Cántame, Musa, todo cuanto haya de griego, todo cuanto avive nuestra imaginación, todo cuanto deleite los sentidos y engrandezca la vida terrenal, cuanto haya pervivido tres milenios, y más, desde antes de la era de Homero, cuanto fuera viejo entonces y ahora sea nuevo. En fin, lo eterno. Si no es mucho pedir, Musa. Porfi…

No sé qué me hizo pensar que se me daban bien los idiomas. En clase de francés, en el colegio, era una alumna del montón, pero claro, yo suspiraba por estudiar en la Sorbona y no en Cleveland, a orillas del Cuyahoga. Estaba más o menos en quinto cuando mi padre se negó a que estudiara latín. Las monjas habían seleccionado a unas cuantas alumnas para que asistieran a unas clases los sábados y a mí me entusiasmaba la idea, pero papá se negó de pleno. Era un hombre práctico. Era bombero (trabajaba un día y libraba dos) y, además, un verdadero as del bricolaje: sabía aplicar linóleo y reparar muebles, tuberías y tejados. Para él, que se crió durante la Gran Depresión, cuando escaseaba el trabajo, la seguridad económica era primordial.

Así que, cuando le pedí permiso para apuntarme a latín, apagó mi entusiasmo como si estuviera de servicio extinguiendo un gran incendio. ¿Estaba papá en contra de que las mujeres estudiaran? Sí. ¿Le preocupaba que cayese presa del hechizo de las monjas y que ingresara en el convento en lugar de casarme y quedarme a vivir en el barrio? Seguramente. ¿Desconocía la historia de John Milton, cuyo padre, consciente del genio poético del chaval, le enseñó latín y griego desde su más tierna infancia? Parece que sí. ¿Había salido escaldado por una lengua muerta? ¡Sí! De adolescente, mi padre había sido expulsado de tres institutos y mi abuela lo envió a Ontario (Canadá) con su tío, que había estudiado en un seminario jesuita, pero se salió justo antes de pronunciar los votos definitivos —«se descarrió», decían— y regresó a Ontario a criar cerdos. El tío Jim le enseñó algunas cosas a mi padre, quien, a su vez nos las transmitió a nosotros, sentado a la mesa; cosas como la forma correcta de dar de comer una manzana a un caballo (con la palma de la mano abierta) o el mito de Sísifo, castigado por la eternidad a empujar una piedra hasta la cima de una montaña y ver como volvía a caer, de modo que tenía que empezar de nuevo. Era una lección vital que sonaba especialmente desoladora. ¿Qué actividad podríamos galardonar con una estatuilla que representase a Sísifo? ¿El esfuerzo renovado ante el fracaso seguro? ¿La esperanza inmortal? ¿La perseverancia en la vida cotidiana? De todos modos, mi padre relacionaba los clásicos con el castigo: la condena eterna de Sísifo en el Tártaro o el castigo temporal para el delincuente juvenil en el remoto hogar de sus parientes maternos en el Ontario profundo. En resumen, cuando las monjas me invitaron a estudiar latín los sábados, papá dijo que ni hablar y así perdí aquella primera oportunidad de aprender esa lengua cuando tenía el cerebro más plástico.

En la Universidad, continué con francés un año más y luego lo dejé. En tercero, el penúltimo curso, me apunté a una asignatura de Lingüística y me dio el venazo de estudiar latín. Pronto acabaría la carrera y tenía que decidir qué haría después. Yo pensaba que cursar cuatro años de estudios humanísticos era una absurda exquisitez, una evasión legítima de la vida real —empezando por Richard Nixon y acabando con la guerra de Vietnam—, una manera de posponer la vida profesional y las responsabilidades. Me decidí a estudiar latín, una lengua muerta, por la pura inutilidad que suponía. Iba a ser una absoluta empollona y a disfrutar de ello. Sin embargo, Whitney Bolton, mi profesor de Lingüística, me quitó la idea de la cabeza. El latín, me dijo, solo me serviría para aprender cosas sobre el inglés; no se me ocurrió preguntarle qué tenía eso de malo. Pero recordemos que los lingüistas creen que poseemos la capacidad innata de adquirir el lenguaje: no necesitaba el latín para aprender inglés. El profesor Bolton, a quien apreciaba —tenía la cabeza redonda y el pelo rapado, como Anthony Hopkins en el papel de Ricardo Corazón de León, en El león en invierno—, me dijo que haría mejor en aprender una lengua viva, una que pudiese emplear cuando viajara. ¿Y cómo sabía él que yo quería viajar? Como el latín solo se hablaba en el Vaticano, me saqué la espinita estudiando un año de alemán. Desde entonces he viajado mucho, aunque no a Alemania, donde no me cabe duda de que el Oktoberfest me habría soltado la lengua. De todos modos, es cierto que el alemán me enseñó mucho sobre el inglés.

