Hoy casi nadie se define con orgullo como turista. Nos disculpamos si hemos escogido un tour o un crucero para nuestras vacaciones. Incluso hay webs que tiene este concepto por bandera y La editorial viajera, un proyecto que han logrado consolidar Itziar Marcotegui y Pablo Strubell, ha publicado este año Turista lo serás tú, un extraño manual de instrucciones para viajar de otra manera, dicen. Ser viajero es algo distinguido, personalizado, articulado y consciente, pero ser turista te coloca en el objetivo de la cámara del fotógrafo británico Martin Parr. Nos convierte en uno más de los personajes repetidos y globalizados de sus series Small World o The Last Resort. Gente corriente, vulgar, intercambiable. Turismo de masas, que pasa sus ratos de ocio donde puede, donde le dejan; veraneantes apiñados en playas artificiales; personas insolándose y parejas aburridas en restaurantes. La simple palabra «vacaciones» puede bastar para convertir un espacio o una experiencia en vacacional. «Es el triunfo del nominalismo sobre la experiencia sensible», como apuntala Eloy Fernández Porta en Homo Sampler (Anagrama, 2008).

Parr documenta con la cámara y proyecta ironía y sentido del humor pero su mirada resulta terriblemente ambigua. ¿Dónde se coloca el fotógrafo? ¿Cuál es verdaderamente su punto de vista? Nos inquieta, dice Fernández Porta, este paisaje trash turístico que nos propone Parr en sus imágenes porque, por un lado, asistimos distanciados ante la opción vacacional que entendemos aberrante, solo posible para «esas otras personas» igualmente horribles. Digamos que entendemos que estas gentes merecen ese paisaje, esas circunstancias, cuando vemos detrás de un operador turístico a veinte japoneses haciendo fotos. Nosotros no, no somos eso. Pero al observar las fotos de Parr reconocemos gestos de ternura, de sencillez, de supervivencia, hasta de ingenuidad placentera. Gestos en los que sí nos reconocemos, sensaciones que sí queremos para nuestro ocio, paisajes y hábitos familiares. ¿Quién no ha estado nunca en una playa atestada, en una piscina abarrotada y gritona, tomando plácidamente el sol, animado por el bullicio y la vitalidad? Los personajes de Parr son parte de nosotros; nos reconocemos y les reconocemos.

Por su parte, David Foster Wallace nos recordaba en su crónica Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer (Mondadori, 2001) lo excitante y traumático que puede ser realizar un crucero turístico de siete noches por el Caribe a bordo del Zenith, un barco de 47.255 toneladas:

He visto montones de barcos blancos e inmensos. He visto bancos de pececitos con las aletas brillantes. He visto a un chico de trece años con tupé. (A los pececitos brillantes les gustaba aglomerarse entre nuestro casco y el cemento del muelle donde atracábamos.) He visto la costa norte de Jamaica. He visto y olido a los ciento cuarenta y cinco gatos de la Residencia Ernest Hemingway de Cayo Hueso, Florida. Ahora conozco la diferencia entre el bingo normal y el Prize-O, y lo que quiere decir que el bote de un bingo «nieve». He visto videocámaras que casi necesitaban una plataforma móvil; he visto maletas fluorescentes, gafas de sol fluorescentes, quevedos fluorescentes y más de veinte marcas distintas de chanclas de goma. He oído timbales, he comido buñuelos de caracola y he visto a una mujer con un vestido de lamé vomitando a distancia dentro de un ascensor de cristal. He señalado rítmicamente al techo al compás dos por cuatro de la misma música disco con la que en 1977 odiaba señalar al techo.

(…)

En una semana he sido objeto de mil quinientas sonrisas profesionales. Me he quemado y he mudado la piel dos veces. He tirado al plato en el mar. ¿Es esto suficiente? En aquellos momentos no parecía suficiente. He sentido todo el peso del cielo subtropical como si fuera una manta. He saltado una docena de veces al oír el ruido tremendo, parecido a una flatulencia de los dioses, de la sirena de un crucero.

Wallace, como Parr, se distancia con ironía del montaje que observa y registra, aunque en el primero se subraya el cinismo no exento de cierta conmiseración con los seres humanos que, como él con sus precariedades, habitan en este planeta. ¿Viajero o turista? ¿Realmente existe esta «distinción»?

