay unas letras grabadas: ONIPSEDLAV. Es su sello: Valdespino. Lo único que le importa que permanezca es el nombre de su pueblo, por eso le ofende que hablaran de él en un libro y no le llamaran Pepe de Valdespino; que no mencionaran su origen. Eso aún le duele.

Él hace sus propias herramientas. «Aquí sólo estamos mis manos y yo», aclara. Pepe es uno de los últimos forjadores de la región que él llama país. «¿Sabes lo que es el país? Maragatería», me dice.

—En toda Maragatería no sé si habrá alguno más que yo. Y la mitad que haya por ahí no saben nada, a lo mejor. Valdespino tiene lo menos cuatro barrios, este es Fontanal. Mucha gente no somos. Somos 35 vecinos en pleno invierno. Cuando me casé habría unos setenta vecinos, entre todo el pueblo.

Los recuerdos de Pepe discurren alrededor de su boda como si el acontecimiento marcara una era: antes y después de casarse. Aun así, no tiene muy claro cuándo fue aquello, supone que en el año 50, que tenía 29 años, pero lo demás lo recuerda con todo detalle.

—Fue muy bonito aquello. A mí, ya siempre me gustaba bailar mucho, toda mi vida bailé mucho. Venían los mozos con el tamboril, las castañuelas, echaban la ronda y todo, por todo el pueblo. Después los convidabas. Menuda juerga tuvimos con los mozos. Mi mujer es bien maja. Tiene 87 años, pero es guapa, mi mujer, ¿eh? Muy salerosa. Si estuviera, ya verías.

Se acerca a un rincón bajo el fuelle, extrae una caja de zapatos vieja con signos de haberse mojado antaño. La tiene amarrada con una cuerda de plástico, de esas que tenían las persianas antiguas. Con la ayuda de unos alicates, deshace el nudo. Entre papeles de periódico, guarda su gran tesoro: una cerradura antigua.

—Hecho todo a mano. Todo de una pieza. Está sin terminar, pero se puede acoplar a lo que haga falta. Mira las llaves, pa’ que saques una fotografía.

Pepe suelta la cerradura y con una ligereza impropia de su edad, se acerca a la cadena del fuelle y comienza a tirar de ella. Lo hace repetidas veces, hasta que logra avivar el fuego y vuelve a recoger la hoja de la navaja, la coloca sobre el yunque, le va dando forma con el martillo con una sonoridad acompasada hasta que el rojo blanco se difumina. Golpe sobre la hoja, vuelta, golpe sobre el yunque, golpe sobre la hoja, vuelta, golpe sobre el yunque. El golpe sobre el yunque es doble y, el segundo es como un eco, como un descanso, como una rémora o un exceso de fuerza que se queda fuera de la hoja y tiene que ir a parar a algún sitio. Hace música con el yunque y el martillo y se lo digo. «Claro. Tiene que ser así. El oficio tiene que ser así», responde.

Con la ayuda de unos alicates, deshace el nudo. Entre papeles de periódico, guarda su gran tesoro: una cerradura antigua forjada, toda de una sola pieza

De la caja extrae un paquete de hojas de periódico, lo va abriendo poco a poco, con extrema delicadeza. «La tengo envuelta como un niño, como hay que tratar las cosas. Mírala». Lo que muestra es una cerradura antigua e inacabada que difícilmente alguien comprará.

—Aquí está la llave —la muestra orgulloso como el niño que comparte con otro la localización de su tesoro y se ríe mientras la encaja y la gira y la vuelve a girar y la sigue girando con entusiasmo y desenfreno—. ¡Ahora!

Se acerca a la puerta y muestra dónde iría colocada la niña de sus ojos, ahí, remachada con unos tornillos o unos clavos. «Cuatro tornillos a la medida de los ojeros compras. El que quiera tornillos que los compre, que están en la ferretería», dice.

Al borde del hierro hay unas letras grabadas: ONIPSEDLAV. Es su sello: Valdespino. Lo único que le importa que permanezca es el nombre de su pueblo.

Hasta hace unos años, Pepe iba a cuatro mercadillos, pero algunos de ellos han ido desapareciendo paulatinamente. Ahora sólo va al de Astorga.

