Las islas tienen tanto de paraíso como de cárcel. Llegué a esa conclusión poco después de aterrizar en Maewo, una diminuta isla perdida en medio del inmenso Pacífico. Al principio, sentí gran placer por la independencia que me daban estar tan lejos de mi universo conocido, no poder comunicarme de ninguna manera con las personas que formaban parte de mi vida; no poder volver caminando a casa. La libertad, brutal y salvaje, de la soledad.

Al cabo de unas horas y empujando con fuerza apareció una suerte de asfixia provocada por el hecho de estar encerrada en un lugar del que no podía salir caminando. Eso me aliviaba al tiempo que me abrumaba: la incapacidad de huir de lo que nos persigue siempre, de aquello que ya me atrapaba 17 000 kilómetros antes y me seguía atrapando allí, en aquella isla en medio del Pacífico. El desasosiego de tener que cargar conmigo a todas partes. La esclavitud, brutal y salvaje, de la soledad.

En todo el artículo y la cabecera, imágenes de la película My Mexican Bretzel (Nuria Giménez, 2019).

En su libro rojo sin título, Paravadin Kanvar Kharjappali explica que la diferencia entre el viajero y el turista es que «el viajero se adapta al lugar mientras que el turista espera que el lugar se adapte a él». Cuando lo leí, pensé que algo similar sucede con las personas. En ocasiones, llegamos al Otro dispuestos a dejar de lado lo que nos es familiar, fácil y cómodo, para sumergirnos en lo desconocido. Pero otras veces, caemos en la trampa de la pereza, donde el único motor que lo impulsa todo es la inercia. Nos convertimos en seres desorientados pretendiendo orientar a los demás.

Los mejores viajes son los que, al terminarlos, han logrado que seas una persona distinta a la que los empezó. Los peores son los que puedes recorrer con la mano sin que luego te queden restos en ella. Sucede igual con las películas o los libros. En 1967, a una pregunta sobre la muerte, Kharjappali contestó: «Si existe la reencarnación, en mi próxima vida me gustaría ser un personaje de ficción. Y si no existe, también».

La ficción es una de las pocas formas que tenemos de desaparecer estando presentes y con billete de vuelta. Es como dormir, pero mucho más entretenido. Es poder morir un rato y luego regresar (quizá reencarnados). Durante toda mi infancia, antes de dormir, mi madre se sentaba en mi cama y me contaba un cuento. Es uno de los mejores recuerdos que tengo. Era una sensación única de paz. Puede que me trasladara un poco a la seguridad y el bienestar del vientre materno. Dejar de ser consciente estando consciente, saber que podía dejar de existir durante un tiempo. No ser y poder ser a la vez, cada noche, alguien distinto: tener la oportunidad de enamorarme, escapar de una torre, montar en un caballo volador, ver al mismísimo diablo, beber una pócima mágica, entrar en un bosque misterioso, conocer el secreto de un duende, oír monedas de oro cayendo del cielo y una lista inacabable de cuadros fascinantes.

Templos

Constantemente (y en alguna ocasión de forma desesperada) busco lugares en los que reencontrar esa sensación de bienestar, estilo cuento nocturno infantil, en la que «nada malo puede pasarme aquí». Templos. Refugios. Espacios sagrados que me protegen y en los que lo vulnerable queda fuera. Un cine pequeño y maravilloso en el que cuando me siento y se apagan las luces, no existe nada más que esa pantalla que se ilumina y me deja entrar a un mundo al que no pertenezco pero que me pertenece un rato. Con el tiempo he tenido la extraordinaria suerte de encontrar a algunas personas que también me provocan ese efecto. Santuarios andantes en y con los que me siento a salvo.

Hay quien halla ese alivio en la escritura, arte que Kharjappali concebía simultáneamente como «túnel, escudo, llanto, muerte, escondite, juego, viaje, amante, suplicio, espejo, incendio, obsesión, hogar, tormenta, laberinto, bálsamo y delirio».