La cronista Carolina Reymundez, en El mejor trabajo del mundo (Südpol, 2013), es taxativa: viajero y turista es lo mismo. Todo forma parte de una industria que mueve millones. Son la misma cosa y hasta la misma persona. Ciertas fórmulas, nos dice Reymundez, envejecen mal y ésta de los que se jactan de ser viajeros en lugar de turistas le chirría demasiado: «El mundo no es una novela de Bowles, mucho menos sesenta años después, donde cada uno viaja como puede». Se refiere, ya saben, a Paul Bowles y El cielo protector (1949) esa obra emblemática que, convertida en película por Bertolucci a finales de los ochenta, consiguió un enamoramiento generalizado por el mundo árabe en aquellos que, por edad o circunstancias, no habían sido cautivados en los sesenta por otro gran filme: Lawrence de Arabia (1962). Oriente como emblema de libertad para los occidentales, para practicar el arte de la fuga, el viaje dislocante frente a la racionalidad del viaje a Europa, señala María Sonia Cristoff en su prólogo a Pasaje a Oriente (FCE, 2009), una antología de cronistas que emprendieron viajes por aquellas tierras. «Mundo árabe», «viaje dislocante»… Categorías eurocéntricas y «orientalistas» (en el sentido en el que nos mostró Edward Said en Orientalismo) y que la escritura de viajes posterior ha puesto en cuestión o cuando menos ha tratado de deconstruir. Hay quien consiguió, ya en el siglo XVIII, con su mirada ecléctica, socavar los prejuicios y la antinomia Oriente-Occidente, como ha demostrado Patricia Almarcegui en Alí Bey y los viajeros europeos a Oriente (Bellaterra, 2007). No hay que perder de vista que El cielo protector no es un ejemplo paradigmático sino más bien problemático, porque se trata de una novela de 1949 y su adaptación cinematográfica es de 1989, y eso sitúa la narración en un lugar ambivalente entre las concepciones coloniales y las poscoloniales.

Entendemos que estas gentes merecen ese paisaje cuando vemos detrás de un operador turístico a veinte japoneses haciendo fotos. Nosotros no, no somos eso

Algunos soñaron con dejar de ser turistas para convertirse en viajeros. Especialmente en el Tánger que retrató y recreó Bowles. Un territorio cargado de interpretaciones y de referencias literarias. Junto al Tánger de Bowles, el de Borroughs y su Almuerzo desnudo; el de Jean Genet o el de Edgardo Cozarinsky, que se convirtió en la película Fantasmas de Tánger… Textualidades literarias, fílmicas y periodísticas que conformaban ya un paisaje concreto de la ciudad de Tánger. Un espacio de liberalidad declarado Zona Internacional tras la Primera Guerra Mundial y que se decidió neutral, de libre comercio, puerto franco, lugar cosmopolita donde circulaban las drogas y conductas extravagantes que en otras ciudades hubieran sido penalizadas con la cárcel. Para Reymúndez, Bowles y Tánger fueron un viaje iniciático, su motor de arranque para emprender con fuerza el ejercicio del periodismo de viajes. Para ella, también en Tánger comenzó su búsqueda.

Un turista piensa desde el momento de su partida en regresar a casa, mientras que un viajero puede no regresar nunca. O algo así decía Bowles, y le creímos, y seguimos sus pasos, o fabulamos con seguirlos. Como Carolina Reymundez. En «Deconstructing Paul», el escritor Jorge Carrión nos cuenta con detalle cómo y por qué se configuró el «mito Bowles» (en Viaje contra espacio. Juan Goytisolo y W. G. Sebald, Iberoamericana, 2009). «A partir de cierto punto no hay retorno posible. Ése es el punto al que hay que llegar», recoge Reymundez de Bowles, que a su vez lo tomó de Kafka. Y soñamos con que así sea (a veces); con que la vida nos permitiese no regresar, pero solemos ser más pragmáticos. En función de nuestra economía, administramos con prudencia nuestras dosis viajeras y deseos escapistas. El viaje como un lugar sin tiempo, o con un tiempo encapsulado en el espacio y, por lo tanto, sin conflicto. Justamente lo opuesto a la idea de vacaciones como lugar familiar problemático, punto donde confluyen las tensiones que no llegan a ebullición durante los meses de ritmo laboral o escolar.

Con todo, muchos se siguen liando la manta a la cabeza, como Fernando Rutia, que ha decidido dar la vuelta al mundo sin prisas. Busca hacer realidad ese sueño mediante el intercambio de trabajo por comida y alojamiento. Nos lo cuenta Sonia Linacero en «¿Algún voluntario para dar la vuelta al mundo?». Pero hasta esta «libertad de movimiento» que ha escogido Rutia como forma de vida está regulada por el mercado turístico. ¡Y menos mal!, porque con frecuencia se critica al turismo por el mero hecho de que se entiende como actividad mercantil, alienadora. Ya saben, el «pan y circo» de la sátira X de Juvenal que describe la práctica de una sociedad en la que, para mantener tranquila a la población u ocultar hechos controvertidos, se provee a las masas de alimento y entretenimiento de baja calidad y con criterios asistencialistas. La forma más efectiva de subir al poder y mantener adormilada y tranquila a la población.

HelpXWorkaway o WWOOF son distintas plataformas internacionales que ponen en contacto a voluntarios de todo el mundo con hosts, establecimientos adheridos a esta singular forma de viajar. Granjas, albergues, ranchos, bed&breakfast, casas particulares, hostales e incluso barcos de recreo ofrecen a los viajeros comida y alojamiento a cambio de cuatro o cinco horas diarias de trabajo. Todas estas plataformas tienen el denominador común de facilitar el intercambio directo que workawayers hosters establecen para negociar ese canje. Son voluntariados que brindan al viajero la oportunidad de estar en muchos sitios, trabajar unas horas y de paso observar otras costumbres, idiomas, gentes y experiencias.

