A Ricardo Ramírez Requena
He perdido dos bibliotecas en mi vida, una a los 26 años y otra a los 53 por razones que no vienen al caso. Para mi fortuna cierta indiferencia budista hacia las cosas materiales me acompaña desde joven y me fue útil para hacerme una carrera de escritora y académica en un país como Venezuela. No obstante, la pérdida de las bibliotecas ha definido en mí toda una manera de leer que me ha facilitado la inmersión en el libro digital. Negada a levantar una biblioteca para perderla de nuevo, mi visita a las librerías mexicanas se traduce en un dedo traidor que hace click y compra libros electrónicos desde mi teléfono inteligente. Tengo como meta recuperar mis libros por este medio y hacerme de una biblioteca de miles de títulos. En definitiva, la libertad es luchar contra lo real que nos carcome con su risa de muerte.
Semejante actitud retadora ante mis tragedias librescas no tiene tinte heroico alguno ni expresa nada parecido a esa palabra de singular —y fea— sonoridad llamada «resiliencia». No, no es un reto a la adversidad, es la aceptación de su condición omnipresente. A estas alturas dudo que una habitación llena de libros en mi propia casa vuelva a acogerme con su sentido olor, tanto como dudo de tener otra vez eso que llaman patria. El discurso de la autoayuda no cabe en mi vida y es incompatible con las bibliotecas perdidas. Supongo que cerrar los ojos y visualizar la vuelta de mis libros como una lluvia de ángeles solo causaría que yo misma pidiera ayuda psiquiátrica. Ni hablar de rogarle a dios que me devuelva los tomos de esa horda de ateos al estilo de Nietzsche, Borges, Arendt, o el más inútil y famoso de todos, Marx. Tampoco vale envolver mi recuerdo de mis libros en luces coloridas que traen paz porque toda biblioteca que se respete abunda en guerras bien contadas, al estilo de las de Tolstoi, Vargas Llosa, Azuela, Campobello, Beauvoir, Homero y (horror almas buenas) Celine. Además, ¿a cuál dios le rezo? Musulmán o judío, cristiano o católico, dios no suele escoger entre sus preferidos a personas como yo, si nos apegamos a su gusto por hijos varones al estilo de Moisés, Mahoma o David, bendecidos de antemano hicieran lo que hicieran después. Además, dudo que un dios de esta naturaleza obraría el milagro de devolverme mis libros de feminismo y temática lésbica. Y en cuanto a Venezuela, está abandonada de la mano del altísimo y de la humanidad, motivo que evitará me sean reintegrados mis volúmenes de literatura venezolana. Dios es sentido y propósito: por ahora se manifiesta en el kindle.
Queda pues volver a leer en digital aquellos libros subrayados con más saña que delicadeza, con más pasión que ternura, con más placer egoísta que bibliofilia. Y, desde luego, comentar que los digitales son mucho más baratos y prácticos, como si se tratara de comprar comida por Internet. Un lugar sin textos impresos es impersonal en mi caso; no hay hogar interior sin libros en el exterior. Mi condición de mujer de ningún lado la han definido el estado venezolano, el mexicano con sus actuales tardanzas en el Instituto Nacional de Migración y la ausencia de libros, cuyos espectros digitales me son útiles más no amados.
En momentos en que solo el amor nos da alegría, aferrarse a lo simple puede ser vía franca a la tranquilidad de espíritu, bienvenida cuando no se tienen otras certezas. La simplicidad es ligereza de equipaje y de penas, sobre todo si se cuenta con la experiencia para recobrar el sentido perdido, ese sentido del vivir que se esconde cuando nos preguntamos el porqué de los que nos ocurre. ¿El porqué es la revolución bolivariana, haber estudiado Letras o quedarse en Venezuela hasta el 2017? No, ganas de amargarse. La pregunta adecuada es para qué sirve lo que nos ocurre: para nada, simple tragedia, o para mucho si la experiencia nos conduce a saborear los placeres del exilio.
Ciudad de México es reino de libros, como lo es Barcelona o Madrid en España. Librera y libresca, Ciudad de México abunda en librerías insólitas, deslumbrantes, viejisimas o de aplastante contemporaneidad; también en bibliotecas públicas. Su abundancia de libros me acompaña en mis largas caminatas que incluyen las librerías de viejo en Donceles o la belleza contemporánea de la Cafebrería El Péndulo en sus distintas filiales en las colonias Roma, Condesa, Zona Rosa y Polanco. Cuando vienen amigos y amigas de Venezuela, la visita a El Péndulo no falla. Ver sus caras es suficiente satisfacción; ni hablar de las librerías del Fondo de Cultura Económica, parte de centros culturales como el Elena Garro, en Coyoacán, o el Rosario Castellanos en Condesa.
Con morosidad y gusto he visto mis libros perdidos volver por instantes a mis manos en nuevas ediciones de diversos sellos. Desde luego, tal reencuentro no incluye a libros de editoriales venezolanas, aunque mis paisanos como Rodrigo Blanco Calderón, Alberto Barrera Tyszka, Karina Sáinz Borgo y Juan Sánchez Peláez pueden hallarse en estanterías locales. Ver brillar las ediciones recientes de mis lecturas juveniles me lleva de nuevo a Stendhal, Shakespeare o García Lorca en las gruesas y maravillosas ediciones de Aguilar. También a García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Sergio Ramírez. Fernando Vallejo y Antonio Muñoz Molina.
