Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) viaja a Hambre, el tercer país más poblado de la tierra. Si tuviera una bandera en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, nadie —tampoco el cronista argentino— se atreve a especular sobre cómo sería su escudo: ¿Una espiga? ¿Un kalashnikov? ¿Una vaca? ¿Dos vacas?
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«Nada me impresionó más que entender que la pobreza más cruel, la más extrema, es la que te roba también la posibilidad de pensarte distinto. La que te deja sin horizontes, sin siquiera deseos: condenado a lo mismo inevitable.»
Está claro, eso sí, que si Hambre tuviera himno, en él no habría versos que evocaran la llegada de ningún jour de gloire porque para sus habitantes el futuro es una entelequia, todos los días son iguales y nada gloriosos: el único verbo que se pueden dar el lujo de conjugar es sobrevivir.
«El hambre, es obvio, no está repartida en uno de cada nueve habitantes del planeta; está perfectamente concentrada en los países más pobres, lo que el burocratés llama “países en vías de desarrollo” por no llamar países en la vía: el OtroMundo.»
Níger, India, Argentina, Chicago, España. Hambre es una tierra situada en los basurales de la humanidad, en el «OtroMundo» de un mundo que se deshilacha por los polos allí, justo allí, donde, desparecido el segundo mundo, aún existe algo más allá del tercero. Hambre es un lugar donde la carne es un «alarde bestia de poder».
«…la pobreza más cruel, la más extrema, es la que te roba también la posibilidad de pensarte distinto.»
Como las cifras del censo de habitantes de Hambre son tan terribles como difusas (entre 900 y 1.000 millones de personas) Caparrós las maneja, pero no se pierde en ellas. Son demasiado frías, o sea, irrelevantes; o sea, contradictorias y desconcertantes; o sea, numerología barata de programa contable manejado por cualquier Bartleby que hablando en esa nueva no-lengua global, el burocratés, y, aunque «prefería no hacerlo», acaba haciendo todo lo que le piden.
«Uno de los primeros trucos de manual es hablar —si acaso, cuando no queda más remedio— de un hambre impersonal, casi abstracta, un sujeto en sí mismo: el hambre. Luchas contra el hambre. Reducir el hambre. El flagelo del hambre. Pero el hambre no existe fuera de las personas que la sufren. El tema no es el hambre; son esas personas.»
Caparrós habla con los habitantes de Hambre, conocidos con el gentilicio de «hambrientos». Tienen nombre. Tienen, incluso, apellidos y, sobre todo, historias que contar. Son vendedores de salchichas casi caducadas y rescatadas (sic) del vertedero bonaerense, obesos hambrientos de hood gringo, comedores diarios de bolas de mijo en la llanura nigerina o pobladores de las riberas de cualquier lodazal de mierda en cualquier arrabal de un Bombay con demasiado karma. A todos estos seres humanos, allí, en los territorios de Hambre, «no les pasa nada que no pase todo el tiempo», pero para Caparrós lo difícil de su viaje a un lugar como ese ha sido transmitir «la escala, la dimensión, hacer entender» lo que allí sucede.
«He andado por el mundo y cada vez me desespera más. Pero cada vez creo más en la desesperación o la desesperanza.»
En Hambre hay protestas por los precios de la comida. Dakar, Douala, Dacca, DF. Todas empiezan por «d». También quejas por los costes del arroz, el pan, las tortillas, las limas y el humilde mijo.
«El hambre mata más personas cada año —cada día— que el sida, la tuberculosis y la malaria juntos, y no existe. El hambre no participa del misterio, las sombras insondables, lo inmanejable de la enfermedad: la impotencia frente a lo incomprensible. El hambre se entiende demasiado, aunque no exista: es un invento del hombre, nuestro invento.»
En Hambre también se habla mucho de semillas, patentes, bonos, inversiones, bioingeniería, compras de tierras, etanol, soja, precios por los suelos, subvenciones europeas, Monsanto, insecticidas.
«La mejor hipótesis para los países ricos es que los sobrantes del OtroMundo sobrevivan por sí mismos. Que cuiden sus cebúes, que planten sus huertitas. (…) Después están las hipótesis peores: que se vayan a importunar a las ciudades, que se junten y se insubordinen. Son, está claro, una molestia: un peso muerto.»
¿Un sistema capitalista tramposo y perverso y destructivo? No. El sistema es así. Lleva mucho tiempo siendo así, pero ahora se ha hecho más «canalla». En ese Hambre que visita Caparrós no hay nada nuevo. Nada que no se dijera también en aquel París pre-revolucionario donde los nobles de la corte reían: «Si no pueden comer pan, que coman brioches». Se sigue pidiendo «paz y pan», como aquella Rusia que caminaba hacia el palacio de invierno.
«Nada ha influido más en la historia de la humanidad. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado más gente. Todavía, ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan inevitable como el hambre.»
¿Por qué tenemos «hambre de gloria» y sólo «sed de justicia»?
Lean El hambre de Martín Caparrós.
«El problema no es el cambio de paradigma productivo. El problema es quién se beneficia de él.»