Del flâneur al globetrotter

Je flâne, yo ando como un espíritu, como un elemento, como un  cuerpo sin alma en esta soledad de París; ando lelo, paréceme que no camino, que no voy sino que me dejo ir, que floto sobre el asfalto de las aceras de los baluartes. Sólo aquí puede un hombre ingenuo pararse y abrir un palmo de boca, contemplando la Casa Dorada, los baños Chinescos, o el Café Cardinal. Solo aquí puedo a mis anchas extasiarme ante las litografías, grabados, libros y monadas expuestas a la calle de un almacén; recorrerlas una a una, conocerlas desde lejos, irme, volver al otro día para saludar la otra estampita que acaba de aparecer.

Domingo Faustino Sarmiento, «París», en Viajes por Europa, África y América, 1849.

Este deambular, este transitar por la urbe creando un itinerario, y hacerlo en concreto por París, epítome europeo para el viajero del XIX, será la narratividad desde la que se articule la crónica moderna. Sarmiento registra estas formas, esta costumbre andariega en el París de mediados del XIX. La crónica urbana se practicaría con profusión en su mixtura periodístico-literaria especialmente, como decimos, durante el siglo XIX pero también hasta bien entrado el siglo siguiente. Un período exultante para este género que se «inventa» la vida urbana, el progreso, la abundancia, la novedad, el acontecimiento; que recrea el palpitar de sus cafés, bulevares, de las calles por las que vagabundean los cronistas. Es la ciudad «descubierta», que normalmente enamora, pero también puede desagradar. Sarmiento, desde su espíritu viajero reformador, más ilustrado que decimonónico, observa la capital francesa y registra este callejear que le sorprende:

es cosa tan santa y respetable en París flâner; es una función privilegiada, en que nadie osa interrumpir a otro. El flâneur tiene derecho de meter sus narices por todas partes. El propietario lo conoce en su mirar medio estúpido, en su sonrisa en la que se burla de él, y disculpa su propia temeridad al mismo tiempo. Si Ud. se para delante de una grieta de la muralla y la mira con atención, no falta un aficionado que se detiene a ver qué está Ud. mirando; sobreviene un tercero, y si hay obstrucción en la calle, atropamiento. ¿Este es, en efecto, el pueblo que ha hecho las revoluciones de 1789 y 1830? ¡Imposible! Y sin embargo ello es real: hago todas las tarde sucesivamente dos, tres grupos para asegurarme de que esto es contante, invariable, característico, maquinal en el parisiense.

Sarmiento da testimonio y comprueba, cual antropólogo, que «flanear» es un hecho y el flâneur un personaje real. Dorde Cuvardic García, en su libro sobre el flâneur y la flanerie como práctica cultural del modernismo y del costumbrismo (bajo el paraguas de lo que ya expusiera de este «pasear» Walter Benjamin en su lectura atenta de Baudelaire y su pintura de la vida moderna) comenta que fue en este período en el que las ciudades se convirtieron en metrópolis, cuando surgieron prácticas discursivas nuevas; entre ellas la de la crónica, que pretende conferir a estos espacios legibilidad, dentro del orden simbólico burgués. Los trayectos urbanos que realizan los escritores, los itinerarios que trazan en sus paseos, cumplen con este propósito. Existe una visión mercantil del flâneur dentro del proyecto burgués que pretende controlar los espacios públicos y presentar los comercios como lugares de ocio amable frente a otros espacios amenazantes de la ciudad, como los barrios bajos, los barrios obreros. Néstor García Canclini en Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización (Grijalvo, 1995) considera que «flanear los itinerarios urbanos es un modo de entretenimiento asociado a la mercantilización moderna y a su espectacularización en el consumo». La sociedad burguesa irá recreando espacios públicos seguros como el interior burgués y se ocupa de expresarlos discursivamente en la crónica periodística.

En la década de 1830 se impone ya sin ambages la flanerie textual como una de las formas discursivas vinculada a la publicación y distribución amplia de novelas y de periódicos europeos. La ciudad es un escenario, unos grandes almacenes, un bazar del que se extraen diálogos, personajes, anécdotas, retratos de vida, retazos de realidad. El flâneur observa la ciudad como si fuera el escaparate de una tienda, una vitrina donde la ciudad es vista como un espectáculo. El costumbrismo y el realismo se ocupan de tipificar, de describir ambientes y espacios, de mostrar la sociabilidad urbanita. El periodismo del XIX se pliega al artículo de costumbres y a la crónica. En España, Larra es un ejemplo valioso de la evolución del flâneur y de su intersección con otra figura singular: el dandi —un personaje que bien pudo representar en su extravagancia y modales el madrileño—. La repercusión de sus artículos, su calidad literaria, sus recursos narrativos y argumentales llegaron hasta América. Más allá de los Pirineos, Baudelaire desarrolla toda una teoría estética del flâneur en El pintor de la vida moderna y Balzac registra la sociedad francesa de su época en su Comedia Humana. La retórica del paseo y el retrato de la metrópoli a finales del XIX están completamente instalados en el periodismo.

