IRSE AL CAMPO
Hubo una época de mi vida en la que yo me lo jugaba todo al azar. Pero no al azar azaroso —valga la redundancia—, sino al azar objetivo. Y no me refiero a que yo fuera ludópata; lo que pasa es que me dejaba llevar por los signos y los objetos que me encontraba por casualidad al caminar por la calle. A todos esos signos y objetos, yo les concedía un maravilloso significado simbólico y era ese significado asignado por mis deseos y mi subjetividad el que me dictaba al oído y en secreto mi destino más inmediato y también el más trascendental. Fue así como las plumas de los pájaros urbanos comenzaron a orientar mi trayectoria y mis direcciones.
Por aquel entonces, yo vivía en Madrid —como siempre desde mi nacimiento—, la gran y monstruosa megalópolis. Y era frecuente que me encontrara plumas sueltas sobre la acera, plumas que le habían pertenecido a alguna paloma o a algún vencejo, vaya usté a saber. El caso es que mi imaginación rápidamente le asignó un significado íntimo a esa costumbre mía de irme dando de bruces contra un rastro de plumas. Pensé para mis adentros que el azar me lanzaba una oferta de libertad. En mi memoria, sonaba la letra de Queen, esa que arengaba en imperativo «spread your little wings and fly away, fly away, far away» —despliega tus pequeñas alas y vuela lejos, vuela lejos, muy lejos—. El mensaje era claro: tenía que fabricarme unas alas propias usando para ello todas aquellas plumas que los pobres pájaros me estaban regalando; después, tenía que emplear las alas para abandonar Madrid surcando los cielos. Y, o me daba cuenta rápido de las señales obvias, o un ejército de ecologistas vendría a pedirme explicaciones por la calvicie generalizada de las aves de la región.
Mi imaginación le asignó un significado íntimo a esa costumbre mía de irme dando de bruces contra un rastro de plumas. Pensé para mis adentros que el azar me lanzaba una oferta de libertad
Por supuesto, el impulso arrebatador no procedía solo del mensaje plumífero, sino que el azar me relataba lo que yo ya llevaba barruntando algunos años, es decir, que quería irme de la ciudad, que quería probar la vida en un pueblo, en el campo, en lo otro. Las plumas solo subrayaban aquella realidad que se me hacía grande en las entrañas. Pues bien, resulta que un puñado de circunstancias se alinearon favorablemente para que yo pudiera tomar la decisión que me dictaban tanto el deseo como el azar. Y me fui de la ciudad. Y llegué al campo. Emigré.
FLASHBACK
Cuando yo era pequeña, veraneaba en un pueblo que, sin embargo, nunca sentí como mi pueblo. Por eso, cuando volvía de vacaciones y empezaba de nuevo el colegio y todos mis amigos y amigas decían que habían estado en sus pueblos, yo nunca me sentía identificada. Y mira que pasé tiempo en aquel pueblo, ¿eh? Y mira que mi abuela y mi madre pasaron tiempo en aquel pueblo antes que yo, ¿eh? Pues nada: no germinó en mí ni un poquitito de sentimiento de pertenencia. Ni una chispita. Eso no quiere decir que yo me lo pasara mal. Porque, de hecho, me divertía mucho. Lo único que ocurría es que aquel no era mi pueblo. Y ya está.
Lo que sí recuerdo es una nostalgia muy extraña. En la casa de campo de aquel pueblo que no era mío, había una piscina. Pues resulta que formé parte de la única generación de niños y niñas que nunca disfrutó de aquella piscina, fuimos la generación a la que le tocó vivir en la era de la piscina averiada. Nunca llegué a bañarme en aquella piscina que más bien parecía una ciénaga a medio llenar frecuentada por avispas zumbonas. Nunca la vi en funcionamiento. No obstante, lo que sí había visto eran algunas fotos antiguas en las que mi madre posaba en bañador, sentada con aires de seductora en el bordillo de la susodicha piscina. Y a mí me sobrecogía una especie de nostalgia que en realidad era envidia, porque a lo más que aspiramos mis primos y yo fue a una balsita de esas azules en las que solo se puede chapotear. La instalábamos justo delante de la piscina averiada, cómo no.
Con esto quiero decir que esa es la imagen de lo que es un pueblo y de lo que es el campo que yo albergaba en el recuerdo, fruto de mi experiencia infanto-juvenil. Lo que me lleva a preguntarme por qué diantres quería yo volver al pueblo, o a un pueblo. Y no solo volver puntualmente, sino volver para siempre. Darle carpetazo a Madrid, desarraigarme del barrio para arraigarme en lo rural.
TODO PARECIDO CON LA REALIDAD ES PURA COINCIDENCIA
Llegué al campo, oh, el campo: gran idealización romanticoide de la gente urbanita en una época de colapso ecosocial y crisis existencial generalizada. No contaba yo, eso sí, con la madrileñofobia. Pero ahí estaba. Y es normal, porque yo llegué en verano, en temporada alta, cuando toda la gente de Madrid es centrifugada hacia la periferia del reino español e hiperpuebla con su presencia todos los lugares pintorescos hasta saturarlos, y más si estos están cerca de la costa, como era el caso del enclave en el que mi cuerpo había aterrizado.
