UNO Cruzar una calle puede ser una odisea histórica. Cruzar una calle como alguna vez se cruzó el Rubicón la noche del 11 al 12 de enero del 49 A.C.. Ahora —entonces— es la mañana del 8 de agosto de 1969. Y la misión es mucho más sencilla que la de Julio César aunque igualmente trascendente.

«This is a moment:», como escribió Thomas Wolfe.

Ir de la orilla derecha a la acera izquierda.

En fila.

No marchando.

Caminando.

Pero, aún así, con un cierto aire marcial y algo de épica.

Cruzar una calle sabiendo que —al ver esa foto de ellos cruzando una calle— la humanidad entera esbozará teorías y sacará conclusiones y pensará durante años (durante cincuenta años cumpliéndose este año) que allí, en ese simple pero trascendente acto, esos Fabulosos Cuatro —ingrávidos pero para siempre en órbita y por encima de todo y todos— están dando pequeños pasos para cuatro hombres pero grandes saltos para la humanidad.

DOS Esos cuatro están coming together pero ya indefectiblemente separados. Todavía son —pero están próximos a ya no serlo— The Beatles. Pero cuando alcancen el otro lado de la calle serán un poco más John Lennon y Paul McCartney y George Harrison y Ringo Starr. Y, al separarse, habrán desarmado los cuatro lados de un cuadrado perfecto y de una historia legendaria. No nos cansamos de oír —y de leer— la leyenda de los Beatles porque ya tiene la textura y el poderío de los mejores cuentos de hadas o, mejor dicho, de hechiceros. No es casual que uno de sus proyectos truncos haya sido protagonizar en el cine El señor de los anillos —Lennon como Gollum, McCartney como Frodo, Harrison como Gandalf y Starr como Sam—; y tampoco es blasfemia aquella bomba que en su momento arrojó Lennon: quizá los Beatles —The Beatles son, sí, los Cuatro Jinetes del Génesis— no sean más grandes que Cristo pero, seguro, la trama de sus días y de sus noches es tan buena o mejor, narrativa y dramáticamente hablando, que la del Hijo de Dios. Y, seguro, suena mucho mejor.

Y empieza así: «Había una vez cuatro humildes jóvenes de provincias que se conocieron, formaron una banda y, juntos, compusieron una música maravillosa con la que conquistaron al mundo todo y vivieron felices por un tiempo y comieron muchas perdices y…»

Y termina —al menos en lo que hace música y voz, quedan por delante años de disonancias y gritos— con The Beatles cruzando una calle y, después de haberlo inventado absolutamente todo juntos, inventando también lo único y último que les quedaba por inventar: el desinventarse separándose.

TRES El nombre de la calle es Abbey Road está en Londres, se extiende a lo largo de 0,9 mi. y 1,4 km. —en sentido noroeste/sudest— y queda en el municipio de Camden, City of Westminster, a través del distrito de St. John’s Wood y sus coordenadas son las de 51.532006°N y 0.177331°W.

Y la calle es famosa porque allí estuvieron y están y seguirán estando los estudios de grabación de la EMI inevitablemente rebautizados desde 1969 por el inconsciente colectivo primero y por sus conscientes directivos después como los Abbey Road Studios.

Ahí dentro The Beatles hicieron muchas cosas.

Entre ellas registrar unos cientos de canciones inolvidables, evolucionar la música pop en tiempo récord pasando por múltiples transformaciones en apenas siete años de grabaciones y, de paso, ofrecer el soundtrack perfecto para una década irrepetible.

La historia, desde entonces, no ha cambiado demasiado: The Beatles es, a la fecha, la banda que más discos vende en lo que llevamos del siglo XXI. Antologías, grandes éxitos y apetecibles y sabrosas cajas para ya ancianos y melancólicos completistas o para jóvenes con ganas de formar una banda.

Y yo —porque les debo mucho no dudo en seguir pagándoles a sobrevivientes y viudas e hijos— las tengo todas.