Otro viajero hispanoamericano, Justo Sierra, callejeando por Nueva York en 1898, se cuestionaba por el término «flâneur»: «¿Cómo se traduce en castellano el verbo francés «flâner”?» Lo cierto es que no hay una traducción precisa. El flâneur es un paseante de su propia ciudad, lo que nos lleva a preguntarnos hasta qué punto es trasladable a otros ámbitos y a otras narrativas. Sierra se responde:

Vaguear caprichosamente con la seguridad de no ser cazado por el pensamiento interior, como una mosca por una araña; vaguear con la certeza de la perpetua distracción para los ojos, con la certeza de objetivar siempre, de no caer en el poder de lo subjetivo, el insaciable verdugo del placer y la esperanza; vaguear basculando por la gente, afianzándose de los cristales de los escaparates (un yucateco, según me dicen, es capaz de afianzarse en un cristal, y por eso no borro el disparate), mirando al interior de las casas, husmeando en los almacenes, anclando en las tiendas, embobándose delante de los edificios, seguido con los ojos de piso en piso, con peligro de una entorsis del cuello, hasta las balaustradas o las buhardillas que los rematan, y recortan, encima de cada calle de cada avenida, una cinta estrecha de cielo entintado de gris húmedo por el otoño, ¡qué olímpico placer! ¿Quién ha dicho que el tiempo es oro?

«Por abajo», en En tierra yankee (notas a todo vapor), 1898.

Y no creo que «vaguear» fuera el sentido último con el que se viera representado Sarmiento en su viaje a Europa, aunque sí que parece sentirse sorprendido ante el flâneur parisino e imitar sus pasos narrativos, su retórica del paseo. Y me pregunto si una traducción tentativa de ese término no implicaría rehabilitar y revalorizar el término «vaguear», porque ese parece ser su sentido original en francés.

El viaje a Europa tenía un carácter cosmopolita. El paso por Europa se hacía necesario, como ocurriría con Norteamérica después. Y serán precisamente estos viajeros burgueses, periodistas, en muchos casos corresponsales en grandes metrópolis, como el cubano José Martí a finalísimos del XIX o la española Josefina Carabias a mediados del XX, los que asuman parte de las características discursivas del flâneur, aunque ya los tiempos, los ritmos y las necesidades sean otras.

Pero este viaje a Europa «educativo e ilustrado» venía de tiempo atrás. En realidad lo practicaron los «señoritos» ingleses de familias adineradas a finales del XVII para divulgarse finalmente entre la alta burguesía y nobleza europea en el XVIII. Esta experiencia viajera, denominada el Grand Tour, tuvo su apogeo en la década de 1770 y pasaba en alguna medida por ser un proceso de iniciación, de aprendizaje para los jóvenes de alcurnia.

Dos enclaves imprescindibles eran Francia e Italia, pero el viaje a Italia fue narrado por muchos, franceses, alemanes, españoles, rusos… Moratín hizo su viaje a Italia, como Goethe hizo el suyo. Attilio Brilli lo cuenta con detalle en El viaje a Italia: Historia de una gran tradición cultural (Antonio Machado, 2010). En el XVIII, los valores ilustrados, de progreso y civilización y el sentimiento individualista y colonialista contribuyeron (junto con los avances tecnológicos y científicos) a que surgieran exploradores, comerciantes, diplomáticos, literatos, viajeros de toda índole. Todos impregnados por el optimismo y la confianza en el hombre en un período en el que había que registrar, conocer, tasar, regular, nombrar, clasificar e incluso «civilizar» el planeta. Algunos de estos «hombres de bien» de la época deseaban documentar la realidad, observar de primera mano, dar testimonio, controlar y experimentar los usos y las costumbres de otros pueblos. Esta vertiente pseudocientífica también traía consigo el deambular del flâneur que traza un recorrido, unos márgenes, un adentro y un afuera, como demuestran las crónicas de viajes de este período.

El Grand Tour tuvo su apogeo en la década de 1770 y era un proceso de iniciación y aprendizaje para los jóvenes europeos de alcurnia

En el Romanticismo y bien entrado ya el siglo XIX el itinerario se amplió y España, por ejemplo, atrajo las miradas de muchos viajeros, pero también Grecia, Jerusalén y Oriente Próximo. La ruta se desbordó y variaron los itinerarios y los intereses.

Las mujeres viajeras también proliferaron en este período. Cristina Morató recoge en Viajeras intrépidas y aventureras (Plaza & Janes, 2007) las hazañas de un puñado de mujeres que se lanzaron a descubrir el mundo. Pero ahora quisiera traer a colación el singular viaje de dos periodistas norteamericanas que se propusieron dar la vuelta al mundo y batir el récord de Phileas Fogg, el personaje de Julio Verne. Nellie Bly, una periodista precursora en sus investigaciones de los periodistas comprometidos que se llamarían más tarde muckrakers, que tra­bajaba en el periódico The World, de Joseph Pulitzer, y Elizabeth Bisland, de The Cosmopo­litan. Bly, en 1888, batía el récord del héroe literario de Verne, que había cruzado el globo en 80 días. Realizó la hazaña en «setenta y dos días, seis horas, once minutos y catorce segundos». Matthev Goodman nos cuenta al detalle sendas aventuras en Ochenta días (Aguilar, 2013). Eran, por cierto, viajes programados al minuto, nada de vagabundear, nada de «flanear». Estas periodistas, participantes en una contrarreloj, tenían objetivos que cumplir que, desde luego, no les permitían deambular. Su oponente era un personaje de ficción y su objetivo, aunque se lograse, no solo era una cuestión de tiempos y de espacios, sino también de género. Ambas se embarcaron en un periplo viajero que ayudaría a terminar con las suposiciones sobre la incapacidad de las mujeres para viajar solas. De este hilo conductor tira un estudio sobre Nelly Bly, «Traveling Light: Nellie Bly’s All-Inclusive Bag» (Cristina Scatamacchia, 2012) donde se extrae todo el potencial posible a la pequeña «bolsa de viaje» que la periodista llevó consigo para realizar su particular vuelta al mundo.

