La primera vez que escucho mencionar la variante de Manaos no pasa del plano informativo: una cepa de Brasil de la que hay que cuidarse. Después vuelvo a escucharlo porque las noticias se repiten y otra vez y una más y, por si acaso, otra. El periodista dice la variante de Manaos y, de repente, como una clave secreta, se abre un túnel de memoria ancho como un ducto de ventilación y me voy por ahí.
Estoy caminando por Manaos con mi hermano, hace veintiocho años, cuando la ciudad todavía no tiene dos millones de habitantes ni fue sede de un Mundial. En los noventa Manaos escucha lambada y está en plena expansión industrial. Camino por el centro y hago foco en la selva que se enreda en los jardines de las casas. En los mercados hay jugos de frutas que en ese momento desconozco: guaba, maracuyá, açai, pitaya, chirimoya, papaya, carambola. Manaos es el encuentro con el trópico como concepto. La abundancia en sentido bíblico. Lo exuberante como regalo natural.
Primero salta la chispa que inflama el recuerdo y una sonrisa íntima, como para adentro. El remordimiento aparece enseguida porque estamos en pandemia y nos morimos de a cientos de miles, de a millones. Qué es eso de sonreírse en medio del sufrimiento. Dónde se ha visto, che.
Manaos se erige en la memoria con la fuerza de una seringueira, el árbol del caucho. El caucho que la hizo asquerosamente rica a fines de 1800.
La carga viral de la cepa de Manaos es diez veces mayor si el paciente está infectado. El periodista lee la noticia, pero las palabras resbalan y se estrellan contra la tierra fértil de la selva. En la luz poderosa del recuerdo no caben genomas ni virus ni mutaciones.
¿Cantó Enrico Caruso en el Teatro Amazonas o es mito?
Llegamos a Manaos después de tres días de navegación en el Voyager’s II, el barco pintado de azul y blanco que nos trajo desde Iquitos. Dormimos en hamacas colgadas en la cubierta, una al lado de la otra. La costa espesa me llama con voz encantada. Dice que para conocer la selva es necesario bajarse del barco y quedarse en una palapa de juncos. El barco se detiene en un puerto y hombres fuertes cargan cachos de bananas verdes. Cuando el barco se va los niños lo despiden con las manos abiertas.
Las hermanas Flor de María, Liz y Yoli me enseñan conjugaciones en portugués, (A chuva parou ontem a tarde) y la letra de una canción de Adriana Calcanhoto. A la noche subimos a la segunda cubierta para ver la luna llena sobre el Amazonas, acurrucados detrás del bote salvavidas porque hay viento. El tiempo fluye suave, como arriba de una onda. Recuerdo el balanceo lento de la hamaca antes de quedarme dormida. Dejarse ir.
¿Estuvo Eiffel en Manaos?
¿Por qué calles se movió Herzog cuando filmó Fitzcarraldo?
¿Con quién se habrá peleado Klaus Kinski?
¿Pão de queijo? Sí, dos por favor.
Manaos se erige en la memoria con la fuerza de una seringueira, el árbol del caucho. El caucho que la hizo asquerosamente rica a fines de 1800. El látex vegetal, la goma esclavista que pagó el Teatro Amazonas, la seda de los vestidos de las damas, la luz eléctrica y las copas de cristal de Bohemia. La París de los trópicos, le decían. Cuando el boom se apagó, Manaos empezó a sangrar como sangran los árboles de caucho.
Manaos es el encuentro con el trópico como concepto. La abundancia en sentido bíblico. Lo exuberante como regalo natural.
El periodista menciona a variante P.1 y habla de la época de evolución y del proceso de reemplazo de linaje y transmisibilidad, y qué distinta es la escucha bajo el paradigma de las ciencias sociales. Los linajes del Amazonas, dice. Hay palabras que no importa si están a la altura del contenido, no sé, repasador, por ejemplo. En cambio, Amazonas es inmensa, tan verde, tierra y agua a la vez, tan lodo. Amazonas es una palabra grave mucho antes del Coronavirus.
