Lo que los asustaba era la mosca. Íbamos por caminos imposibles, cruzábamos ríos y páramos y búfalos y bosques donde no entraba el sol pero todo su terror era la mosca.
—¡Cuidado, hay que sacarla, hay que sacarla!
Cada vez que una se colaba en la camioneta, mi guía y traductora revoleaba los brazos cual molino; el chofer, un señor gordo y reposado, con más pudor hacía lo mismo. La mosca tsé-tsé contagia la enfermedad del sueño: en el norte de Uganda muchas vacas y personas se mueren de eso.
—¿Y no tienen miedo de los mosquitos, la malaria?
—Mosquitos hay tantos que no vale la pena ni tratar de pararlos. Y de la malaria nos curamos, nosotros.
Me dijo la señora. La frase era rara pero no pregunté; hacía calor, estaba cansado y no tenía ganas de escuchar la respuesta. Íbamos hacía Aru, un pueblo en la frontera entre Uganda, el Congo y Sur Sudán: un fin del mundo que, en los últimos treinta años, vio pasar refugiados y más refugiados de un país a otro, y al otro, y al tercero; uno o dos siempre estaban en guerra. Pero nosotros buscábamos otra historia: la de las paradojas del progreso. O como quiera que aquello se llamara.
Aru era un pueblo sin asfalto, su pensión de diez dólares donde la luz se cortaba a las once. Y yo debía contar el choque entre tradición y modernización, los esfuerzos que hacían las autoridades sanitarias de la zona para convencer a las mujeres de que fueran a parir a los nuevos centros de salud. Hace quince años, nueve de cada diez mujeres parían en sus casas, y una de cada cien moría en el intento. Ahora, la mitad pare en esos centros y la tasa de mortalidad también se partió al medio. Pero muchas se resisten y prefieren las viejas costumbres: hay casos sorprendentes en que la tarea más difícil de los gobiernos no es ofrecer los medios necesarios para vivir —un poquito— mejor, sino conseguir que las personas se decidan a usarlos.
—Igual nos faltan tantas cosas. Personal, equipamiento, medicinas…
Me dice ahora Eunice, la partera a cargo de la salita de Vurra, una aldea más chica todavía, más lejos todavía, a metros de Sudán. Eunice nació acá mismo pero vivió refugiada del otro lado varios años, cuando soldados de Idi Amín mataron a su padre y sus hermanos. Después volvió, fue a la escuela, se embarazó de su maestro, parió un chico, estudió enfermería; entonces un hombre del pueblo se prendó de ella y fue a pedírsela a su madre en matrimonio. Ofreció tres vacas y diez cabras; los viejos de la tribu dijeron que era poco, él arguyó que Eunice ya tenía un hijo; al final negociaron: él prometió que, cuando pudiera, traería más animales, los viejos aceptaron. Ella no lo quería pero tuvo que aceptar el dictamen de los viejos; lo dejó, años después, porque él no la dejaba trabajar —y fue un escándalo—.
Eunice sabía lo que quería y estaba dispuesta a conseguirlo. Ahora se ocupa de esta sala, y me habla del placer de traer un chico al mundo y de tantas cosas que faltan, remedios, instrumentos, que no tiene guantes de látex y cada madre debe traer los suyos —y muchas no pueden y ella debe trabajar a mano limpia. Me dice que los hombres se oponen a que sus mujeres vayan a verla y me cuenta la historia de una mujer que empezó su trabajo de parto y le pidió a su esposo que la llevara, pero él se fue a buscar una vaca perdida. La mujer pasó horas de dolor, sola, a los gritos, hasta que sus vecinos la escucharon. Se estaba desangrando; cuando por fin consiguieron una camioneta para llevarla al hospital ya era tarde. Entonces la autoridad regional sacó un decreto que obliga a los hombres a llevar a sus mujeres a la sala en cuanto empiezan las contracciones; los que no lo hacen tienen que pagar 5.000 shillings —más de dos dólares— de multa.
—¿Y ha habido muchas multas?
—Bastantes, pero casi nunca las pagan. Usted sabe, son amigos o parientes de los que deberían cobrarlas…
La sala son tres cuartos muy limpios, una camilla o dos en cada uno, posters educativos, lamparitas desnudas, un par de armarios con remedios y tres docenas de mujeres esperando afuera, a la sombra de un mango. Yo pienso una vez más en la injusticia, en nuestra salud y la de ellas, y me sacudo más mosquitos. Eunice me ve y me dice que la malaria es un problema, que con remedios apropiados se podría curar fácil pero que les mandan pocas dosis entonces los enfermos toman menos que lo necesario y el parásito se vuelve resistente —y mueren muchos que deberían salvarse—. Yo me indigno, pienso en las diversas formas del asesinato pero no puedo imaginar, ni por asomo, que unos días más tarde, ya en Madrid, voy a empezar a sudar como un cochino, cuarenta grados cinco, el cuerpo hecho un harapo, la cabeza explotando, y un médico asombrado me va a decir pero cómo puede ser que se haya pescado una malaria.
—¿De verdad quiere que le cuente?