Como señala Colombi, la figura del corresponsal irá imponiendo otros ritmos al periódico (y no digamos el reportero). El paseo irá dando paso a trayectos ordenados y diseñados. De la celeridad de los tiempos y de la información surge el globetrotter, que se mueve a una velocidad intermedia entre el caminar y el correr. La crónica de la modernidad de finales del XIX y primera mitad del XX se traduce en textos más breves y elípticos que incorporan, entre otras cuestiones, el motivo del desengaño. Cronistas que persiguen «la autenticidad» en el entramado urbanita de souvenires, reproducciones y copias. Ahora bien, estos viajeros, como los anteriores, muestran en numerosas ocasiones sus jerarquías y sus privilegios de clase, «estigmatizan al advenedizo, que puede ser tanto turista, negro, sirviente, yankee o rastacuero latinoamericano. Configuran verdaderas personalidades viajeras, que las futuras crónicas tenderán a omitir, o a disimular».

El paseo irá dando paso a trayectos ordenados y diseñados. De la celeridad surge el globetrotter, que se mueve a una velocidad intermedia entre el caminar y el correr

Desde el cosmopolitismo de viajeros como Rubén Darío, Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera, José Martí, Enrique Gómez Carrillo, Paul Groussac, Juan Croniqueur, Miguel Cané, Roberto Arlt, Julián del Casal, Salvador Novo, Joaquín Edwards Bello, Ricardo Palma o Eduardo Wilde, entre tantos cronistas latinoamericanos, se textualiza la ciudad y se reconstruye la crónica literaria. Susana Rotker sostiene en La invención de la crónica (FCE, 2005) que el periodismo literario se configura verdaderamente en esta etapa, con estos autores modernistas y en estos relatos. Un punto de inflexión entre la referencialidad y funcionalidad propias del periodismo y el estilo artístico, el sentido trascendente de la literatura. Porque la hibridación de la crónica supone un encuentro dialéctico. La crónica como espacio de condensación, dirá Rotker, donde los modernistas intentaron unir formas diversas, «la dualidad como sistema, la escritura como tensión y punto de encuentro entre los antagonismos: espíritu/materia, literatura/periodismo, prosa/poesía, lo importado/lo propio, el yo/lo colectivo, arte/sistemas de producción, naturaleza/artificio, hombre/animal, conformidad/denuncia».

Recuperemos por un momento el Grand Tour y trasladémoslo al siglo XXI. Podemos encontrar un paralelismo —no en ritmos ni en tiempos, y quizá tampoco en intenciones— con el Eurotrip que llevan adelante los estudiantes norteamericanos de prestigiosas, luego costosas, universidades, cuando realizan estancias de intercambio en Europa. No hay ciudad europea que no visiten en los apenas 4 o 6 meses que pasan en España, si llegan. Un concepto como el InterRail europeo, que hemos practicado muchos, trata de recoger en versión «turismo de masas», trotamundos, un Grand Tour juvenil y precario. «Coge el tren para hacer una visita relámpago por Europa. Conoce a otros viajeros, experimenta todo lo que Europa puede ofrecerte y colecciona recuerdos inolvidables por el camino», nos animan desde su página web. Otro paralelismo, no tanto en cuanto a jerarquías sociales, pero sí por su dimensión educativa, tendría que establecerse entre este viaje iniciático del XVIII y el XIX con el sistema Erasmus de becas e intercambio de estudiantes (esas que han estado a punto de desaparecer con los recortes). Otra derivación interesante. Algunos entienden el Grand Tour como un fenómeno precursor del turismo, no del turismo como lo entendemos hoy en día, vinculado lógicamente a las masas y a la marcada estratificación entre trabajo y ocio, pero sí como un motor viajero que se trató de institucionalizar en un amplio sector y que, en efecto, se popularizó entre la burguesía.

De turista a geonauta

En El turista: una nueva teoría de la clase ociosa (Editorial Melusina, 2003) Dean MacCannell reivindica al turista como actor importante para los estudios sociológicos y ofrece una breve evolución de los viajeros a través del tiempo. Esta trayectoria pone en evidencia lo significativo de cada etapa por medio de los intereses y los sujetos protagonistas:

El descubrimiento de sí mismo a través de una búsqueda compleja y por momentos ardua de un Otro constituye un tema básico de nuestra civilización que sirve de base a una extensa literatura: Ulises, Eneas, La Diáspora, Chaucer, Cristóbal Colón, El progreso del peregrino, Gulliver, Julio Verne, la etnografía occidental, la Larga Marcha de Mao. Dicho tema no se limita a atravesar nuestra literatura y nuestra historia, sino que crece, se desarrolla y culmina en una especie de florecimiento final en la modernidad. Lo que comienza siendo la actividad propia de un héroe (Alejandro Magno), se convierte en el objetivo de un grupo organizado (los cruzados) en la marca de prestigio de una clase social entera (el Grand Tour del gentleman británico), y finalmente pasa a ser una experiencia universal (el turista).

