Publicamos un fragmento de uno de los capítulos de La Invención del viaje, el libro de la estudiosa del periodismo y la literatura Juliana González-Rivera editado por Alianza Editorial.

 

Si usted no se ha movido nunca de su casa, alguien le contará del mundo. Quiénes son los masái, qué clima hace en Shanghái a mediados de abril, de qué color es el cielo del Cairo, cuál es el desayuno preferido de los suecos, lo fascinantes que son las montañas de la bahía de Halong al amanecer y lo enigmáticas que pueden ser las nubes a las tres de la tarde cuando empieza a llover sobre los Andes. Pero puede que usted haya viajado un poco. Aun así, serán otros los que le expliquen cómo son esos paisajes que no conoce y que quizá no vea nunca. Incluso si es un trotamundos, de esos que viven con la maleta siempre a medio hacer, serán quienes pasaron antes por los lugares que visita los que le cuenten historias de ese escenario en otro tiempo y circunstancias.

Quienes cuentan el mundo son los viajeros. Ellos han escrito el mapa de las cosmovisiones de todas las épocas, sus relatos han hecho imaginar desiertos, mundos helados, imperios y tierras prometidas. Ellos son culpables, por ejemplo, de la idea que en Occidente tenemos de la India, ese territorio tan real como mítico que imaginamos así desde que un navegante griego, seis siglos antes de Cristo, escribió sobre ella un relato poblado por grifos, unicornios, seres de un solo pie y un solo ojo. También fueron, en buena parte, responsables de la «Leyenda Negra» española en la Europa del Romanticismo, edificada en los tiempos de la Armada Invencible de Felipe II y luego reforzada por libros de viaje que repetían, uno tras otro, la imagen de país exótico de bandidos, mujeres fatales, corridas de toros y leyendas de moros y gitanos.

Son culpables de la idea que en Occidente tenemos de la India, ese territorio tan real como mítico que imaginamos poblado por grifos, unicornios, seres de un solo pie y un solo ojo

El mundo ha cambiado mucho desde Heródoto, pero todavía leemos relatos que nos hablan de los mismos paisajes que el griego describió en los nueve tomos de su Historia. Desde que el primer hombre se alejó de la tribu y regresó para contar lo que había al otro lado de la pradera, cada lugar se ha narrado cientos de veces y tiene tantas versiones como ojos lo han visto. Y hay tantos viajes como viajeros y teóricos. Pero son ellos los que nos han hecho creer en la utopía de un mundo abarcable, legible, que se puede resumir en unos miles de páginas. Y por eso La invención del viaje trata de esa quimera entre otras cosas, un mapa imposible, una aproximación a un todo que, por definición, no puede ser cartografiado. Sin embargo, he hecho el intento. Ahí empieza este viaje. Aunque, en realidad, fue mucho antes.

Se trata entonces de una elección. El viaje es una vida elegida en la que el único modelo a seguir es el de ser libre. Se trata de conquistar una mirada propia y de renunciar a los simulacros. Pero eso implica muchas renuncias: se descarta la posibilidad de un domicilio fijo, de una vida al uso. Ya no habrá banderas para envolverse ni identidades únicas a las que aferrarse. Y se aprende muy rápidamente, por una especie de desarraigo crónico, que deja de existir la posibilidad de sentirse en casa en un único lugar. No hay regreso, no hay llegada. Viaja sólo quien sabe irse, como explicó en un verso Pedro Sorela. El único equipaje es la vida y los sueños. Y en esa ruta hay peligros, permanente transformación. No hay forma de salir ileso de la lucha contra las fronteras, de la suerte de ver el mundo, del encuentro con los Otros. El viaje es una huella. El viaje es una herida. Y un trasegar que sucede en medio de una gran soledad.

