Nací en una ciudad triste

de barcos y emigrantes

una ciudad fuera del espacio

suspendida de un malentendido:

un río grande como mar

una llanura desierta como pampa

Y sin embargo la quise

con un amor desesperado

como un sueño inacabado

que se repite siempre.

Del libro Estado de exilio, de Cristina Peri Rossi (Visor, 2002)

Dice la tradición que un vigía portugués, a bordo de una carabela española, gritó«Monte vide eu» («veo un monte») cuando divisó el pequeño promontorio que se eleva a la entrada del puerto y corresponde a lo que hoy se conoce como la barriada de El Cerro (algo similar a lo que ocurre en Barcelona con el puerto y Montjuïc). Desde entonces, se llama Montevideo, capital de la República Oriental del Uruguay, la más austral y la más europea de América Latina. Capital también de la poesía, de la nostalgia, de la bella arquitectura, de una suerte de encanto difícil de explicar, porque el viajero llega y si no es en invierno (la estación del año borrascosa, sacudida por el viento, la lluvia y las mareas) se enamora de esa ciudad de grandes avenidas y poca gente, muy arbolada, y que por el Este, por el Sur y por el Oeste, tiene mar. La ciudad donde se puede estar tomando un capuccino en el Expreso Pocitos (cafetería y bar antiguo, de mesas de mármol y de madera) mientras se mira romper las olas en el malecón. O bailar un tango en el Mercado de la Abundancia (Joventango).

La ciudad donde nací y que me ha hecho amar tanto el agua que no puedo vivir lejos del mar. Jorge Luis Borges le escribió poemas por su «luz de patio» y los fotógrafos y directores de cine extranjeros se quedan más tiempo del previsto, fascinados por sus cielos veloces y cambiantes, los largos atardeceres en que el púrpura, el lila, el ocre y el celeste se despliegan con algo de la grandiosidad del fin del mundo. Si un día llega el Apocalipsis, será en Montevideo, y no me gustaría perdérmelo. Una tarde, en un estudio de televisión, en Barcelona, me estaban maquillando para una entrevista y, de pronto, al camerino entró una muchacha guapa, muy expresiva. Me reconoció y me dijo: «Me enviaron a hacer un reportaje a Montevideo. Eran tres días. Me enamoré de la luz, del paisaje, y me quedé tres años. Nunca filmé con más libertad y con la sensación de estar ante una luz irrepetible». Pero es, también, la capital de la nostalgia. Fundada en 1726 por Bruno Mauricio de Zabala, pronto se convirtió en el asiento de distintas emigraciones europeas: ingleses, portugueses, italianos, españoles, pero también de judíos, turcos y armenios, emigrados y exiliados de todas las guerras. Los barcos de gran calado que arribaban al puerto dejaban en el muelle a familias o perseguidos del resto del mundo. Una vegetación generosa, abundante («Montevideo era verde en mi infancia, absolutamente verde y con tranvías», escribió Mario Benedetti) y leyes socialdemócratas de protección a la maternidad, a la infancia y una enseñanza laica y gratuita a todos los niveles favorecieron una democracia horizontal, donde no existían las jerarquías. Tampoco el servicio militar. Uruguay y Costa Rica son los únicos países de América Latina sin servicio militar (ni siquiera durante la dictadura de los años 1973 a 1985 pudo establecerse). Estos emigrantes plasmaron su nostalgia al construir la ciudad: los edificios evocan las lejanas metrópolis originales. Alrededor de la Plaza Independencia, donde se eleva la estatua ecuestre del libertador, José Gervasio Artigas (nieto de españoles de La Puebla de Albortón, Zaragoza) hay una galería de arcos ojivales similar a la de Girona; en algunos barrios, los patios con azulejos, fuentes y grandes macetas con flores evocan los andaluces, pero el Palacio Salvo, emblema de la ciudad, tiene un inconfundible estilo francés, mientras en el Parque Rodó hay edificios del más puro Bauhaus. A Rafael Alberti, durante su exilio, Montevideo le recordaba su querido Puerto de Santa María natal, por la luz y por el mar (que en realidad, no es mar: es el estuario del Océano Atlántico, un río tan grande que no permite divisar la otra orilla). No en vano Cádiz es «La tacita de plata», y Montevideo es llamada «La tacita del Plata» (el río cuyo fondo era argénteo, convenientemente saqueado por los conquistadores).