MacCannell sitúa la experiencia turística como una experiencia cultural. La población mundial, en especial la clase media, es turista. Sin embargo, no podemos olvidar que el turismo es una industria (la segunda o tercera legal más importante del mundo por volumen y cifras) que «vende» mercancías/productos y no necesariamente conocimiento: no es su misión primordial.

En este sentido y sin hacer taxonomía, pero para profundizar un poco, hay destacadas aportaciones al análisis del actual fenómeno global, a partir de un concepto novedoso e interesante (que va más allá del ya demasiado impreciso «turista»): el geonauta.  Según Enrique Gil Calvo (Claves, nº 235, julio-agosto de 2014) con tres tipos principales: a) el «geonauta mercenario» cuyo denominador común es el «afán de lucro» en su desplazamiento (desde comerciantes, empresarios, tecnócratas, inversores, políticos a intelectuales, académicos, periodistas, músicos, artistas, modelos); b) el «geonauta consuntivo o hedonista», desinteresados turistas (en el sentido clásico) cuyos viajes no son una necesidad, ni un negocio, sino una diversión, un descanso, una aventura a la búsqueda del placer o las emociones; y c) el «geonauta filantrópico» que viaja por razones humanitarias o de manera comprometida o desinteresada y sin ánimo directo de lucro, para colaborar, por ejemplo, con las ONG.

Son los herederos directos de los misioneros cristianos coloniales, los aventureros imperialistas (tipo David Livingstone o Cecil Rhodes) o los funcionarios etnográficos coloniales precursores de la antropología.

A propósito del «Doctor Livingstone, I presume?» y de los geonautas filantrópicos, hay que mencionar la sabrosa crónica «Pole, Pole. De Zanzibar a Tanganica» de Martín Caparrós (recopilada en Mejor que ficción, Anagrama, 2012), quien sigue los pasos del periodista y expedicionario Henry Morton Stanley, que seguía los del explorador escocés del XIX David Livingstone, perdido desde hacía mucho tiempo en el corazón de África, para llegar a escribir En busca del doctor Livingstone.

Este viaje caparrosiano es a su vez el viaje del cronista Stanley y el del doctor y misionero Livinsgtone y el nuestro y, entre todas estas capas discursivas, nos descubre cómo han cambiado las formas de viajar, aunque algunas motivaciones puedan parecerse a las actuales y también superponerse unas a otras: la del geonauta mercenario con la del hedonista y con la del filantrópico. Geonautas al fin y al cabo que recorren toda la gama de colores que va del blanco al negro para devolvernos una experiencia viajera renovada, gracias a las palabras, las interpretaciones-traducciones y la mediación del cronista argentino. Un breve fragmento:

Pole pole parece ser el concepto básico del weltanschauung swahili: se podría traducir libremente como tranqui, para-qué-calentarse, take it easy. Se lo puede pensar como una manera de saber vivir sin apremios o resignarse a los ritmos posibles, o como una forma de resistencia pacífica: cuando cualquier prisa es beneficio para el amo, ir pole pole es una forma de recortarle las ganancias.

—Hakuna matata. Pole pole.

Todos lo dicen, todo el tiempo, y no es reciente: Henry Stanley se pasó meses en Zanzíbar tratando de apurar los preparativos de su expedición, sin conseguirlo. Aquellas expediciones eran algo serio: para lanzarse a los desconocido se necesitaban muchos hombres y equipo; sobre todo, porteadores que llevaran los traveller’s cheques de entonces, los fardos de tela que servían como dinero para pagar peajes y sobornos a los reyezuelos que aparecían en el camino. Aquella expedición le costó al New York Herald 20.000 dólares de entonces –250.000 de ahora—.

Por fin, el 4 de febrero de 1871, Stanley desembarcó en el continente, en Bagamoyo. En esos días Bagamoyo era el puerto más próspero del tráfico de esclavos; de hecho, Bagamoyo significa «deja aquí tu corazón», porque era el lugar donde los esclavos se embarcaban hacia el mercado de Zanzíbar, donde perdían toda esperanza de volver a su tierra alguna vez. Eran, cada año, unos 100.000. A principios de siglo el puerto de Dar es Salaam reemplazó a Bagamoyo; ahora Bagamoyo es una ruina que no sabe que ya hace mucho que no existe.

Los lugares y las atracciones son experiencias que transforman la materia prima con la que trabajan los cronistas actuales. El desplazamiento actual es regresar a un lugar del globo donde se había estado anteriormente, ya sea de forma física o de forma virtual. Son interesantes en este sentido las observaciones de Ángeles Rubio Gil sobre «Turismo experiencial» (Claves, nº 235, 2014) que, al hilo de otras reflexiones de Jeremy Rifkin (La era del acceso. La revolución de la nueva economía, Paidós, 2000), comenta «la evolución del capitalismo hacia la producción cultural y la mercantilización de experiencias de vida».