Mi gusto por las lenguas muertas permaneció latente hasta más o menos el 1982 «d. C.». Por entonces, llevaba unos cuatro años trabajando en la redacción de la revista The New Yorker, desviviéndome por desentrañar los arcanos mayores de las normas de estilo de la casa para poder trabajar como correctora. Me había labrado una carrera hasta llegar al departamento de cotejo, donde básicamente me encargaba de ver lo que hacían todos los demás y de aprender el oficio editorial con sus virtudes y defectos. La fase de cotejo, que fue remplazada hace tiempo por el procesador de textos, podría describirse como las tripas del proceso editorial de la revista. Por cada texto, nos llegaban las pruebas con anotaciones del editor, el autor, el editor jefe (por entonces, William Shawn), Eleanor Gould (la célebre gramática de The New Yorker), los correctores de estilo, los revisores de contenido y el asesor jurídico, y copiábamos en una galerada los cambios que el editor había aceptado, quitábamos la broza y enviábamos la prueba cotejada a la imprenta por fax —en aquel tiempo, tecnología punta—. De pronto, aparecía un fallo que debía corregirse. En esos casos, el entusiasmo radicaba en detectarlo y subsanar el error. Una vez, volviendo de almorzar, encontré a Gardner Botsford en mi escritorio, zafándose de un exigente autor, que justo se dirigía al vestíbulo al grito de «¡¿Gardner?!».

Un fin de semana fui a ver Los héroes del tiempo en un teatro del Upper East Side. La película, dirigida por Terry Gilliam, de los Monty Python, y en la que actuaban John Cleese y Michael Palin, va de una banda de enanos que viajan por el tiempo para ir al pasado y saquear los tesoros de cada época. En una escena, ambientada en la antigua Grecia, Sean Connery hacía un cameo como Agamenón, batiéndose en duelo con un guerrero que llevaba una cabeza de toro y parecía el Minotauro. El paisaje era tan seco y agreste y la imponente presencia de Sean Connery con armadura lo engrandecía tanto que deseé ir allí de inmediato. Poco me importaba que el Minotauro fuese de Creta —su laberinto está en Cnosos, cerca de Heraclion— y que fuese bien sabido que Agamenón venía del Peloponeso: su hermano Menelao y él eran hijos de Atreo, a su vez, hijo de Pélope, quien dio nombre a la península. Aquel glorioso Sean Connery era una venda que no me dejaba ver el poco rigor mitológico de los guionistas. Tampoco era consciente de que las escenas ambientadas en Grecia se habían rodado en Marruecos.

La película me transportó a la escuela de Primaria, cuando busqué información para un trabajo de Geografía. De pareja me había tocado un chico que se llamaba Tim, el payaso de la clase, y de tema nos asignaron una presentación sobre Grecia. Preparamos (más bien, preparé) un póster con los principales productos del país y me impresionó que una tierra tan seca y pedregosa —como en la película: sin hierba, sin verde, con más cabras que vacas— produjera aceitunas y uvas, de las que se podían extraer aceite y vino. Me maravilló que una tierra tan austera diera productos así de suntuosos. Al día siguiente de ver la película, le dije a Ed Stringham, mi jefe en The New Yorker, que quería ir a Grecia. Ed era el jefe del departamento de cotejo y en la oficina era famoso por su horario excéntrico, por la rigurosa trayectoria académica que había seguido y por su maestría a la hora de recomendar libros. Llegaba como a mediodía y tomaba posesión de su puesto de trabajo en una butaca desvencijada junto a la ventana (cerrada a cal y canto), donde fumaba y tomaba café para llevar. Solía pasarse su amiga Beata (quien había conocido a W. H. Auden —ella lo llamaba Wystan— y a Benjamin Britten en Amityville). Alastair Reid, el poeta escocés que tradujo a Borges, también iba a menudo para charlar. Un día normal, Ed se quedaba leyendo en el despacho hasta la una o las dos de la madrugada. Mi hermano pequeño, que estudiaba música, trabajaba de noche como limpiador en el Departamento financiero y se pasaba a menudo a hablar con él sobre Philip Glass y canto gregoriano.