Soy una latinoamericanista no marxista ni gramsciana, un verdadero engendro dentro de un mundo académico dominado por la izquierda, y a propósito y para burlarme de cierto latinoamericanismo ideológico comisarial (no todo es así) que vive en el primer mundo, escojo en esta crónica de viaje a Shakespeare, lo cual me ubica como eurocéntrica y colonizada, sin más, solo por escogerlo. El inglés significa una tarde en la Escuela de Letras de la UCV en la que comento Macbeth en un curso de teoría de la literatura, pero también las discusiones sobre el canon del pesado Harold Bloom, las múltiples versiones de Romeo y Julieta en la televisión venezolana de mi adolescencia y un disco de vinil con el soundtrack de una vieja película de Franco Zeffirelli que remite a la primera infancia. Las ediciones de Shakespeare con las que me tropiezo me retrotraen a discutir la noción de autoría con Michel Foucault en la mano o despiertan la memoria de la sorpresiva belleza de la banda de sonido de Abel Korzeniowski para la última versión del famoso drama, dirigida por Carlos Carlei. Su validez actual no es de extrañar: yo también creo que todo gran amor es un trato hasta la muerte. Charles Gounod lo comprendió en su ópera Romeo y Julieta tan bien como Baz Luhrmann, quien se dio el lujo de filmar la obra en un escenario contemporáneo preservando los diálogos originales, un anacronismo delicioso y punzante. Ni hablar de Tchaikovsky en su derroche de drama y melosidad. Apenas mirar un libro en un estante es un viaje sin jet lag.
Soy una colonizada sin remedio. Qué cosa.
Reencontrarse en una librería Gandhi con Simone de Beauvoir, de quien me aleja la política —ella comunista, yo demócrata liberal— como me acercan la literatura y el feminismo, no solamente remite a un panteón personal de figuras egregias, suerte de un sustituto de la religión en mi juventud, sino también a una opción personal como es la de atender que el género no se convierta en injusticia y discriminación. Por sobre todo, la vocación enciclopédica de Beauvoir marcó llamativamente una manera de ver la vida y la escritura si se quiere anacrónica. No puedo renunciar a mi vocación de narradora, tampoco a la de crítica cultural, a la lectora de filosofía y política, a la mujer que escribe sobre la situación de Venezuela en periódicos y revistas. Es tiempo de un solo oficio, definitivamente soy anacrónica.
Cerca de Beauvoir estaba Judith Butler, quien fija para mí otro hito, como es mi alejamiento de un tipo de escritura y visión del lenguaje y del mundo que me es completamente ajena. Recuerdo que regalé su libro El género en disputa a una psicoanalista lacaniana, luego de haberlo comprado en Barcelona. Hay libros que no nos pertenecen. En cambio Martha Nussbaum, Seyla Benhabib y Celia Amorós interpretan todo lo que espero del feminismo como visión ilustrada, multicultural y democrática. Tambièn están Graciela Hierro, Marcela Lagarde y Marta Lamas, indispensables figuras del feminismo mexicano. Encontrarlas a todas en una misma librería es como un festival de la música preferida donde se conoce personalmente a sus mejores intérpretes y compositoras.
En las librerías mexicanas recuerdo a las amistades fanáticas de Ricardo Piglia, Juan Villoro, Clarice Lispector, Roberto Bolaño, Sarah Waters, Enrique Vila Matas, Chimamanda Ngozi Adichie o Javier Marías. También a los apasionados por Seymour Heaney, Jaime Sabines, Alejandra Pizarnik, Ajmátova o Wisława Szymborska. Por fin tuve en mis manos los impresos de Danilo Kis, Ismail Kadare y Svetlana Alexievich, autores testigos del mundo comunista que no por casualidad han logrado conectar con las sensibilidades venezolanas. Tantos libros leídos en archivos PDF por fin ganan espesor y materialidad.
Pero no se recobra una biblioteca solo paseando por librerías; tampoco se construye una nueva con el enorme gusto de tener en el kindle a las estupendas Fernanda Melchor, María Fernanda Ampuero, Samanta Schweblin y Guadalupe Nettel. Recobrar una biblioteca no es solo volver a comprar lo perdido; recuperarla significa un orden entrañable hecho de racionalidad y pasión, el sentido aroma de los libros juntos, el envejecimiento que los amarillea y les da valor. Una biblioteca es una tradición intelectual que nos trasciende: ¿patriarcal, letrada y eurocéntrica? Tal vez.
O tal vez no, tal vez sea una vía para hacernos dueños de un destino en la senda recorrida por otros.
La biblioteca personal de Carlos Monsiváis donada a la Biblioteca de México, en La Ciudadela, es mi biblioteca recobrada. En ella las literaturas en diversas lenguas, la política, la filosofìa, la crítica literaria, el feminismo, la exploración de lo popular mexicano y en general de México mismo, y los textos sobre el tema LGBT, se organizan siguiendo los gustos del autor de tal modo que se entiende una manera de pensar, una forma de relacionar lecturas y experiencias visible en libros suyos como Aires de familia. Había poquísima gente cuando visité la sala Monsiváis y los olores y lecturas eran míos, como si estuviera en mi hogar en Venezuela, y por arte de magia los textos sobre mi país de acogida se convertían en textos sobre mi país. Ir una biblioteca es una forma también de volver a casa. Los latinoamericanos somos también bibliotecas y libros y no toda biblioteca es pasado y ruina, es presente que viaja sin destino fijo.
Imagen de cabecera, CC Jorge Mejía Peralta