El turismo aparece vendido como «experiencia», en la línea de lo que planteó Rolf Jensen con su «sociedad del ensueño» y los cambios que se han producido en la actividad turística  (Dream Society, 1999) o Erik Cohen en «Principales tendencias del turismo contemporáneo» (Política y Sociedad, 2005, Vol. 42 Núm. 1), que apunta grandes tendencias en la evolución del turismo, marcadas por la modernidad y la postmodernidad, que han ido acompañadas por diversos sistemas teóricos que destacaban alternativamente la búsqueda de la autenticidad, la distinción, la fantasía y las emociones fuertes. Se trata de una racionalización y desmaterialización de la experiencia. Una vuelta de tuerca más. Vender y comprar sensaciones y emociones. Cuestiones poco tangibles, nada físicas, como sí son las opciones turísticas menos sofisticadas de los bañistas de Parr. Este «turismo experiencial» que define Rubio Gil busca vivencias innovadoras, memoriales y sensoriales que suponen un beneficio para el consumidor y una transformación personal. Un mercado emocional que también tiene sus modalidades (aventura, amor y amistad, atención, identidad, paz mental y creencias). ¿Qué experiencia suele comprar usted? ¿Por qué emociones transita y anhela adquirir en vacaciones?

Turismo slow, también lo llaman, al amparo de una filosofía de la lentitud que trata de sosegar el tiempo del consumo. Y esta opción pausada me remite también al periodismo; al también denominado Slow Journalism, periodismo narrativo o crónica, como el que potenciamos y disfrutamos frente al periodismo urgente, monocromo y acelerado de algunos medios convencionales. Y puede que también se pudiera explorar ese sentido de «experiencia» asociada a una cierta emergencia de la crónica viajera que participa del hecho de «vender» experiencias personalizadas y únicas. Se abre un posible campo interesante y fecundo de análisis: ¿Hasta qué punto el interés por los cronistas viajeros se ha visto apoyado, influido, potenciado por el marketing de customer experience que desarrolla —destinos, lugares, experiencias, narraciones, publicaciones— la potente y global industria del turismo? El cronista de viajes como una suerte de coach, de tour operator, de intermediario cultural, si se prefiere, involucrado en la industria del turismo. ¿Y quién no está involucrado en el mercado? ¿Y qué tiene de malo si el trabajo se realiza con rigor y nos ayuda a comprender, a vivir mejor, a facilitarnos la experiencia de vida que merecemos?

Periodismo de viajes

Cuando Carolina Reymundez comenzó a viajar no se usaban las guías de viaje, no existía Google ni Google Earth ni GPS y era un regalo mágico que alguien te facilitase «un dato», un restaurante barato, un camino singular, una estrategia para esquivar conflictos fronterizos…. Cuando comenzó su «periodismo turístico», en el diario argentino La Nación, los periodistas de viajes estaban bronceados y no entrevistaban a políticos, ni a famosos, ni cubrían ninguna guerra; «Eso no era periodismo, se decía, eso era estar de vacaciones». Reymundez nos cuenta en El mejor trabajo del mundo que eligió esta profesión porque quería viajar para conocer el mundo y para contarles a futuros viajeros los lugares, los rostros y las costumbres. Sobre todo para acercar esos territorios a los «viajeros de sillón», a aquellos que realmente no irán nunca a esos espacios.

En los diarios de Argentina y otros países latinoamericanos, en los noventa, surgieron los suplementos de turismo, pero nadie viajaba aún, así que las noticias se escribían

con una enciclopedia al lado, eran resúmenes de lo leído con una lista de adjetivos XL. Los suplementos goteaban bellos, maravillosos, hermosos, increíbles, espectaculares, fascinantes, paradisíacos.

Los suplementos empezaron a descubrir paraísos aquí y allá, en la montaña y en la playa, en las ciudades y en los desiertos. «Paraísos desconocidos» y «datos útiles» para viajar de forma sencilla y barata. Reymundez desmitifica nuevamente: «El paraíso es un lugar común». Nos detalla la cronista en qué consiste un viaje de prensa o press trip. Lo compara con un viaje de recién graduados (con romances y peleas incluidos).  Suelen ser viajes cortos, de agendas apretadas y cerradas. «Uno va de un lado para otro y siempre medio dormido porque el día arranca temprano y termina tarde. No se contempla el jet lag ni el tiempo libre». Todo es una sucesión de cenas de bienvenida y almuerzos de despedida. La mayoría del tiempo transcurre entre colegas de la profesión, lo que dificulta las posibilidades de tomar realmente el pulso a un lugar.

Un viaje de prensa estándar podría incluir: una entrevista con un secretario de turismo que el 90 por ciento de las veces es un funcionario que no aportará nada a la nota, un almuerzo larguísimo con encargados de relaciones públicas de hoteles que dan alojamiento para el viaje, media hora en un museo que requiere por lo menos seis, quince minutos en el centro y una charla breve con un artesano del lugar.

