A veces me piden que escriba sobre Menorca y que sea algo íntimo, muy mío. Y cómo no lo va a ser si es mi casa. Casa buscada y casa deseada. De una viajera que se hizo sedentaria. Está también la casa materna y de la infancia, pero esa no se busca sino que, además, se rechaza durante años. Más cuando una es viajera, aunque el viajante era mi padre. Representante de papel en coche a lo largo y ancho del país. Él me enseñó a mirar el mundo por la ventanilla y dar los nombres que correspondía a ríos, pueblos y ciudades (por orden de relevancia).  Cuando le hablaba de Menorca, ya enfermo, decía: «Busca algo y nos vamos los tres». Ahora llevo su coche con el estuche de sus gafas en la guantera y, cuando recorro los caminos para ver cómo crecen los pastos y se entremezclan con las piedras, paisaje cada día diferente, imagino que me acompaña. También en bicicleta, de primavera a otoño, cuando cruzo las calles angostas de Ciutadella y miro cómo se recortan los tejados en el cielo azul deslumbrante. «Sí. Es uno de los pueblos más bonitos», le escucho decir. Con mi madre aún es más fácil, porque está en los petirrojos, zorzales, mirlos y ruiseñores que se han duplicado en el confinamiento. A veces se posan en mi ventana; otras, un limón cae del árbol y el estruendo sorprende el trabajo del teclado. «¿Qué país desea visitar cuando pueda viajar?», me preguntan, y yo solo quiero caminar por Punta Nati, a cinco kilómetros de casa, uno de los tres sitios que hacen única a la isla, o ir algo más allá, a Cala Pilar, sin llegar siquiera a la playa, porque para qué ir si la arcilla, la marina verde y compacta y la arena transparente son un encuentro. Aunque mi preferida es Cala Pregonda, lo sabe quien la ha visto, una de las razones por las que me instalé aquí. La belleza. Tras recorrer mundo, ese sentir estético, es decir ético, y por lo tanto político, y dirían los neoplatónicos, reparador, en el sentido de que devuelve algo que faltaba. Vete a saber qué.

Menorca, Reserva de la Biosfera, mide 53 kilómetros de largo por 19 de ancho y tiene una diversidad geográfica, cultural e inmaterial impresionantes. Esto no lo digo yo, lo dice mi amigo Marc, guía de montaña, que ha caminado el mundo y obtuvo su título con una disertación sobre las montañas de Saada (Yemen). Por eso hay que visitarla, al menos, en dos estaciones. Para disfrutar de su vida social y cultural intimista y preciosa, y compartir la naturaleza bestial y cambiante con los habitantes, quienes la pasean fuera de temporada con atención infinita como si no pudieran creer lo que está pasando y la vieran por primera vez. «Por primera vez», así la percibo cada vez que vuelvo, nerviosa, casi emocionada, con la misma novedad que implica el viaje: «Ver la cosas a punto de desaparecer o como si fueran la última vez», parafraseando a Annemarie Schwarzenbach.

«¿Qué país desea visitar cuando pueda viajar?», me preguntan, y yo solo quiero caminar por Punta Nati, a cinco kilómetros de casa, uno de los tres sitios que hacen única a la isla

La isla está viva. El campo, porque es más campera que marina, es un trasiego. De pequeños camiones cisterna para transitar por los caminos y recoger la leche de los llocs (fincas agrícolas en activo) para los quesos, dicen tan sabrosos porque el aire de la tramontana impregna de sal los pastos de las vacas, y de tractores y segadoras que iluminan como ovnis los campos al atardecer. Ahora mismo el verde infinito se «ha agostado» y todo son pacas ordenadas preparadas para alimentar al ganado. «¡Nos han robado la primavera!», pienso, egoísta, en la desescalada del confinamiento, mientras voy a Son Saura para caminar hasta Es Talaier, una de las playas preferidas de los ciutadellencs. Tampoco podré ver Ses Salines de Addaia, convertidas en paraíso en abril y mayo, donde hay que guardar silencio cuando se cruzan los pedazos de tierra viva de agua salada para no espantar el paso migratorio de las aves, y no podré nombrar las flores que he aprendido en el confinamiento: cerrajas, boliches, viboreras y correhuelas. Pero ya he ido a Es Grau, el pueblo antaño de veraneo de los mahoneses, uno de los lugares preferidos también por los veleros que fondean la isla en secreto, playa familiar de ruidos domésticos y cálidos y lugar de expectación absoluta, pues cualquiera de los caminos que se inician allí preludian parajes deslumbrantes.