Cuando Ed se enteró de que quería ir a Grecia, lo invadió el entusiasmo. Tenía un mapa de Europa en la pared y me señaló dónde había ido en su primer viaje al país. Había ido en un crucero —me dijo, disculpándose— para hacerse una idea general: Atenas, el Pireo, Creta, Santorini (también llamada Tera, que está justo en el interior de una caldera volcánica donde suben los turistas a lomos de burros), Rodas y Estambul. Volvió muchas veces: a Salónica y Meteora, en el norte; a Ioánina e Igumenitsa, en el oeste, camino de Corfú, y a Mani, la subpenínsula central de las tres que se descuelgan del Peloponeso, donde reinó el cainismo entre clanes a lo largo de las generaciones. Me señaló el monte Athos, ‘Montaña Sagrada’, una península reservada a los monjes ortodoxos donde ninguna hembra era bienvenida, ni siquiera las gatas. Después, sacó con violencia un librito de tapa blanda de la estantería (A Modern Greek Reader for Beginners, de J. T. Pring, un manual básico de griego moderno), se acercó hasta que lo tuvo a unos pocos dedos de los ojos y empezó a traducir.

—¿Puedes leerlo? —dije, patidifusa. Nunca se me había pasado por la cabeza que alguien pudiera dominar un idioma escrito en un alfabeto diferente.

—Por supuesto —respondió, irguiéndose y reenfocando la mirada, azul y titubeante.

Ver como Ed desentrañaba una oración en griego supuso para mí un momento de iluminación a lo Helen Keller: ¡el griego podía entenderse! No tenía por qué ser ininteligible, como en las célebres palabras de Casca en Julio César, de Shakespeare: «It’s all Greek to me» (literalmente, ‘para mí, habló en griego’). Podía penetrar en los misterios de aquellas letras y allí mismo estaba la prueba. De niña, adoré aprender a leer y a escribir, asociar letras con sonidos, construir palabras, descodificar carteles en los restaurantes y las etiquetas de las latas de guisantes, en definitiva, descifrar el código del alfabeto. Tras años de estricta dieta a base de literatura inglesa y estadounidense en la carrera y el máster, seguía relamiéndome con las reglas fonológicas y disfrutando con los engranajes de la sintaxis. Y ahora podía empezar de cero con todo un nuevo alfabeto. Me sentía de lo más entusiasmada. Había vuelto a quinto… ¡y papá había dicho que sí!

***

Al poco tiempo, Ed se convirtió en mi mentor para todo lo que tenía que ver con la lengua griega. Lo primero que me enseñó es que hay dos grandes variantes del idioma moderno: el demótico, la lengua de la gente, y la katharéuousa, o griego purista, que fue concebido por unos cuantos intelectuales helénicos a principios del siglo XIX para ajustar la lengua moderna dentro del corsé de su glorioso pasado. Hasta la década de 1970, la katharéuousa era el idioma oficial de Grecia; en ella se escribían los documentos oficiales y se daban las noticias, aunque no la hablaba nadie. Necesitaba encontrar un curso de griego demótico y un diccionario actualizado griego moderno-inglés.

Desde luego, podía viajar a Grecia sin hablar el idioma, pero no dejaba de acordarme de que en mi primera aventura al extranjero, un viaje a Inglaterra, donde se supone que no hay barreras lingüísticas, experimenté un raro sentimiento de marginación. En Londres, no sabía si llamar elevator o lift a los ascensores ni si referirme a los pisos como apartments o flats, es decir, no sabía si usar el léxico propio de la variante norteamericana o el de la británica. Y luego estaba la pronunciación: me acomplejaba hasta decir basta el darme cuenta de que pronunciaba la palabra schedule (‘horario’) con una sh, como show, en lugar de con la sk de ski, que es como la pronuncian los británicos. ¿Qué estaba pasando? Fuese adonde fuese quedaba patente que era estadounidense. En Grecia, la marginación sería doble. Por eso, me inscribí en un curso de griego moderno en el Centro de formación permanente de la New York University. The New Yorker me lo pagó porque existía el acuerdo de que la revista pagase la matrícula a los empleados que se apuntaran a cursos sobre cualquier tema relacionado con su trabajo.