Pero eso implica muchas renuncias: se descarta la posibilidad de un domicilio fijo, de una vida al uso. Ya no habrá banderas para envolverse ni identidades únicas a las que aferrarse

Pero los viajeros están dispuestos a pagar el precio. Se enamoran de su condición y de su lugar en la periferia. Son conscientes de su suerte, de la maravilla que contemplan. Se saben privilegiados de ser actores de su propio espectáculo, de inventar su guion, decidir los escenarios y hacer de sí mismos el personaje que más les interesa. Es así como se ponen en camino y comienzan a escribir con su propio cuerpo, siguiendo la máxima de Stendhal, y aspiran a hacer con todo ello una obra de arte, a vivir en la literatura, en la imaginación, en la poesía. Y el viaje es su forma de respiración.

Por eso no hay más ruta que la nuestra, como dijo Siqueiros. Esa ruta empieza mucho antes de salir al camino y una vez en marcha existe, también, la tentación de detenerse. Como ese personaje del cuento de Mrozek que llega a un hotel en el que sólo pueden hospedarse viajeros que no viajan más y él piensa por un momento en quedarse. O la alegoría de Murakami en After dark, en la que tres hermanos escalan una montaña para elegir desde qué punto contemplarán el mundo. Sólo uno llega a la cima. Los otros se contentan con ver un trozo del paisaje.

Los viajeros se saben privilegiados de ser actores de su propio espectáculo, de inventar su guion, decidir los escenarios y hacer de sí mismos el personaje que más les interesa

Este libro es un viaje que comenzó hace muchos años en Medellín y me ha llevado a vivir en Madrid, Barcelona, Bogotá y Estocolmo, pasando por más de cuarenta países y cientos de pueblos y ciudades intermedias. Es una travesía que me ha confirmado que, como dice Rosi Braidotti, ser nómada no es no tener una casa, sino la capacidad de recrear tu casa en cualquier lugar. Este libro es una metáfora de mi propio viaje, de mi decisión de ponerme en camino. No salgo ilesa. No hay regreso de la aventura en la que se ha embarcado mi cabeza. Lo termino, también como un viaje, a sabiendas de que nunca puede realmente terminar: hay resúmenes, omisiones, citas, pausas, encuentros, elipsis, despedidas y muchos pendientes. Y es la alegoría de cómo el viajero muere muchas veces en la ruta. Hay muchos que dejan el barco, algunos sin despedirse—igual que en el gran viaje de la vida—. Pero no importa. Ellos también me enseñaron, y esa parte del camino fue, por su presencia, más llevadera.

Pero los que importan son los que están, y los que se quedan. Esos que nos ayudan a continuar en la ruta. Con los que dialogamos —el viaje es, al fin y al cabo, un sistema de diálogos—; aquellos que nos mantienen los ojos abiertos y su mano nos separa del suelo antes de resbalar. Ellos nos dan las bofetadas necesarias cuando el norte —o el sur— parece que se desvanecen. Son los que se quedan en puerto, aceptan con generosidad nuestras despedidas y esperan cada regreso. Saben que el viaje es búsqueda, pero nos acompañan sin preguntar qué es lo que estamos buscando. A ustedes, que saben quiénes son, infinitas gracias.

Lo termino, también como un viaje, a sabiendas de que nunca puede realmente terminar: hay resúmenes, omisiones, citas, pausas, encuentros, elipsis, despedidas y muchos pendientes

Yo he sentido de golpe el viaje no una, sino varias veces. Hace muchos años sobre el lomo de un caballo que galopaba a toda velocidad en una hacienda del Magdalena Medio colombiano. También en el avión que, a mis dieciocho años, me llevaba lejos de mis grandes amores porque yo lo había decidido así, en una especie de primera aspiración real a una vida en libertad. Y cómo no en una estación de policía en Alemania, un día infinito con su noche silenciosa y brillante, cuando me estrellé por primera vez contra una frontera.

La invención del viaje es un intento por comprender todas esas sensaciones, ese «sentir de golpe el viaje». Espero que a otros les ayude también en esa ruta que buscan. No es más que el comienzo. Sigo viajando.

 

LA INVENCIÓN DEL VIAJE

JULIANA GONZÁLEZ-RIVERA

Alianza Editorial, 2019