Y con todo esto, a la vuelta, se publica un artículo en el suplemento o en la revista de viajes al uso. Reymúndez, que vivió de este modo durante diez años, ahora trata de viajar con otros tiempos y de otras maneras. Nos aporta además en este volumen una ocurrente y divertida clasificación de periodistas de viajes que va del optimista y el conquistador, pasando por el vago, el Speedy González y el poeta, hasta llegar al héroe, el forastero y Mr. Pequeñito, una suerte del Ned Flanders de Los Simpson: «Él no visita pueblos, sino pueblitos. Anda por callecitas y se toma un cafetito al final del paseíto. Uno podría pensar que no vive en este mundo, sino en un mundito». Reymúndez tiene mucho mundo y su mochila no deja de sacar conejos mágicos como si se tratase de la chistera de un mago.

Metaviajeros

Jorge Carrión enarbola en Viaje contra espacio esta categoría de metaviajeros para referirse a los viajeros postmodernos, que sitúa aproximadamente después de la Segunda Guerra Mundial, con una excepción clave, la de Walter Benjamin, que falleció durante la contienda. El metaviajero se ha desprendido de categorías como el descubrimiento, la novedad o lo exótico y afronta el viaje como un regreso, una vuelta. Conocer los lugares y dar testimonio de ello no resulta ya novedoso ni para los cronistas ni para los lectores. Lo que se conjuga aquí es cómo narrar el desplazamiento actual cuando se nutre y transita por diversos contextos fragmentados, convulsos, mediáticos y lingüísticos previos, con el dilema añadido que plantea la globalización. El viajero postmoderno no descubre, relee lo que ya es familiar a fuerza de lecturas superpuestas. Por eso Carrión entiende a Benjamin como metaviajero, porque escribió sobre París y sobre Europa desde una posición de constante regreso. Un viajero sin el que difícilmente se comprendería la trayectoria posterior de otros. Esta intertextualidad es básica y propia de la modernidad líquida que define Bauman, de la contaminación cultural y del fluctuar artístico presente.

Otra característica fundamental es la conciencia narrativa explícita del proceso de desplazamiento, del proceso de escritura. La dificultad por encontrar la manera adecuada para dar cuenta del Otro, que sirva para confrontar espacios más que tiempos. La referencialidad, lo meta-narrativo que configura esta etapa. En la posmodernidad, dice Carrión, «la forma del relato de viaje no viene dada. Encontrarla es una agonía: un conflicto. Como el fantasma de la muerte del viaje, el del agotamiento de las formas de narrar y de los grandes relatos posibles solo puede conducir al exorcismo, a la rebelión». Esta autoconciencia de las técnicas narrativas se encuentra en Chatwin, en Sontag, en Goytisolo, en Sebald, en Caparrós.

Como señalamos en «Metaviajeros españoles» Eduardo Fariña y yo misma, siguiendo de cerca lo expuesto por Carrión, los cronistas metaviajeros, taxidermistas de realidades, invitan a los turistas a involucrarse emocionalmente en el paisaje y dejar de lado todo síntoma de pasividad. La crónica literaria supera la ambigüedad de la saturación de información, el abuso de impresiones difusas y la opaca acumulación de datos (en Crónica y Mirada, Libros del K.O., 2014).

Cada uno de los tres cronistas españoles en los que nos detuvimos en ese estudio —Jorge Carrión, Álvaro Colomer y Gabi Martínez— tiene su estilo particular y su mirada periodística determinada, pero presentan a su manera tres características del turista viajero que desciende del flanêur decimonónico: no nos descubren los destinos que escogen, sino que nos ofrecen una nueva posibilidad de reconocimiento de zonas del planeta que nos resultan lejanas y cercanas.

Gabi Martínez, en Solo para Gigantes, recrea la vida del zóologo valenciano Jordi Magraner en el Hindu Kush, la legendaria zona fronteriza de Afganistán y Pakistán. En Guardianes de la memoria, Colomer se interroga por el peso histórico que cayó sobre cinco ciudades europeas luego de hechos determinantes. Finalmente, Carrión decide viajar por América Latina y China para continuar una larga travesía que comenzó en lecturas anteriores. Tres cronistas españoles que han viajado por los cinco continentes, exponentes del desplazamiento actual.

Volver al lugar conocido y jugar a las siete diferencias

Revisitar espacios ya transitados por el gusto mismo de re-conocer y de re-encontrarse con paisajes, con locales, con amigos. Experimentar el paso del tiempo también a través de los territorios. Carolina Reymundez tiene esa pulsión melancólica y deseo de «volver» que atribuye, dice, a su procedencia porteña, porque Buenos Aires tiene una capa de nostalgia. Lo cierto es que le gusta volver a lugares que ya conoce. Observar las transformaciones, «percibir las arrugas del turismo y las cremas que usan los gobiernos para disimularlas». Y nos propone un juego: el de buscar las siete diferencias que separan a dos dibujos que parecen idénticos. Con los viajes a veces pueden ser así de imperceptibles los cambios, pero lo habitual, si ha pasado suficiente tiempo, es que nos cueste hasta identificar los lugares. También porque nuestra memoria habrá actuado como suele o como debe: mejorando la realidad.