El Pireo, Atenas, verano de 2016.

Son las seis de la mañana y en el puerto más importante de Grecia hay más policía que control. La gran cantidad de gente que atesta el muelle complica las tareas de vigilancia. Por eso, da la sensación de que aquí puede entrar cualquiera. «Cualquiera» se ha convertido en una palabra despectiva de amplio espectro. Antes, «cualquiera» era como algunos se permitían llamar a la mujer dueña de su vida y de su cuerpo y la misma palabra podía hacer referencia a un delincuente. Hoy, en Europa, «cualquiera» puede ser un refugiado.

Entro al ferry que va a Paros, uno con capacidad para mil personas. Los turistas nos metemos en tropel por la boca de una máquina que parece animal. Resopla y expulsa el agua de la que cogerá impulso para moverse y hasta en el ruido parece el zumbido de un balénido. Ya dentro, doy una vuelta por la planta VIP, por turista y por la baja, que no tiene nombre ni asientos numerados. En un banquillo se acomodan varias personas, parecen familia, cargan con bolsas de plástico. Me pregunto si huyen. Y también si es posible identificar por el aspecto a alguien que busca refugio.

 

Lesbos, primavera de 2015.

En 2015, 402 millones de personas se desplazaron en barco por la Unión Europea. Más de las mitad lo hicieron en ferrys, palabra que ya existía en el siglo XV para referirse a cualquier nave que uniera dos puntos que sólo se podían comunicar por mar. Hoy los ferrys son otra cosa, pues el trayecto Paros-Atenas puede hacerse en avión. Es más rápido y más barato: 30 minutos por 39 euros pero no permite los encantos de una nave: llenarse de salitre la laringe o comprobar si el cuerpo soporta el vaivénque le dio flow a las novelas de Joseph Conrad. Esos lujos, perder el tiempo y elegir el transporte más asequible, no están al alcance de «cualquiera» y los que huyen cogen el ferry por obligación: distancias cortas y menos control. Con un turismo asustado, quizás fueron los «cualquieras» quienes en 2015 colocaron a Grecia por delante de Italia en tráfico de pasajeros marítimos por primera vez en muchos años.

Pero en marzo de 2016, las autoridades marcaron un límite de refugiados por cada ferry que fuera de la isla de Lesbos a la península griega. Cuando «cualquiera» quería comprar un pasaje, el personal contestaba «no hay billetes» para racionar su presencia en los navíos. Para entrar en esta mole acuática nadie me ha pedido el pasaporte, tampoco para comprar el tique. ¿Cómo se distingue al que viaja del que huye? El barco coge velocidad y algunas personas del banquillo salen a cubierta. Compartimos el espacio, el aire, la vista de una Atenas que amanece y decido no preguntarles nada. En realidad, sólo sospecho que escapan, pero no sé quiénes son. ¿Cómo lo sabe con certeza quien les niega su pasaje?

 

Puerto de Glasgow, invierno de 1818.

David Napier da las últimas indicaciones para la botadura del «Rob Roy», un barco de 90 toneladas construido por la naviera William Denny & Bros. Es el primer ferry a vapor de pasajeros y el primero en tener una ruta regular. «También fue el más rápido de su época», dice Napier en su autobiografía sobre las bondades del invento, una embarcación que en su primera vida sirvió para transportar personas y correo entre Glasgow y Belfast. En la segunda, el «Rob Roy» surcó los 32,5 kilómetros que separan Reino Unido de Francia, los puertos de Dover y Calais, una ruta que hoy también ansía hacer «cualquiera».

Anhelan ese camino para huir de La Jungla, campo de refugiados de Calais que según las autoridades francesas se desmanteló en febrero de 2016. Pero en septiembre, las ONG y la prensa advierten de que la población ha aumentado hasta las 10.000 personas. Allí el control es más estricto que en El Pireo. Tanto, que cada cierto tiempo, de los que allí malviven deciden asaltar los barcos. Le pasó al ferry Spirit of Britain en enero, cuando 50 inmigrantes irrumpieron en él exigiendo partir. Querían escapar de las malas condiciones higiénicas, del frío y el calor extremos y de una guerra civil no proclamada: la que enfrenta a personas de distintos países en el campo de Calais. En esas peleas participan a veces hasta 800 hombres. Un batallón de una guerra declarada sólo precisa 300.

 

Puerto de El Pireo, Atenas, primavera de 2016.

«Hoy se desplazaron 68 a Tríkala, una localidad en el noroeste del país; 74 a una antigua instalación militar en Inófyta, a 60 kilómetros de Atenas, y el resto fueron llevados en autobús a diferentes destinos». «El resto», así llaman las agencias de noticias a 897 personas que acampaban en el muelle del puerto más importante de Grecia sin especificar dónde se las puede encontrar ahora. «Desalojar el puerto de El Pireo siempre ha sido una prioridad para el Gobierno griego, debido a la importancia económica y turística de esta infraestructura», declararon las autoridades sin pestañear días antes de la Pascua Ortodoxa, fecha que marca el inicio de la temporada alta en Grecia.

En el puerto y en el barco que va a Paros no todos son turistas. Hay gente con maletín, trabajando con el portátil y haciendo negocios con el móvil en varios idiomas. Otras personas comentan que van a ver a la familia, que vuelven a casa. No todos son turistas, pero quién sabe si algún día lo acabaran siendo todos. Turistas o «cualquieras» pues sólo unos días antes de que zarpe este barco el Gobierno heleno vende El Pireo a una empresa china por 368,5 millones de euros. Unas semanas antes vendieron los trenes. Grecia privatiza su red de transporte para saldar sus deudas, esos caminos por los que usted, yo y «cualquiera» llegamos a nuestro destino.