Llega el verano y habrá que refugiarse en los barrancos, orografía típica de la isla, que apenas se conocen. Heridas que, en vez de sangrarla, la hacen rezumar agua y cubren de sombras benefactoras y románticas los caminos. Las rapaces los sobrevuelan y hacen mirar el cielo cegador por el batir de las alas. Hace tres días, nos sorprendieron en la carretera general. Tras el confinamiento las aves han tomado su mundo.

Las fiestas de Sant Joan no van a celebrarse pero caballos y jinetes pasean al atardecer. Los potrillos ébanos de caderas altas pueblan Son Angel y, las piaras negras de cerdos chiquitos, Ses Cases Noves. Al lado de casa, un mulo cuida un burro recién nacido y los cordericos de Son Morell balan a mi lado y me confunden con su madre. En menos de tres meses, han retomado su mundo. 

 No creo que este año se conmemore «El Nou de Juliol». El aniversario del saqueo de Ciudadela en 1558, cuando los menorquines vieron avanzar las 60 galeras turcas que arrasaron la isla y se llevaron 4000 cautivos desde Ciudadela a Estambul, entonces el centro del mundo. Hace tres años me invitaron a impartir la conferencia para la conmemoración y leí uno de los grandes libros de la historia menorquina y que he regalado mil veces: De Menorca a Istambul. El saqueig turc de Ciutadella de Miquel Angel Casanovas y Florenci Sastre.

Tras el verano, espero poder volver a la isla del Lazareto, otro de los sitios únicos de Menorca, y uno de los tres establecimientos sanitarios de este tipo en España, además de los de Vigo y A Coruña. Se construyó en el siglo XVII para aislar y mantener en cuarentena avituallamientos y personas, y evitar las enfermedades contagiosas del Mediterráneo. Allí se celebran los cursos de verano de la Escola de Salut Pública, y con tal motivo hay más barcos y se puede cruzar el segundo puerto natural más grande de Europa, Mahón. Atravesarlo entonces, con cielos tormentosos y grises, amenazantes, es otro viaje en casa. No sé si este verano habrá y será posible escuchar las explicaciones de los arqueólogos que, aprovechando sus vacaciones, investigan los yacimientos, más de 1500. Estos son un paisaje y bendición cultural que van a dar mucho que hablar. Mientras asistiré el festival de música Pedra Viva de Lithica, espacio espectacular surgido en las canteras de marés, la arenisca que construye la isla y recoge y expulsa mejor la luz mediterránea. A Lithica se le concedió el Premio Patrimonio-Europa Nostra del 2019 y es el origen de espacios semejantes. En invierno, seguiré con las sesiones en el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Mahón, a veces Valery, a veces Matisse. Clases que me traen recuerdos de mi otra vida en la universidad y en Barcelona. Así continuaré con los viajes en casa, cruzaré la isla de punta a punta, pasearé por las huellas inglesas y elegiré mis restaurantes preferidos entre el viento invernal ebrio e imposible.

Mientras, escribiré frente a mi ventana y lucharé por representar otras geografías para las que solo encuentro palabras e imágenes en Menorca. Entonces me volverá una frase oída o leída en el confinamiento, quién sabe si de un libro de una autora japonesa, una película de Hiroshi Shimizu o un documental reciente: «A veces me pregunto qué derecho tengo a vivir en un  sitio como este».

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Fotografía de cabecera: Cala Pregonda (Miguel Escobar Gómez, CC by-sa 2.0)