Escribir, filmar, vivir…

Léon Barrett no escribía, pero filmaba de forma compulsiva con la esperanza de obtener algo que nunca supo identificar, eso que nunca llegó. Su esposa, Vivian Barrett, sí expresaba en su diario lo que le pesaba y de lo que necesitaba desprenderse. En una de sus libretas, bajo la vaga referencia «Una noche de junio de 1956», puede leerse:

Yo escribo para olvidar. Para deshacerme de memoria y deseos. Para desaparecer. Para perderme dentro. Para estar conmigo misma. Para esconderme de los demás. Para soltar. Para dejar que todo se desparrame en un trozo de papel. Para gritar sin hacer ruido ni molestar a nadie.

Él filma para recordar. Para crear memoria y deseos. Para aparecer. Para perderse fuera. Para no estar consigo mismo. Para exhibirse ante los demás. Para capturar. Para encajar todo dentro de los límites de un marco. Para ser oído y visto por la gente.

Pero lo que al final buscamos los dos es dejar de ser durante un tiempo, sentirnos menos solos y encontrar algo de luz en la oscuridad.

Y unos meses antes de morir, Vivian escribió estas otras palabras sobre las filmaciones de su marido:

Cuando me veo en proyectada en la pared, me invade cierta claustrofobia. Me siento encerrada en esas bobinas, condenada a repetir los mismos gestos y movimientos una y otra vez sin llegar a ninguna parte, sin poder escapar y hasta el infinito en un universo de Sísifos. (…) Al principio parece que esas imágenes te acerquen al instante que representan. Sin embargo, luego te das cuenta de que lo que hacen es llevarte al punto más lejano posible porque te hacen ser extremadamente consciente de que ese momento no va a poder repetirse jamás. Y de ahí a la idea de lo finito, el salto (o más bien el derrumbe) es inmediato e ineludible. 

Igual que hacía Vivian al escribir en su diario, su marido Léon, cuando filmaba, seleccionaba con el objetivo de su cámara aquello que quería mostrarse a sí mismo y a los demás, obviando todo lo que prefería mantener oculto. Ambos reconstruyendo continuamente su memoria y su identidad, fabricando el relato que decidían contarse a sí mismos y a los demás; tergiversando un poco de aquí y cortando otro poco de allá. En algunas ocasiones con toda la intención, en otras sin ni siquiera enterarse. La memoria, maleable, esa materia permeable e incansable, actuando como un criminal o yendo al rescate: ahogando, resucitando, tapando, embelleciendo, arrinconando, soltando, torturando, recreando, silenciando, matando, liberando, deformando.

Rememorar es una forma poco agresiva y muy eficaz de mentirnos a nosotros mismos. Es probable que lo que recordamos haber vivido nos defina mucho más que lo que realmente vivimos. A menudo, nuestra memoria no recuerda lo que se inventa.

Ficciones

Las ficciones, propias o ajenas, recorren un camino al que el tiempo no tiene acceso. Pueden transformarse según por dónde pasen, pero nunca salen de esa senda sin principio ni fin. Como la medusa inmortal, que cuando llega a vieja, se vuelve a hacer joven y cuando no puede ser más joven, vuelve a crecer. Quizá la misma eternidad sea una ficción y acabe devorándose a sí misma.

Mientras tanto, nosotros seguiremos pasando de un campo abierto con un horizonte infinito a un pasadizo muy estrecho cuyos muros se irán cerniendo cada vez más sobre nosotros hasta que nos escupan irreversiblemente al otro lado. Y una vez ahí, otro Maewo: soledad, algo de libertad, algo de esclavitud y la imposibilidad de volver atrás.

Turistas y viajeros, islas y ficciones, escritos y filmaciones, creadores mortales y, con suerte, incluso lugares en los que nada malo puede pasarle al otro.


My Mexican Bretzel

La película de debut de Nuria Giménez muestra el diario íntimo de una mujer de clase acomodada, Vivian Barrett, ilustrado por las filmaciones caseras de su marido León, un rico industrial, y puntuado por las reflexiones de su autor favorito, Paravadin Kanvar Kharjappali. Pero ¿hasta qué punto todo eso es real? Esta apasionante película podría ser también un melodrama a lo Douglas Sirk o Todd Haynes, con sus sentimientos al límite, amores e infidelidades, enfermedades y destinos aciagos… Y con una mezcla de sensibilidad e ironía que fue el secreto de su triunfo en el Festival de Rotterdam de 2019.

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