El turismo masivo llega a Manaos después del boom del caucho y también después de Herzog. Paseamos por las calles, hacemos amigos, buscamos como se busca en los viajes. Nada concreto, apenas un latido. Escribo un diario con una pluma de tinta negra, saco fotos y camino cerca del río porque dicen que se pueden ver delfines rosados, gonfinhos, en portugués. En el momento y sin internet no me lo creo del todo, suena a historieta de Fabio Moon, a libro marino para colorear.
Venimos navegando desde Yurimaguas, en el norte de Perú, donde esperamos un barco más de una semana. Todos los días caminamos por el mismo sendero de tierra roja hasta el puerto para conseguir información sobre la fecha de partida. La respuesta es siempre la misma, escrita con tiza blanca sobre en un pizarrón verde: «Sale hoy día 2 a Iquitos». Pero no sale y al día siguiente borran el 2, escriben un 3 y tampoco sale. Pasan los días, 4, 5, 6 y el barco sigue anclado y nadie parece inquietarse.
No es el primer viaje en América Latina, estoy entrenada en la espera. Viajar en el siglo XX lleva más tiempo, más incertidumbre, ninguna inmediatez y el mismo deseo de ver qué hay atrás del horizonte. Como si saber esperar fuera parte de entender. De ver en serio. De aprender a mirar.
Un día después de muchos, al fin, zarpa ese barco peruano que se llama Gardenia y nos lleva desde Yurimaguas hasta Iquitos, primero por el río Ucayali y después por el Marañón y al final por el Amazonas. Un río se une con otro y da como resultado uno distinto. Debe haber excepciones, pero en la geografía básica los ríos corren, se acoplan, cambian de nombre, desembocan. Todos verbos de acción. En Manaos confluyen dos grandes como el Amazonas y el Negro, que baja por el límite entre Colombia y Venezuela y llega a Manaos sudado de frontera y, sin embargo, cristalino.
En la boca del periodista, Manaos no es la capital del estado de Amazonas. Ni siquiera es una ciudad. Manaos se convierte en una abstracción, un término desasociado de la selva y asociado a la enfermedad. A las ramificaciones virales locales, que no tienen nada que ver con las lianas.
Últimamente, los lugares y países vienen encapsulados en cepas peligrosas que velan la belleza de lo exótico, lo selvático. Lo ocultan bajo la actualidad rabiosa y a ver quién lo desentierra. La variante india, la mutación de Nepal, la cepa sudafricana, cada una me pincha la memoria y arranca la contradicción entre mala noticia y recuerdo de viaje.
Una mañana soleada, nos apuntamos para el Encontro das aguas, un paseo en bote que llega al encuentro entre el río Negro y el Solimões, como le llaman en Brasil al tramo de Amazonas desde la triple frontera hasta Manaos. Uno, liviano y ágil, el otro pesado. Turismo de distintas densidades, se podría llamar. El Negro se mete en el lecho barriento como una veta azabache, brioso, como el mejor amigo, el amante que quiere conocer toda la piel, entrelazarse. En un momento el capitán dice «al agua» y me tiro de cabeza y nado hasta una isla. Nadamos, somos varios, nos reímos y jugamos en el agua. Lavamos lo pegajoso del calor y le tenemos miedo de las pirañas y después se nos va. La irresistible levedad del viaje.
¿Estuvo Caruso en Manaos o nunca llegó porque las cuerdas vocales se le estropearían con esa humedad del diablo?
Los sueños de vacaciones se demacran frente al noticiero. Hago la plancha revisando archivos de fotos de selvas envejecidas. Fragmentos de paisajes donde alguna vez estuve y que ahora vuelven solos. No sé cuándo volveré a viajar lejos, pero mientras el túnel de memoria se abra cada tanto estoy salvada. La variante de Manaos me hizo bien. Otra vez sonrío para adentro, y los muertos me van a perdonar.
Los delfines rosados aparecen río abajo porque después de Manaos el viaje en barco sigue a Belem. Hasta el final del Amazonas, libre de virus.