Desde Valdespino de Somoza hasta Astorga va todos los martes cargado de navajas hechas a mano que vende en un pequeño puesto en la plaza. Pero ayer fue un martes distinto porque en Astorga llovió. Llovió tanto que tuve que buscarle entre los puestos más resistentes a intervalos para no encontrarle después de varios intentos. Todos los vendedores ambulantes se habían puesto de acuerdo para no recordar al anciano del puesto más pequeño, el más veterano del mercadillo: Pepe de Valdespino, como a él le gusta que le llamen. Y, como fue un martes distinto, tuve que llegar hasta su fragua para descubrirle arrancándose ya el mandil y advirtiéndome: «Aquí te esperaré con la fragua encendida. Pero si vienes mañana, me tienes que comprar navajas».

También para vender navajas acude cada año a una romería que tiene lugar en octubre. Es el día que más navajas vende en todo el año y para entonces que prepara existencias durante meses. Una vez llegó a vender ochenta navajas en esa romería, pero como ve que la cosa ya no es lo que era, esta vez ha preparado alrededor de cuarenta.

—Ahora vienen otros quinquilleros de la hostia, a ver si me entiendes. Ahora a los artesanos nos ponen a un lado del país. Tú vas allí y compras si quieres. Tengo las navajas reservadas para ese día en casa. Si se pueden vender, pues se venden, que hago otras. Ahora tengo que arreglarlas: darles barniz.

Pepe cuece los mangos. Los mantiene en agua durante años y después los seca con serrín. El último paso, antes de barnizar, es pulir con un pedazo de piel de becerro. Frota con delicadeza y dice: «Mírala, quedó como una lanceta».

—Ahora muchas no, pero cuatro navajas sí hago al día. Cuando era joven hacía diez. Se lo hago con forma de pata de cabra, que es el típico de Maragatería. Trae pa’ acá aquellos alicates. Aquí tengo las navajas. Mira esta, ¿a que está buena? Mira, esta está pa’ afeitarse. Hombre, no afeitan, pero pa’ afeitar hay que afilarlas bien. Que tiene buen corte, quiero decir. Mira qué guapa es. Las tengo que abrir con alicates porque están recias. Esta es la matorranga pa’ abrirlas; se aflojan. Tengo que dejarlas que estén recias porque si no las voy a afilar y se cierran y me corto. Ligeras ya se pondrán ellas, y más de la cuenta. Que habrá mucho viñedo en tu país, pues mira esta: pa’ vendimiar. Yo sin navaja no como nada.

A la gente como Pepe, el de las navajas, el tocino que no sabe a herrumbre tenue no le parece sustento.

—Como un cacho tocino y un chorizo con la navaja y un cuartillo de vino. El tocino encima el pan: rojo. Bebo el vino por un barril de barro. Ya lo hacía mi padre, y yo pues lo mismo que mi padre. Cosa que me gusta. Tiene una boca pequeña el barril que no entra este dedo. Igual que un botijo, redondo, con dos asas. Arriba, en la cabeza, el agujero—. Y cuando termina de dar la explicación, iza los brazos, alicates en mano, hacia el techo de la fragua y finge un gesto como si estuviera bebiendo vino.

A Pepe le alegra que su buena salud le permita seguir comiendo de todo y le garantice la fuerza necesaria en su oficio. Dice que sólo toma «una pastillita pequeña» para controlar los niveles de tensión arterial en su sitio. «Que no me hace falta, pero bueno», matiza. «Que eso no son todos tampoco, ¿eh? Sácame una fotografía aquí», dice, con la sonrisa ya preparada.

Desde los catorce años Pepe todavía, con noventa y dos, casi noventa y tres años, no ha dejado de dar martillazos.

—Bueno, y no hemos terminado de hacer la broma esta. Espera un poco. Ya que estamos aquí y hemos hablado mucho tiempo, voy a hacer un mango con esta azuela, que tengo aquí una rama de encina del país —cuando habla, con las piernas abiertas alrededor del banco, se aprieta un dedo con los alicates—. Si lo quieres ver, hay que labrarlo con azuela. ¿Quieres o no? Bah, que el tiempo lo da Dios de balde. Dice el cuento eso.

Desbasta el mango en silencio. Vuelve a sentarse sobre el banco y le da forma con la herramienta que él mismo ha hecho. Caen las virutas, se doblan como queso rallado al paso de la azuela.

—Mira qué palo más limpio. Cuando vayas a tu pueblo, se lo enseñas a tu padre. Si alguna vez venís por aquí… Bueno, a lo mejor ya he marchado para la otra banda, porque la vida es así. Decimos los maragatos que ya se tiene la cebada roída. ¿Sabes cómo es? Un burro viejo, a ver si me entiendes, se muere y dices: «ya tenía la cebada roída». Es un cuento, pero es una cosa verdadera.