Las primeras palabras que aprendí en griego fueron ílios, ‘sol’, y eucharistó, ‘gracias’. Para recordar palabras en un idioma extranjero, establecemos asociaciones con la nuestra y me maravilló darme cuenta de que el griego ílios había dado lugar a Helios, en inglés. Lo que en inglés es el dios Sol en griego es la palabra cotidiana para el astro. Era como si el griego rindiese culto a lo cotidiano. Lo mismo ocurría con eucharistó, de donde proviene la voz inglesa Eucharist, que designa el milagro del pan y el vino convertidos en cuerpo y sangre de Cristo. En Grecia, esa palabra (que ahora se pronuncia «efjaristó») se usa cada dos por tres. En inglés, el significado de «I thank you» (‘Te lo agradezco’), no implica la noción de reciprocidad de un regalo que se da y se recibe en el sentido que se desprende de Eucharist: eu, como en Eugenia (‘bien nacida’) o eufemismo (‘palabra amable, agradable’) más charist, que ha dado charisma (‘carisma, capacidad de atracción’) y charism (también ‘carisma’, pero en el sentido religioso, usado por algunas comunidades como ‘don’ o ‘vocación’). En griego, al decir ευχαριστώ parece que se conceda la gracia y se impartan bendiciones con cada mínima transacción.

Junto con eucharistó, ‘gracias’, aprendí parakaló, que significa ‘por favor’ y ‘de nada’, igual que en italiano prego, literalmente, ‘ruego’. La asocié con la palabra Paráclito, el término con que se de signa al Espíritu Santo en Pentecostés, cuando la paloma se apareció sobre los apóstoles en forma de lenguas de fuego y les otorgó, precisamente, el don de lenguas. No conocía ningún fundamento etimológico que relacionara una cosa con la otra (parakaló significa literalmente ‘llamar, convocar’, mientras que Paracleto es el convocado), pero cualquier ayuda mnemotécnica es bienvenida. Παρακαλώ! Aquí la menda tiene sus truquillos.

Tutelada por Ed, empecé también a leer a los clásicos (Homero y Heródoto) traducidos y libros de viajes de la Grecia moderna. Me preparó una pila de libros, como si quisiera hacer de mí una lectora a su imagen —autodidacta, por descontado— y semejanza. Lawrence Durrell, que había vivido en Corfú, Rodas y Chipre; Henry Miller, que trabó amistad con los mayores poetas vivos del país cuando lo visitó antes de la Segunda Guerra Mundial; y Patrick Leigh Fermor, un héroe de guerra británico y escritor de viajes, autor de dos libros de culto: Roumeli: viajes por el Norte de Grecia y Mani: viajes por el Sur del Peloponeso. La guinda del pastel eran dos preciosos poemarios de Constantino Cavafis, el poeta griego de Alejandría, con las páginas aún sin cortar, que me entregó diciendo «Llegarás más lejos que yo». Antes de ir a Grecia, estudié durante un año, primero en la New York University y, después, en el Barnard College. Ed vino a despedirme al aeropuerto, donde me inició en su ritual prevuelo: llegar pronto, facturar y tomarse unas copas. Le daba miedo volar y me propuso que ofreciésemos unas libaciones a Zeus, el dios de los cielos, para asegurarnos de que el avión disponía de suficientes hélices.

Con aquel viaje iniciático a Grecia, me desquité durante cinco semanas de haber sido una niña en Ohio. Libando ouzo en un barco por el Egeo, fascinada por el mar, decidí que a mi regreso estudiaría griego clásico para poder leer todo lo escrito por los griegos que habían surcado aquel mar antes que yo.