Si un día llega el Apocalipsis, será en Montevideo, y no me gustaría perdérmelo

Mi infancia fue cosmopolita: descendiente de italianos en un barrio de emigrantes, mis vecinos eran gallegos, griegos, judíos, turcos y alemanes. Ningún uruguayo lo era de más de dos generaciones, y esos, los menos. De modo que mi idea del mundo se formó como una Babel múltiple, donde las personas que habían huido del horror conseguían convivir sin matarse, sin odiarse. El zapatero de la izquierda era judío alemán, escapado del Holocausto, pero el de la derecha era un oficial alemán aficionado a la flauta travesera que había perdido un ojo y añoraba los cielos de Berlín. Todos, fueran de donde fueran, amaban comer carne, la deliciosa carne asada uruguaya. En una ciudad rodeada de mar, la dieta era carnívora. Se explica: a principios del siglo XX había cuatro cabezas de ganado por persona. Hoy hay sólo una, y hemos aprendido a comer merluza no sólo cuando estamos enfermos: en las costas de Montevideo han pescado barcos de todas las banderas, pagando unas irrisorias licencias, mientras la industria piscícola uruguaya estaba en pañales.

La cumparsita se estrenó en el café La Giralda de Montevideo, en 1916. Un espacio que fue derruido y sobre el que se construyó el Palacio Salvo.

Esta emigración original provocó nacimientos curiosos, como el de tres de los poetas franceses más famosos: Leautréamont, Jules Supervielle y Jules Laforgue. En homenaje a ellos, el escultor galo Guy Lartigue diseñó una bellísima escultura en bronce: una embarcación llamada Lutèce (Lutecia, el antiguo nombre de París), «símbolo del eterno viaje de ida y vuelta del famoso trío de escritores franco-uruguayos» que el alcalde de la Ciudad Luz en 1969, Bernard Rocher, regaló a Montevideo y que hoy está emplazada en el barrio del Buceo, muy cerca de donde vivió Leautréamont.

Montevideo es una ciudad de escritores y de poetas. Esto me lo confirmó el presidente de la Academia del Nobel en uno de mis viajes a Estocolmo, invitada por muchos de mis exalumnos, exiliados allí durante los horribles años de dictadura militar. Artur Lundqvist (sueco, poeta, traductor de Neruda e integrante de las Brigadas Internacionales que vinieron a combatir a favor de la República en España), un hombre elegante, cultísimo y un humanista integral, en su casa, un día, me preguntó: «¿Cómo es que Uruguay, de parecidas dimensiones a Suecia, tiene tantos escritores y poetas por quilómetro cuadrado, y nosotros, en cambio, no?» Divagué acerca de las consecuencias de ser un país europeo pequeño y cosmopolita, sin cultura aborigen, perdido en la inmensidad de América Latina, donde un taxista recita a Baudelaire y un carnicero los versos de Dante. Sin embargo, dije, orgullosa, «tenemos un tango uruguayo, La cumparsita, el más famoso de todos». Por supuesto, Lundqvist lo conocía y se ofreció a bailar unos compases conmigo.

No hay ninguna música en el mundo más narrativa que el tango. Cada uno de ellos es una historia sentimental, un drama

En un país que es una vasta llanura ganadera con una gran ciudad al Sur, frente al mar, hay dos folclores: el rural y el urbano. Como buena urbanita que soy, conozco mucho más el de la ciudad. Y el de la ciudad es el tango. En realidad, es rioplatense, sus orígenes son idénticos: los suburbios lejos de las «luces del centro», símbolo de la corrupción y del ascenso social, por tanto, infieles al origen del tango. Porque el tango nació en los burdeles pobres, en las pensiones de mala muerte, en los suburbios donde la timba, el machismo y la diferencia de clase escribieron sus novelas. No hay ninguna música en el mundo más narrativa que el tango. Cada uno de ellos es una historia sentimental, un drama (hay escasos tangos alegres). Y un poema. Un poema romántico, donde la nostalgia por el barrio (el emparrado, la luz, el percal de los vestidos, la madrecita buena y la amante que se deja seducir por las luces del centro) es un tema que siempre retorna, como los estorninos del Infierno de Dante. En el siglo XX, hay dos músicas populares por excelencia: el jazz y el tango. Ambos tienen orígenes humildes, ambos tuvieron que luchar mucho para ganar su espacio, pero luego se hicieron universales.

Gerardo Matos Rodríguez, compositor de La cumparsita, al piano.