Así, en el 2017 fue la de las cinco décadas de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (ese disco sobre la invención de una banda alternativa al propio mito de The Beatles). En el 2018 fue el turno de The Beatles a.k.a. The White Album (ese doble donde, casi por separado, se proponían los estilos y géneros de todas las bandas por venir). Y ahora es el turno de Abbey Road: ese adiós a ese «magic feeling» y donde se inventa y se canta al concepto de banda que se separa (el próximo mayo será, seguro, el turno de Let It Be, que en realidad tuvo tiempo y lugar antes de Abbey Road y que es el sonido de una banda que no sabe si separarse y que salió a la venta casi un mes después de que The Beatles hubiesen, sí, dejado de ser). 

Y ya lo dije en otra parte —en otra calle— y vuelvo a decirlo aquí: asombra el calcular que todo lo anterior se haya creado y producido y grabado en tres años. Y conmueve todo lo que The Beatles trabajaban de The Beatles. Sí: The Beatles iban a Abbey Road a cantar canciones de The Beatles como otros van a la oficina silbando canciones de The Beatles. O van como turistas y hasta otros rock groups y músicos de rock (incluyendo a McCartney para la portada de su Paul Is Live; hoy hay una webcamhttps://www.abbeyroad.com/crossing— que transmite en directo las veinticuatro horas del día todo lo que allí sucede y a todos los que cruzan) van a tomarse una foto cruzando Abbey Road y luego escribiendo algo en las paredes ahogadas en graffiti que deben ser repintadas cada tanto. Y siempre teniendo presente  aquello que nunca será pasado. Eso de «And in the end, the love you take is equal to the love you make». Algunos de ellos —cada vez más, seguro— sufrirán algún accidente en el instante preciso en que se toman un selfie ignorando que la policía de Calcuta, en 2013, lanzó una campaña de educación vial utilizando la foto como modelo para cruzar bien la calle y preguntando: «¿Si ellos pueden hacerlo, cómo es que tú no?

La respuesta, claro, es que ellos eran y son y serán The Beatles.

CUATRO Y The Beatles deciden volver a ser The Beatles para y en Abbey Road. El experimento de refundarse como live band de Let It Be no salió muy bien. O sí salió bien, porque de ahí salieron grandes canciones; pero ellos no salieron muy bien de ahí dentro. Tal vez la culpa haya sido el cambiar de ambiente: los Twickenham Film Studios y los Apple Studios y la azotea del Apple Building. Y —desde siempre acostumbrados a trabajar en privado— todo el tiempo frente a cámaras filmando a quemarropa. Y después Phil Spector en el sitial sagrado de esa suerte de Mr. Chips que es el productivo productor George «Quinto Beatle» Martin sobrecargando todo con esas cuerdas.

Así, Abbey Road se teoriza y se hace práctica como un retorno a los viejos buenos tiempos en los que todo lo que se necesitaba era el amor y no este presente en que los cuatro descubren que el dinero no puede comprar ese amor que tanto se necesita.

Abbey Road arranca con un llamado a la simultaneidad orgásmica («Come Together») y continúa con una oda al amor como sensación no del todo precisa («Something»), una perturbadora estampa de violencia doméstica y casi perturbadora celebración de la violencia de género que hoy habría sido inmediatamente condenada («Maxwell’s Silver Hammer»), una inmersión casi infantil y de regreso al Yellow Submarine («Octopus’s Garden»), una ominosa y ambigua love song («I Want You (She’s So Heavy»), una celebración jardinera y estival («Here Comes the Sun»), una vocal reescritura de Beethoven («Because»), y luego ese milagro sónico-confesional que son las ocho partes más coda («You Never Give Me Your Money/Sun King/Mean Mr Mustard/Polythene Pam/She Came In Through the Bathroom Window/Golden Slumbers/Carry That Weight/The End y la coda de «Her Majesty») que (des)componen «The Medley».