Así que, al volver a Nueva York, me inscribí en Griego básico en la Universidad de Columbia y le pasé alegremente el cargo de las tasas a Tony Gibbs, el hijo de Wolcott Gibbs, uno de los editores pioneros de The New Yorker. Yo no daba crédito: rechazó la solicitud diciendo que el griego clásico no era relevante para mi trabajo. Acababa de empezar a trabajar como correctora y estaba aterrorizada. Comencé algo así como un dosier donde fui confeccionando una lista con las palabras de origen helénico que iban surgiendo en la revista, desde pi, la letra griega correspondiente a nuestra pe, y también al símbolo matemático π (una letra que reconocerán todos los que hayan estudiado geometría en el instituto), hasta ophthalmologist (‘oftalmólogo’), que a menudo se escribe erróneamente con p en lugar de con ph, que es la transliteración en inglés de la letra griega fi (φ), a menos que uno tenga frescas las clases de griego antiguo donde aprendió que ojo se dice ophthalmós. John Mcphee aportó a la lista la palabra autochthonous (‘autóctono’, de autós, ‘mismo’, más chthón, ‘tierra’), que significa algo así como ‘nacido de la misma tierra’, y que contiene una difícil combinación de dígrafos consecutivos en la transliteración de ji (χ) y zeta (θ): αύτόχθων. ¡Me encantóóó!

Para respaldar mi petición, le pedí a Eleanor Gould, que era como el oráculo de los editores, si podía escribirme una carta que reafirmara el valor y relevancia del griego clásico para mi trabajo en el departamento de cotejo. Eleanor escribió que llevaba años sin estudiar griego, así que posiblemente su conocimiento de la lengua no estaba lo bastante al día como para evitarnos «errores por ignorancia». Fue inestimablemente generoso por su parte, ya que su conocimiento de todas las cosas, desde colgar cortinas hasta leer ruso, era más que suficiente. Le enseñé el documento a un editor amigo mío, John Bennet, quien dijo: «Estás matando moscas a cañonazos». Quizá era verdad, pero funcionó: Tony Gibbs acabó por convencerse de que, después de todo, aquella lengua muerta era relevante. Y así fue como en los años ochenta estudié griego antiguo con el patrocinio de The New Yorker.

***

Durante los años siguientes me fui moviendo entre el griego clásico y el moderno: empollaba la lengua viva antes de cada viaje y volvía a la muerta a cada regreso. Me mudé a Astoria, el barrio neoyorquino de los griegos, en el distrito de Queens. Allí convivía con griegos vivos al tiempo que me empapaba de Tucídides. Un verano, me apunté en Salónica a un programa internacional para alumnos de griego moderno y hacía novillos para escaparme a Potidea, donde combatió Sócrates en la guerra del Peloponeso. Los hay que descubren una isla helena y vuelven al mismo lugar una y otra vez, pero a mí siempre me ha gustado descubrir sitios nuevos. He nadado en el Jónico, en el Egeo y en el mar de Libia, he recorrido en autobús Lesbos, Tasos e Ítaca, he conducido hasta Olimpia, Kalamata y Esparta, y he saltado de isla en isla por las doce del Dodecaneso (dódeca, ‘doce’, más nisi, ‘islas’) frente a la costa turca. Fui a Santorini y a Naxos con una amiga y con otra visité Paros, Antíparos (que significa ‘la contraria a Paros’) y la pequeña y deshabitada Despotikó. Durante años evité una de las islas más cosmopolitas, Míconos, pero cuando fui pude entender por qué gusta tanto, a pesar de lo abarrotada y comercial que era: un pueblo exquisito y «cubista», en palabras de Lawrence Durrell, con sus bloques blancos de edificios que se despeñan hacia el mar, rociados con toques de buganvilla. Deseaba pasar una noche en Delos, la isla deshabitada consagrada a Apolo y que custodiaba el tesoro de la Liga de Delos antes de convertirse en el banco central del Imperio ateniense, pero para conseguir permiso hay que matricularse en Arqueología, que se imparte en francés. También he ido a algunas de las colonias helénicas más remotas: Nápoles, cuyo nombre viene del griego (neá polis, ‘nueva ciudad’) y Siracusa, en la costa sureste de Sicilia, patria de Arquímedes, el que gritó «¡Eureka!» (‘¡Lo encontré!’) en la bañera cuando descubrió el principio del empuje hidrostático.