Trazos de un libro mayúsculo
Dice su amigo Juan Villoro —el gran maestro mexicano de la crónica y el aforismo— que para ejercer este trabajo lo más importante es «meterte donde no debes y contar lo que quiere ser contado». Martín Caparrós lo ha conseguido.
El Hambre es un libro labrado durante años. Reconoce que lo «tenía muy pensado». Sigue la estela y el magnífico trabajo desarrollado en Contra el cambio. O sea, es un panfleto, un libelo, un ensayo histórico y una crónica periodística. Es, además, un magnífico trabajo literario de 620 páginas (con un «sinfín» que, a modo de adenda, Caparrós escribe el pasado 7 de noviembre en Barcelona) que recorre slums, arrabales o, como prefiere el autor, «villasmiseria».
Hambre relatada por un cronista que, capítulo tras capítulo, nos demuestra su formación de historiador, su finezza como ensayista, su rigor en el manejo y la conexión de las ideas y los datos, su gran talento como narrador.
Denuncia y compromiso. Son palabras que definen —incomodan, pero ya no asustan— al viajero Caparrós. Gracias a él releemos la «humilde propuesta» que Jonathan Swift planteó, a modo de sátira, para acabar con el hambre en Irlanda. Caparrós, con Swift, escritores «denunciando» el hambre.
También atacando la geopolítica de la ayuda al hambriento. Destrozando el modelo católico de la madre Teresa, la señorita Agnés, la buena albanesa universal. Atacando al Papa «Paco», el jesuita peronista. Criticando también, aunque menos (al fin del día convive con ellos en muchas situaciones) el modelo MSF, los buenos universales. Esos jóvenes entregados, levemente culposos, misioneros sin Dios que actúan también por compromiso y egoísmo. No quieren cambiar el mundo. Son perfectos: no tienen proyecto en una época sin proyectos; se dedican con gran esfuerzo a salvar vidas y son fundamentales en el mantenimiento del statu quo.
Caparrós realiza un análisis certero y muy bien documentado de los mecanismos y la historia del hambre, también de la «lógica perversa de la dádiva» y del protocolo global y/o humanitario de la «ayuda». No olvidemos nunca que la mano que da de comer siempre está por encima de la mano que recibe el plato.
En El Hambre, denuncia y compromiso son palabras que definen —incomodan, pero ya no asustan— al viajero Caparrós
El cronista se hace preguntas. Nos hace preguntas. Y no son nada retóricas: ¿Cómo persiste el hambre si producimos más comida que nunca? ¿Por qué hay hambre si los europeos tiran casi la mitad de la comida que compran cada día?
Caparrós, otrora director de una revista de vinos y alimentación, también enfrenta hambre vs gastronomía, ese «nuevo rock and roll» del que habla Ferran Adrià. Confronta clichés con sus reflexiones sobre obesos hambrientos y, como «hambre» es una palabra que genera problemas de vocabulario, incorpora en el libro un completo diccionario de «burocratés», ese extraño lenguaje del hambre en los despachos con el que se construyen expresiones falsas, pero de curso legal, como «inseguridad alimentaria» o «ayuda humanitaria».
¿Escribir del hambre es aprovecharse del hambre? Caparrós comparte sus dudas, muchas, con los lectores, pero no se deja atrapar por el «efecto Sebastião Salgado». No hay aquí ninguna estetización de la miseria al atardecer y con buena luz: solo hay gran literatura. ¿Un ejemplo? Los textos sobre la India. Calcuta, Bombay, las vacas, la farsa del karma, la tortura de una religión «canalla» que, como todas, aborrega, pero que lo hace con un éxito superlativo ¿La mayor democracia del planeta es la mayor masa de hambrientos del planeta? Todo muy contradictorio, muy paradójico, muy humano.
Algunos somos tan privilegiados por no tener hambre que ni siquiera nos damos cuenta de ello. Dice Caparrós que construir preocupación es solo «un primer paso». ¿Cual será el siguiente? En el texto descubrimos lo que ya sabíamos —aunque no queríamos verlo—: que el hambre no es hoy, cuando se producen más alimentos que nunca, ningún problema ecológico, ni tampoco agrícola. Es mucho más sencillo: un simple problema político.
Para evitar el cinismo…
«Quiero aprender pero no entiendo». Es la confesión personal de un cronista mayúsculo que no puede explicar lo que sucede, que mira al fondo del precipicio mientras se pregunta con honestidad frente a nosotros: ¿Cómo escribir sobre algo que nunca podrás sentir? ¿Cómo narrar algo que nunca vivirás? ¿Cómo carajos?
Decir que el libro es una maravilla sería una falta de respeto para todos los seres humanos hambrientos que lo protagonizan. Eso sí, El Hambre es un prodigio de crónica periodística convertida en gran literatura que nos recuerda que «hay discursos que son un gran tarro de mierda».
—¿Cómo carajos consigues seguir después de viajar al país de Hambre?
(Caparrós duda. Sus respuestas no le satisfacen.)
—¿Los cínicos no sirven para este oficio?
(Caparrós escribe: «Para evitar el cinismo, no miramos». Caparrós silba…)
Vean el vídeo de la entrevista y silben con él aquella maravillosa melodía dedicada a un traficante de antibióticos caducados.