Abbey Road — «Hagamos un buen álbum una vez más, un álbum como los que solíamos hacer», gruñe Harrison— es una tregua durante la guerra que alguna vez fue amistoso duelo creativo y que ahora se ha trasladado a los campos de batalla de los tribunales. Abbey Road trata sobre todo eso, sí, (You never give me your money / you only send me your funny paper /And in the middle of negotiations / You break down (…) I never give you my number / I only give you my situation / And in the middle of investigation / I break down (…) But oh, that magic feeling, nowhere to go / Oh, that magic feeling / Nowhere to go, nowhere to go»); es plenamente consciente del peso del mito que cargarán a partir de entonces y hasta sus muertes («Boy, you’re gonna carry that weight/ Carry that weight a long time»); pero también —luego de un perfecto y definitivo y único en su discografía solo de batería y un huracán de guitarras que se turnan para pasar al frente— se repite y se insiste en un mantra

Love you, love you
/ Love you, love you
/ Love you, love you
/ Love you, love you
/ Love you, love you
/ Love you, love you
/ Love you, love you
/ Love you, love you
/ Love you, love you
/ Love you, love you
/ Love you, love you
/ Love you, love you
/ Love»
).

Pero, antes que nada y después de todo, hay que cruzar una calle. 

CINCO La idea para la portada de Abbey Road como tantas otras en sus últimos tiempos es de McCartney. Y no demora en ser inspeccionada al milímetro. El mito urbano —realimentado por la propia foto y ese 28 IF en la placa del Volkswagen modelo Beetle estacionado en la calle— es que McCartney cruza descalzo «en señal de duelo» y «porque él es el cadáver en esa procesión fúnebre» según «un código secreto de la mafia» y «lleva un cigarrillo en la mano derecha cuando todos sabemos que es zurdo». Sí, se supone que McCartney murió hace años y fue suplantado por un doble: el actor William Campbell, a quien se sometió a una drástica cirugía plástica. Y que los otros tres representan al médico forense con traje blanco (Lennon) y al representante de la funeraria con traje oscuro (Starr) y al sepulturero con camisa y pantalón jean (Harrison). Los fans están fanatizados y no hace falta internet para que estos delirios se expandan y extiendan por todo el planeta. Pero la idea no era otra que hacer algo rápido y sencillo después de descartar absurdos como el de titular Everest al l.p. que estaban grabando y escalar hasta la cumbre del susodicho y retratarse allí, en lo más alto (aunque en verdad lo de Everest había sido inspirado por esa marca de cigarrillos que fumaba la mano derecha de George Martin: el ingeniero de sonido Geoff Emerick).

Otra versión asegura que fue Starr quien —agotado por tantas posibilidades— finalmente estalló con un «Fuck it: salgamos a la calle y pongámosle Abbey Road».

Una cosa es segura e innegable: los cuatro están cansados y —si bien satisfechos con lo que más que intuyen será su canto del cisne luego de la tormenta de Let It Be— mejor no complicarse las vidas y las obras. Ya basta de la súper-producción para la portada de Sgt. Pepper’s y nada de encargarle diseño a pop-artistas como Richard Hamilton para el blanco The Beatles. Así que McCartney traza un sketch veloz (reproducido por estos días en el libro que incluye la box de Abbey Road) y se lo pasa a Iaian Macmillan, fotógrafo free-lance y amigo de Lennon & Ono. Macmillan utiliza una Hasselblad —un policía detiene el tráfico por unos minutos— y se sube a una escalera puesta en el medio del la calle y los hace cruzar de un lado a otro, ida y vuelta. Seis tomas de la que se elegirá la quinta porque es la única en la que The Beatles —vestidos todos de manera muy diferente, ya nada de uniformes que los uniforman— caminan llevando el mismo paso, sincronizados; aunque ya estén armoniosamente fragmentados como esos trozos de canciones componiendo el revolucionario Medley en el lado B del álbum (en 2006 George Martin y su hijo Giles llevarían el método/síntoma al extremo absoluto contagiando de la compulsión medleyiana a buena parte del catálogo Beatle con el collage-sónico que re/compusieron para Love, espectáculo de Cirque du Soleil). Linda McCartney también toma fotos desde otro ángulo. Macmillan toma la foto de la placa con el nombre de la calle que irá a dar a la contraportada y dos personas que pasan por ahí entran en la historia sin darse cuenta (N. C. Seagrove y Tony Staples son sus nombres y, seguro, se han pasado la vida entera intentando convencer a conocidos y desconocidos que ellos los vieron cruzar la calle; y alguna vez yo escribí un pequeño relato acerca de ellos). Lennon está impaciente: «Acabemos con esto. Se supone que estamos grabando y no posando para fotos de The Beatles». Una anciana se acerca a preguntarles quiénes son y qué están haciendo. Son las 11:35 y todo el trámite (como suele ocurrir con las más grandes acontecimientos históricos) no demora más de diez minutos.