Definido por Ramón del Valle-Inclán como «lamento de cabrones», y por uno de sus mejores autores, Discépolo, como «un pensamiento triste que se baila», mi relación con el tango es ambivalente. Me puede emocionar hasta las lágrimas, recordando los barrios montevideanos, las cafeterías inolvidables (el Sportman, el viejo Tupí Nambá o el Sorocabana —estos dos últimos ya no existen—). Puedo adorar a Susana Rinaldi, la gran cantante argentina que renovó completamente la manera de cantarlo, o puedo rechazarlo por machista, victimista, sentimentaloide. Pero esto es racional. En cambio, lo otro, es puro sentimiento: si pudiera elegir dónde y cómo morir, sería una tarde montevideana, mirando llover, mirando ese verde infinito y escuchando a Julio Sosa cantando La cumparsita. Y sería una muerte delectable. Y los días en que estoy triste, en Barcelona, si escucho el tango Sur, cantado por la Rinaldi o por Goyeneche, mi estado de ánimo es una mezcla de goce de la tristeza, de fruición con el dolor, de placer turbio y ambiguo, amor y angustia… de nostalgia. Nostalgia. El desarraigo que mejor que nadie cuenta el tango. Porque el tango siempre cuenta una pérdida: la infancia, la muchachada, la amistad, la madre, el barrio, la juventud.

Y la poesía habla siempre de lo mismo: del paso del tiempo y de la pérdida. «Se canta lo que se pierde», escribió Antonio Machado.

Si pudiera elegir dónde y cómo morir, sería una tarde montevideana, mirando llover, mirando ese verde infinito y escuchando a Julio Sosa cantando La cumparsita

La letra de La cumparsita no es de las más melodramáticas. Tiene un comienzo memorable: «Si supieras que aún dentro de mi alma…» El cantor se dirige a Ella: es una confidencia íntima, una confesión. El condicional «Si supieras» habla ya de una distancia, de un sueño, de un deseo imposible: que ella, pasado el tiempo, pudiera ver dentro de su corazón. Si pudiera hacerlo, encontraría que a pesar de todo, él la sigue amando. «Nunca te he olvidado.» Ese es el presente perpetuo: el de la memoria. La segunda estrofa es la descripción pavorosamente triste de una soledad sin remedio: «Los amigos ya no vienen ni siquiera a visitarme». La tristeza es soledad. Y la soledad aumenta la tristeza. Y ahora un reproche velado: «Nadie quiere consolarme en mi aflicción». A mí, que soy escritora, siempre me ha fascinado la riqueza verbal de la mayoría de las letras de tango. Palabras como «aflicción», «remordimiento», «implorar», «pensando en lo mismo me abismo», «mi corazón transido», de otros tangos, son letras compuestas por poetas (como Homero Manzi) que ninguna otra música popular se animaría a emplear (por ser poético, el tango es metafórico). Y para completar la soledad del protagonista de La cumparsita, este verso impagable: «Al cotorro abandonado ya ni el sol de la mañana asoma por la ventana como cuando estabas vos» («cotorro» es hogar, en lunfardo). El tipo, con la ausencia de ella, lo ha perdido todo, los amigos, la luz de la mañana… Y un final completamente romántico: «Y aquel perrito compañero que por tu ausencia no comía, al verme solo el otro día también me dejó». Desolación completa. Pero no irreal: la tristeza, como una infección, se propaga por toda la vida del amante abandonado. Esta es la capacidad única e insustituible del tango: describir las emociones, expresarlas. Aún aquellas que, por considerarse desde el machismo como muy femeninas, el tango universaliza.

El estreno de La Cumparsita hizo de La Giralda un lugar imborrable de la historia montevideana.

La cumparsita fue declarado «Himno Cultural y Popular del Uruguay» por la Cámara de Diputados. La versión de Julio Sosa es mucho más sentimental aún, más desgarrada: «Soy un árbol que nunca dio frutos (…) quise mucho y no me han querido»; el amor no correspondido, una tarde de lluvia con el bandoneón de Troilo o de Piazzola puede llevar directamente a la tumba: glorificación romántica de los amores imposibles. Amo esta versión por su recuerdo compartido de los patios donde aulló la pobreza, por el «amor a los viejos», por su reivindicación de la humildad y de los suburbios. Dice que el tango es macho. Afirmación que me produce escalofríos, porque también es verdad: cuando veo bailar tango, me sale toda la rebeldía contra los roles establecidos, contra las parejas donde el poder está fijo: hombre poderoso y mandón, mujer sumisa y obediente.

Es cierto que ahora hay tanguerías queer en Montevideo, como en otras ciudades del mundo. Puede ser que en ellas, el poder y la dominación no sean tan rígidos. Sin olvidar que las primeras cantantes de tango fueron mujeres, como las de jazz. Y la Maga, de Rayuela, de mi querido Julio Cortázar, era uruguaya, no argentina.


Imágenes del Centro de Fotografía de la Intendencia de Montevideo y Museo y Centro de Documentación de AGADU