Y así caí rendida ante todo lo griego. En fin, ¿es que hay alguna cosa griega que no nos guste? Están el mar, las islas, la combinación de ruinas y antenas de telefonía, los guardias de los templos que miden su riqueza por olivos, el casco antiguo de Rodas y sus calles con nombre de deidad o de filósofo, navegables a bordo de Google Maps. Me gusta su gente perspicaz, los granjeros mellados que venden alcachofas de tallo largo, las arpías de negro que se abren camino a codazos entre los turistas para subir al ferri, el marcado contraste entre los azules del cielo y el mar y el blanco de las casas y cúpulas de iglesia enjalbegadas de las Cícladas, y los iconos, abalorios y amuletos contra el mal de ojo que los conductores de autobús cuelgan en los retrovisores. Adoro el paisaje de Grecia, sus crestas y simas, sus naranjos y olivares, y el hecho de que esa tierra se lleve cultivando desde la Antigüedad. Adoro los animales (las cabras, ovejas y burros, los astutos gatos que mendigan por las tabernas y los perros callejeros que duermen al raso en Atenas). Los perros deben de saber de la ciudad mucho más que cualquier humano, porque llevan almacenando sabiduría y transmitiéndola con sus genes desde tiempos de Pericles. Adoro cómo los griegos han exprimido al máximo todo lo que tienen: de las olivas, aceite; de las uvas, vino; el ouzo, de dondequiera que venga (ni lo sé ni me importa, me lo beberé igualmente); de la leche de oveja y la sal, el queso feta; de los cantos, mosaicos, y de la piedra, templos. No es una tierra rica, pero la han convertido en rica de un modo que trasciende el producto interior bruto.

Adoro la mitología, la riqueza de esas historias que se despliegan como una serie de diapositivas sobre el Viejo Mundo. Adoro a la familia de dioses y diosas del Olimpo (Zeus, Hera y Hermes; Apolo, Ártemis y Atenea; Poseidón, Ares y Afrodita; y Hefesto, Hades, Dioniso, Deméter y Perséfone) que a todos ofrecen alguna cosa. Y no solo de dioses va la mitología. Están los monstruos, como los cíclopes, y seres de gran majestad, como Pegaso, el caballo alado de Perseo. Hay héroes y víctimas, cuyas historias siguen dándonos mucho sobre lo que pensar: Odiseo y Aquiles6, Edipo y Antígona, Agamenón y Electra. Y de fondo, la naturaleza en estado de gracia: una bandada de pájaros, augurio de éxito o fracaso, o un conjunto de rocas o una cascada, en conmemoración de una tragedia familiar. Y sobre todo ello, literalmente, las estrellas que irradian historias, muchas más de las que jamás podríamos explicar: Orión, el Cazador; las Pléyades, hijas de Atlas; Cástor y Pólux, los Dioscuros, los hermanos gemelos de Clitemnestra y Helena; Casiopea, la Eme, sentada en su dura silla frente a su marido, Cefeo, la Casa; y Draco, el Dragón.

Y, sobre todo, adoro el griego, esa lengua antigua y escurridiza, empezando por los artículos y acabando en la épica. No es un idioma fácil, pero el moderno, al menos, tiene la ventaja de la fonética: no tiene es que sean mudas. Basta con aprender unas pocas reglas para pronunciarlo todo (pero, cuidado con cambiar los acentos: un inocente adverbio puede transformarse en una escandalosa blasfemia). Aún no sé latín y, cuando voy a Roma y me enfrento con las inscripciones, me siento analfabeta, pero en el Pireo sé descifrar el destino de los ferris, escrito con leds sobre las escotillas: ΠAΤΜΟΣ (Patmos), ΚΡHΤH (Creta), ΣANTOPINH (Santorini)…

El griego ha sido mi salvación. Siempre que regreso a Grecia después de un tiempo, revive algo en mi interior, se me enciende una chispa erótica, como si cada verbo y cada nombre estuvieran visceralmente conectados con lo que significan. Me agrada pensar que las primeras palabras griegas fueron grabadas en arcilla y que, por tanto, la escritura viene de la tierra. Y como la primera literatura que conocemos es la poesía épica, que invoca a los dioses, la escritura conecta nuestro planeta con la eternidad.