El campo: gran idealización romanticoide de la gente urbanita en una época de colapso ecosocial y crisis existencial generalizada
Cuando se terciaba que yo soltase que venía de Madrid, era frecuente que la persona al otro lado de la conversación torciera el gesto. Se escuchaban aquí y allá comentarios emitidos por el vecindario oriundo del lugar, que estaba irritado con el perfil dominguero o estival —el verano, al fin y al cabo, no es más que un domingo que dura muchos días— de la gente procedente del centro. Y cuando esto sucedía, yo intentaba salvar los muebles y salvarme, de paso, a mí misma enarbolando una versión free-style del ridículo not all men. Me veía, entonces, defendiéndome a través de un argumento débil que empezaba por un «pero hombre/mujer, no toda la gente de Madrid…». Yo quería explorar los matices, complejizar la estampa, servir de ejemplo singular de que no todo es blanco o negro. ¡No había que generalizar! Pero las hordas de urbanitas entrando a degüello en el las tiendas del pueblo con exigencias y reclamaciones ridículas me lo ponían muy difícil, claro.
UN PAISAJE CONTRADICTORIO
Pronto se evidenció que no todo el monte es orégano. Y que el propio medio rural arrastra contradicciones intrínsecas. Las tensiones se manifiestan en forma de reivindicaciones procedentes del mundo de la ganadería, por ejemplo. Dichas reivindicaciones entran en conflicto directo con el desarrollo de la economía autonómica, cada vez más volcada del lado del turismo —la proliferación de apartamentos turísticos que amenazan de muerte al acceso a la vivienda es una de las consecuencias de este viraje histórico—. Luego también está la cuestión del lobo, que enfrenta a la ganadería con el movimiento ecologista. Y cómo no mencionar el tema de las reservas naturales, que ponen en un brete a la población, dividida entre la defensa de las políticas de conservación y la defensa del uso del territorio. Y, entre medias de todo esto, los incendios arrasando hectáreas y hectáreas de monte siempre que el viento arrecia desde el sur. Hay quienes explican los incendios aludiendo al abandono del monte y al éxodo masivo y hay quienes no dudan en señalar a dedo a los responsables.
Todas estas posturas que aparecen descritas de forma polarizada y en términos binarios, en realidad, se fragmentan en una multiplicidad de posiciones. Y nada es tan sencillo, por supuesto. Pero, en todo caso, en medio de esta maraña enredada de causas y efectos, yo entraba en estado de parálisis y también de paroxismo. Y ya no sabía de parte de quién estaba. Y ya no sabía si, en realidad, lo que hacía era traicionar a todo el mundo.
(OTRA) NOSTALGIA EXTRAÑA
Me embargaba de vez en cuando una nostalgia muy rara —más rara aún que la que he descrito anteriormente— que consistía en acordarme de Madrid cuando visitaba espacios sin personalidad ninguna, espacios estandarizados como la sucursal de un banco o un supermercado. Era en los espacios idénticos entre sí e idénticos en todas partes donde yo experimentaba esa especie de viaje astral melancólico propio de la añoranza. Me trasladada, así, a través de la imaginación y de las emociones, a la gran ciudad en la que yo había nacido, abarrotada de otras sucursales bancarias y de otros supermercados iguales a los que yo estaba pisando ahora. Era como estar allí. Y, por qué negarlo, en realidad era estar literalmente allí. Estaba en un aquí tan metropolitano, que en realidad era un allí.
Me embargaba de vez en cuando una nostalgia muy rara que consistía en acordarme de Madrid cuando visitaba espacios sin personalidad ninguna, espacios estandarizados como la sucursal de un banco o un supermercado
Y, de este modo, me di cuenta de que, efectivamente, la metrópolis es un método colonial de gestión del espacio, es un lugar que extiende sus tentáculos más allá de sí mismo para conquistar los espacios particulares ubicados a cientos de kilómetros de distancia. Me quedé atónita ante mi descubrimiento. Pero también descubrí algo más.
Y, AHORA, ¿QUÉ?
No existen ni las afueras ni los adentros, ni es posible la fuga ni la clausura. Todo espacio guarda en sus propios territorios enclaves coloniales, pero también guarda utopías pobladas por rasgos y características particulares. Ese había sido mi segundo descubrimiento. Quizás suene a perogrullada, pero, para mí, aprender de nuevo eso que quizás ya sabía de antes fue clave en aras de empezar a practicar un arte del habitar funambulesco. Este arte consiste en irse quedándose, en quedarse yéndose, en permanecer huyendo y en huir permaneciendo.
Me di cuenta de que la metrópolis es un método colonial de gestión del espacio, es un lugar que extiende sus tentáculos más allá de sí mismo para conquistar los espacios particulares ubicados a cientos de kilómetros de distancia
Ahora, vivo a caballo entre una ciudad de provincias y un pueblo que en verano se harta de metropolitanismo. Ambos lugares son la representación andante de esa encrucijada urbano-rural. Y muchas veces, me descubro pensando en el arranque de la pelicular de José Luis Cuerda titulada Total. Ante nuestra mirada, en la pantalla, aparece un paisaje bucólico y campesino que se ve intervenido por un rótulo que indica el nombre de la rústica aldea que queda en el centro de la imagen: Londres, London.