 

Puerto de Bremerhaven, primavera de 1947.

Yugoslavos, checoslovacos, húngaros, griegos, rumanos, austríacos. Distintos orígenes y un deseo común: alejarse de lo que hasta hace poco eran sus casas. Es mayo de 1947 y a bordo del «General Sturgis» viajan víctimas de la Segunda Guerra Mundial. Días después 850 europeos llegan al mayor puerto de Valencia (Venezuela) en un barco de guerra propiedad de la Armada de Estados Unidos. Entre ese país y Alemania hará el «Sturgis» 21 viajes con el mismo objetivo: darle un futuro a quien lo ha perdido todo. También dejó inmigrantes en Canadá, Australia, Argentina y Brasil. Llevaron cabelleras rubias, también morenas, ojos azules y apellidos europeos que se acabaron mezclando con el pelo, los nombres y las miradas de los autóctonos.

Durante el siglo XX, muchos ferrys cambiaron de rol como lo hizo el «Sturgis». Lord Ambrose Greenway lo documenta en su Historia Ilustrada sobre estos barcos en la que explica que durante la Primera Guerra Mundial muchos se usaron como ambulancias y para desplazar heridos. También cuenta que en 1919, los ferrys Prince Margaret y Prince Irene sirvieron para luchar contra los bolcheviques pero también como medio de transporte para los refugiados. Y de nuevo en la Segunda Guerra Mundial, el Prince Robert, con bandera británica, se convirtió en un austero refugio de 750 plazas para los desplazados en 1947. Hoy esa doble función no se contempla en Europa.

 

Valencia, España, otoño de 2015.

Ocurre un milagro en forma de oportunidad para repetir los aciertos del pasado. La compañía de ferrys Baleària ofrece a la Comunidad Valenciana el «Martin i Soler», un barco nuevo con capacidad para 1.100 personas. Lo cede para transportar refugiados de Grecia y Turquía hasta España. El presidente de la comunidad, Ximo Puig y la vicepresidenta, Mònica Oltra, aceptan la oferta de inmediato. Preparan viviendas y dinero para los gastos pero el Gobierno español les pincha el globo. «Se agradece las muestras de solidaridad de instituciones y de empresas privadas pero este es un procedimiento europeo y se establecen mecanismos que tenemos que respetar y la garantía de que lo hagamos bien, y todo el tiempo que sea necesario, es que sea algo compartido y que nos asesoren los que saben».

El redactado es fiel, en los errores y en la frialdad, al que enunció la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, para rechazar el ofrecimiento de la naviera. Ninguna empresa en todo el continente ha hecho una oferta similar a un gobierno en lo que lleva Europa de crisis humanitaria. «Todo el tiempo que sea necesario», dijo Sáenz. Y pasó tanto que Baleària se vio en la fea situación de limitar su oferta hasta el 1 de mayo de 2016. Su solidaridad era grande pero querían que además, fuera rentable y para ello, no se presta un barco en los meses de verano.

 

El Pireo, Atenas, verano de 2016.

El ferry se aleja de Atenas y desde el mar no se ve a los que se esconden. Tras desmantelar el campamento antes de la Pascua Ortodoxa, los refugiados que huyen de los campamentos se esconden donde pueden. A fuerza de ser tratados como enemigos, han asumido su huida como una guerra de la que han aprendido dos tácticas: dispersión y camuflaje. «Salir del campamento era la única manera de tener alguna opción». Tariq se apellida Wady, tiene 25 años y vive en la capital griega desde hace dos meses. Se pasea con tranquilidad por la ciudad pues sabe que el miedo se huele. Antes vivió en un campamento. Él no quiere subirse a un ferry. Él querría comprar tiempo y un billete de avión para ir a Barcelona y vivir de su música. Tiene los ojos como el carbón, la tez oscura, el pelo negro. Yo no sabría decir de dónde es. «Soy sirio», me dijo orgulloso el día que lo conocí en un bar de Atenas. «Estamos en todas partes, no hace falta buscarnos en grupo. Yo soy un refugiado. ¿Lo parezco?»

Dentro de la nave que me lleva a Paros, las pantallas de televisión están encendidas y pasan videoclips. Un mujer vestida con bañador y chaqueta de cuero baila y canta imitando a las divas del R&B actual. La letra, en inglés, habla de un hombre que la ha engañado. Gesto de pena. Que la ha dejado por otra. Doble escozor. Pero baila y sonríe a la cámara mientras dice cosas tristes embutida en su escueta ropa negra. Está desolada pero aparenta ser fuerte. Nadie se disfraza de lo que ya es.

Al llegar al puerto de Paros, veo a Manolis hacer gestos expresivos desde el muelle. Mi anfitrión me espera desde hace un rato, sonríe, y me pregunta por el viaje. Apenas nos conocemos pero me sienta en su mesa y me pone un café entre las manos. Manolis quiere saber qué deseo hacer y qué puede hacer él por mí y yo pienso en la familia de las bolsas de plástico. En que seguramente nadie los espere cuando lleguen donde ansían. Nadie les pondrá un café y ningún gesto de generosidad les arañará el lacrimal. Eso no es viajar, pienso. Que nadie quiera empujar tu barca, darte la bienvenida, abrazarte, saber de ti, decirte adiós deseando ya volver a verte: eso es huir.