Concluida la sesión fotográfica (la última entre todas tendría tiempo y lugar el 22 de agosto, en Tittenhurst, la casa de Lennon en Ascot donde en 1971 se ensayaría/grabaría buena parte de  Imagine), todos tienen un par de horas libres antes de meterse a seguir grabando en el turno de la tarde (Abbey Road es, también, el primero de sus álbumes mezclado exclusivamente en stereo, por lo que su sonido es juzgado —en su momento— demasiado artificioso por parte de la crítica. A Lennon el resultado le parece demasiado «slick» pero, aún así, «competente». A McCartney le gusta más).

Harrison se va al zoológico. Starr tiene unas cosas que comprar. Lennon y McCartney se va a pasar el rato en la casa del segundo, en Cavendish Avenue. Hace mucho (hace meses; pero, como se dijo antes, un puñado de meses es casi una eternidad dentro del vertiginoso Beatle Time-Frame) que no se llevan tan bien; pero también es verdad que ya no son ni nunca volverán a ser aquellos que alguna vez corrieron por los calles de Liverpool riendo a carcajadas y con toda su música por delante en la secuencia de títulos de A Hard Day’s Night. Ahora, serios, cruzan una calle de Londres sin nada más que cantar porque cantaron todo como se les cantó y —sí, en su caso es verdad, no mintieron— dándonos todo su amor para así recibir todo el nuestro.

La portada de Abbey Road será la única en toda la discografía de The Beatles que no incluye el nombre/marca The Beatles en ella.

 No hace falta.

 Con sólo verla todos saben de inmediato quiénes son esos cuatro tipos.

 Aquí vienen —come together, alea jacta est— de nuevo.

 Cruzando una calle.

Nota: Para la escritura de este artículo se han consultado (y el autor les agradece su colaboración) los siguientes libros: The Beatles Off the Record: Outrageous Opinions & Unrehearsed Interviews, de Keith Badman; The Beatles Anthology, de The Beatles; In Their Lives: Great Writers on Great Beatles Songs, edited by Andrew Blauner; The Love You Make: An Insider’s Story of The Beatles, de Peter Brown & Steven Gaines; The Beatles Lyrics, edited by Hunter Davies; The Longest Cocktail Party: An Insider’s Diary of The Beatles, Their Million Dollar «Apple» Empire and Its Wild Rise and Fall, de Richard DiLello; You Never Give Me Your Money: The Beatles After the Breakup, de Peter Doggett; Here, There and Everywhere: My Life Recording The Beatles, de Geoff Emerick & Howard Massey; The Lives of John Lennon, de Albert Goldman; Can’t Buy Me Love: The Beatles, Britain and America, de Jonathan Gould; The Beatles Encyclopedia, de Bill Harry; The Beatles Chronicle, de Mark Lewisohn; Revolution in the Head: The Beatles’ Records and The Sixties, de Ian McDonald; The Zapple Diaries: The Rise and Fall of the Last Beatles Label, de Barry Miles; The Beatles: 10 Years Thet Shook the World, Mojo Magazine; Dreaming The Beatles: The Love Story of One Band and the Whole World, de Rob Sheffield; Fab: An Intimate Life of Paul McCartney, de Howard Sounes; Get Back: The Beatles’ Let It Be Disaster, de Doug Sulphy & Ray Schweighardt.   


Imagen de cabecera, CC Julio César Cerletti