***

Cuando escribes sobre Grecia y el griego, es imposible agradar a todo el mundo. Un nativo o un estudiante de griego moderno puede que sientan rechazo por la transliteración de las letras griegas en sus equivalentes latinos, pero también por la lengua clásica, repleta de diacríticos. Los filólogos clásicos, por su parte, miran el griego demótico con recelo y se preguntan dónde fueron a parar los acentos. En el Reino Unido victoriano, cuando las mujeres comenzaron a estudiar el idioma heleno, se las ridiculizaba si se les ocurría dejarse un acento; se decía que era de «griego de señoras». Poco después de que yo empezara a estudiar el idioma, los lingüistas eliminaron los acentos helenísticos («espíritus») del griego moderno, dejando solo el acento agudo para marcar las sílabas tónicas (también conservaron las diéresis imprescindibles).

El que escribe sobre el griego elige su propio camino. Admiro la contención de los que, estando mucho más versados que yo, no se pavonean de ello. ¿Hay una sola palabra en griego en las obras de Edith Hamilton? ¿O es que lo transliteró todo? En un libro suyo sobre los grandes poetas griegos modernos, Inventing Paradise (‘Inventar el paraíso’), el traductor Edmund Keeley nunca obliga al lector a pararse ante un extranjerismo, excepto en la dedicatoria, que ni siquiera es para nosotros. Hasta en el caso de un término culinario reconocible, como tzatziki, habla de «salsa de yogur, pepino y ajo» (aunque aquí un griego podría objetar que tzatziki proviene del turco).

Pero a veces no puedo resistirme. ¿Cómo no meter alguna cosita en griego en un libro sobre el griego? Por lo menos un poco en el griego real, ofrecer deliciosos bocaditos, sorbitos de ambrosía para tentar al lector, ¿no? Y, de hecho, ya sabes más griego de lo que crees: una gran parte ha pasado por el crisol del latín, pero pueden reconocerse trocitos de griego en miles de palabras de nuestro vocabulario.

Y sin embargo dicen que el griego es impenetrable y a Grecia, con la economía en crisis permanente, se la trata como el culo de la Unión Europea, bajo el dominio alemán, y a sus ciudadanos, como a los primos pobres de Italia. Cada vez es más frecuente encontrarse carteles de neón en inglés en Atenas y eso me preocupa. Mientras florece el griego clásico (hay un verdadero boom de nuevas traducciones de Homero), puede que el griego moderno se esté convirtiendo en un lengua en peligro de extinción. Personas de toda condición emplean nombres mitológicos en todos los contextos imaginables: desde la misión espacial Apolo hasta las exclusivas bufandas de Hermès, pasando por los limpiadores Ajax. Una vez me topé con un aparcamiento Atenea, en Los Ángeles, ciudad angélica, que toma su nombre, a través del español, del griego άγγελος (ángelos), ‘ángel, mensajero’. Es más lo que nos une al griego que lo que nos separa. Ojalá su alfabeto no intimidara a la gente, porque el propio alfabeto (ἀλφάβητο) se lo debemos a esta lengua. Todo viajero con un ápice de imaginación debería saber que si atisba a lo lejos la palabra TABEPNA, puede dirigirse allí tranquilamente, porque en la TABERNA dará con una silla estrecha de mimbre, de respaldo recto (algo incómoda para un gran trasero norteamericano, pero no se puede tener todo en la vida), un vaso de ouzo, con hielo y agua, y algo de comer: quizá una ración de pescado frito cortado fino, como el que se le podría dar a una foca, o queso feta cortado a dados. Y, por supuesto, un gato pedigüeño bajo la mesa.

Al igual que Ed Stringham consiguió abrirme un mundo nuevo cuando me trazó, como un agente de viajes, la ruta por el Egeo e invocaba monjes ortodoxos, marineros griegos y banquetes de cordero asado, espero pasar la antorcha y explicar lo que Grecia y su idioma han significado para mí, como estudiante sempiterna y viajera empedernida. A veces caigo en un estado como si hubiera sido embrujada que me hace sentir que no entiendo nada y el mundo entero, como a Casca en Julio César, me suena a griego. Espero que este libro ejerza el mismo hechizo sobre ti. Como dicen los griegos, Πάμε. ¡Vamos allá!

 


Fragmento del libro Mi Gran Odisea Griega (Larousse, 2019), de Mary Norris